martedì 13 novembre 2012

San Estanilao de Kostka, Beato Charles de Foucauld, San Diego de Alcalá.

martes 13 Noviembre 2012

San Estanilao de Kostka

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1550-1568 Aquel adolescente polaco de noble familia era un muchacho que desconcertaba por su recogimiento y su piedad, y cuando pasó a estudiar con su hermano Pablo en el colegio vienés de los jesuitas todo el mundo esperaba que cambiase amoldándose a los usos discretamente libertinos de los mozos de su condición.   No fue así, y los cuatro años de humanidades que cursó en Viena fueron también una dura escuela de malos tratos, desprecios y humillaciones.
Su decisión estaba tomada, ser jesuita, pero en el colegio, temiendo las iras de su padre, no parecían dispuestos a aceptarle, y no tuvo otro camino que la fuga.   Disfrazado de campesino, recorrió setecientos kilómetros a pie, perseguido por los suyos, y en Tréveris encontró a un jesuita capaz de comprenderle y a quien no parecía importar el escándalo si era por una causa justa, el holandés san Pedro Canisio, provincial de Alemania.
El le recomendó al padre general de la Compañía, un ilustre español, Francisco de Borja, y también éste supo apreciar lo que valía aquel jovencito que ahora vivía en el noviciado de San Andrés del Quirinal. «El ángel de Polonia», como le llamaban.
Devotísimo de la Virgen, «la Gran Señora» de los polacos, y espejo de todas las virtudes, cultivaba de un modo especial la de la obediencia, que sabía matizar muy bien, como se advierte por la definición que se le atribuye: «Más vale hacer cosas pequeñas por obediencia que cosas grandes siguiendo la propia voluntad»   Una repentina y extraña enfermedad se lo llevó a los dieciocho años, pero su breve paso por Roma es todavía hoy inolvidable, como un perfume único traído de muy lejos contra el que el tiempo nada puede.





Oremos

Tú, Señor, que concediste a San Estanislao el don de imitar con fidelidad à Cristo pobre y humilde, concédenos también à nosotros, por intercesión de éste Santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.




martes 13 Noviembre 2012

Beato  Foucauld

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Beato Charles de Foucauld  
Charles de Foucald, nació en Estrasburgo el 15 de septiembre de 1858, en el seno de una familia noble. Realizó los estudios primarios y medios en Estrasburgo y Nancy.  Su familia le ofreció un ambiente religioso, pero en los centros de estudio encontró un ambiente neutro, que unido a su temperamento inquieto y fogoso y a la falta de adecuada dirección educativa, determinó que viviera una juventud extremadamente disoluta.    
Pierde la fe a los dieciséis años y permanece en estado de indiferencia durante más de doce años. Al llegar la mayoría de edad, entra en posesión de una rica herencia, que dilapidó con su vida licenciosa.  En 1878 ingresa en el ejército y como subteniente marcha a África, en la época en que Francia colonizaba Argelia.  Se licencia más adelante para dedicarse a explorar Marruecos, a donde realizó un viaje de tres mil kilómetros, disfrazado de rabino judío, fruto del cual fue un importante estudio geográfico de Marruecos, que le valió la medalla de oro de la Sociedad de Geografía.    
Opina que la voluntad de Dios es su ingreso en la vida religiosa, y elige la trapa (cistercienses), orden religiosa de vida austera, por lo que ingresa en 1890 en la trapa de Ntra Señora de las Nieves en Francia. Allí conoce la existencia de otra casa de la orden en Siria, en Akbés, donde era mayor la pobreza, y pide su traslado a ella, pasando allí seis años. No está satisfecho del todo. A pesar de la vida austera de los monjes, tienen a su servicio labradores pobres de la región, que viven en situación precaria.    
Sus superiores le envían a Roma donde estudia teología (octubre 1896) y, ya a punto de hacer la profesión perpetua, decide dejar la orden. Insatisfecho, busca una más auténtica vida de Nazaret, imitando a Jesús, que pasó en Nazaret la mayor parte de su vida con una existencia de obrero, oscura, pero redentora.  Abandona la orden y se instala en Nazaret como criado de las Clarisas, viviendo en una caseta del huerto y entregándose completamente a la contemplación y a la pobreza. Sueña en compañeros que compartan su vida y redacta la regla de los Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús.    
Sí, la larga estancia en Nazaret le empuja a buscar otro sitio más pobre, donde continuar el mismo género de vida y donde hacer presente a Jesús por medio de su vida oculta. Para ello en 1901 viaja a Francia para ordenarse sacerdote y decide establecerse en Marruecos, pero ante la imposibilidad de hacerlo, se instala en Argelia, en Beni-Abbés, cerca de la frontera de Marruecos.  
Allí vive su vocación de vida de Nazaret, oculta y pobre, al servicio de los hombres, especialmente de los más necesitados. Pasa largas horas en adoración de la Eucaristía, vive como hermano de todos, acogiendo a pobres y enfermos sin distinción de raza o religión. Desde allí realiza varias correrías por Argelia, siempre en busca de los más pobres.    
Este aspecto de «Hermano Universal» es un aspecto importante de su espiritualidad: una llamada a encarnar el amor y el servicio entre los más humildes y abandonados a través de la amistad y el testimonio silencioso. Este amor, llevado a sus últimas consecuencias, exige compartir la condición social de los más pobres, el trabajo manual, el servicio incondicional.  
Atraído por el deseo de ponerse en contacto con las tribus Tuareg, se establece en 1905 en Tamanrasset, en pleno corazón del Sahara. Allí lleva una vida semejante a la de Beni Abbés. Para preparar el camino a futuros misioneros lleva a cabo una serie de estudios lingüísticos, de gran calidad científica.    Allí finalmente encuentra la muerte un 1 diciembre 1916 en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Apresado y maniatado por una banda rebelde, un muchacho lo vigila, mientras los demás se dedican al saqueo de su residencia. El vigilante, nervioso al creer que llegaban soldados, le da muerte de un disparo en la cabeza.  
El hermano Charles deseó crear una congregación que compartiera su carisma, para lo que escribió diversas reglas, pero no lo logró en vida, excepto una pequeña «Unión de Laicos» que contaba con unas decenas de adscritos en el momento de su muerte. Más adelante, a partir de 1933, comienzan a constituirse grupos que desean vivir las diversas facetas del carisma del hermano Charles, adoptando diversas formas: (congregación religiosa, instituto secular, asociaciones de laicos, asociación de sacerdotes, etc.) y subrayando cada uno tal o cual aspecto del carisma. Surgen así como congregaciones los Hermanos de Jesús, Hermanitas de Jesús, Hermanos del Evangelio, etc, como instituto secular la Fraternidad Jesus Caritas, como laicas consagradas la Fraternidad Charles de Foucauld, como asociación de fieles la Fraternidad Secular Charles de Foucald, como asociación de sacerdotes diocesanos la Fraternidad Sacerdotal Jesus Caritas, etc.    «La forma en que el hermano Charles de Foucauld imitó a Jesús de Nazaret nos ha seducido», dicen quienes integran la amplia y variada familia espiritual de este pequeño gran hombre del desierto.
Hoy son ya once congregaciones religiosas y ocho asociaciones de vida espiritual extendidas por todo el mundo.
 www.carlosdefoucauld.org.





ORACION 

"Padre mío, me pongo en tus manos; Padre mío, me confío a ti; Padre mío, me abandono a ti. Haz de mi lo que quieras.   Sea lo que sea. Lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. No deseo más.   Pongo mi alma en tus manos. Te la doy, Dios mío, con todo el amor del que soy capaz, porque te amo. Porque para mi amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque Tú eres mi Padre".

martes 13 Noviembre 2012

San Diego de Alcalá

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Este joven español nació en el año 1400 en el seno de una familia pobre. Desde pequeño le gustaba mucho leer la vida de los santos.   Entusiasmado con la de san Francisco de Asís, pensó que su existencia discurriría feliz en la vida franciscana.   Lo mandaron a las islas Canarias para predicar a los isleños la Palabra de Dios. Un caso raro en la historia de las comunidades religiosas: le hicieron superior aunque era hermano lego.   En el 1449 fue a Roma a la canonización de san Bernardino de Siena. Al caer enfermo el superior al que acompañaba, tuvo que quedarse tres meses en Roma como director del hospital.   A partir de este hecho, pasó toda su vida de portería en portería en los conventos a los que era destinado.   La oración fue para él la clave de su santidad. Era una oración sencilla y llena de amor a la Virgen.   Gracias a esto, pudo hacer muchas curaciones entre gente de toda categoría social, aunque sus preferidos eran los pobres. Su fama creció con motivo de la epidemia que hubo en el tiempo que pasó en la ciudad eterna.   No paraba de trabajar en el huerto, en el jardín o en la cocina. No le importaba el lugar, sino hacer la voluntad de Dios en todo cuando le ordenasen por obediencia.   Estos trabajos los hizo en Canarias, en Sevilla y en Alcalá. El 12 de noviembre de 1463 sintió que llegaba su fin. Pidió un crucifijo y decía esta oración:<<¡Dulce leño, dulces clavos que soportaron tan dulce peso!>>   Felipe II le rezó con fervor y obtuvo la curación de su hijo. El propio monarca le pidió al Papa que lo declarara santo a los 25 años de su muerte, en el 1588.
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Empezamos esta breve silueta hagiográfica reparando una, no por lo generalizada menos digna de ser reparada, injusticia en la denominación del santoral español al designar a San Diego con el toponímico de Alcalá de Henares, en lugar del nombre de la villa de San Nicolás del Puerto, en la provincia de Sevilla.

Insignificante por su demografía, es la villa de San Nicolás del Puerto uno de los lugares más típicos y pintorescos de la provincia andaluza. Se halla situado al norte de la misma, en pleno complejo montañoso, con gran riqueza hidráulica, que dan a sus alrededores extensas zonas cultivadas y amplias alamedas. Su altitud y arboledas hacen del lugar un oasis en la canícula sevillana.

San Nicolás, en su insignificancia demográfica y urbanística, tiene un lugar en la historia por el mejor de los títulos que dan entrada en ella, por haber sido cuna de uno de los hombres que figuran en el santoral de la Iglesia católica. Hacia fines del siglo XIV, sin que sea posible concretar más la fecha, nació de humilde familia pueblerina el niño que había de llevar junto a su nombre en documentos reales y bulas pontificias el nombre del lugar que le vio nacer: San Diego de San Nicolás. El hecho al que hemos aludido al comienzo de estas líneas de que se le designe como San Diego de Alcalá no tiene más explicación que el haber sido la ciudad complutense su última residencia terrenal, lugar de su sepulcro hasta el presente, y que sus numerosos milagros hicieron bien pronto célebre en toda España. Pero tanto las historias primitivas del Santo como la bula de canonización expedida por Sixto V, no conocen otro lugar de referencia que San Nicolás. La tradición lugareña ha conservado ininterrumpidamente hasta el día de hoy la casa de su nacimiento. La devoción de sus paisanos, cobijados bajo su celestial patronato, respalda la designación del lugar de su nacimiento. El Santoral Hispalense, de Alonso Morgado, el más documentado elenco hagiográfico de santos sevillanos, así lo reconoce. Es, pues, de justicia devolver al humilde pueblo sevillano el mejor título de su historia, máxime cuando la ciudad complutense tiene tantos otros de rango universitario y literario que la encumbran en España.
Muy poco se sabe de sus primeros años.

La más segura de sus biografías, debida a la pluma de don Francisco Peña, abogado y promotor en Roma de la causa de canonización del Santo, y que debió, por lo mismo, poseer los mejores datos en torno a la vida de Diego, así lo reconoce. Don Cristóbal Moreno, traductor en el siglo XVI al castellano de la obra latina de Peña, también hace constar esta insuficiencia de datos sobre la niñez y primeros años de San Diego. Y hasta la Historia del glorioso San Diego de San Nicolás, escrita por el que fue guardián del convento de Santa María de Jesús, de Alcalá de Henares, donde vivió y murió el Santo, se concreta para esta época de la vida de Diego a las anteriores biografías de Peña y Moreno. La Historia de Rojo, el guardián complutense, aparecida en 1663, sesenta años después de la muerte de Moreno y a un siglo de distancia de la obra latina de Peña, no pudo ampliar con nuevos datos, como parecería lógico por haber vivido en el mismo convento de San Diego, lo que la bula y anteriores hagiógrafos nos comunican. Alonso Morgado tampoco nos enriquece el conocimiento de la niñez de Diego con aportaciones que llenen el vacío de sus primeros años.
Deseosos de que esta silueta hagiográfica responda a la más estricta seriedad documental, tanto más exigida cuanto San Diego llegó a ser un taumaturgo popular en sus tiempos y en la España de los siglos de oro, nos vamos a dedicar tan sólo a destacar dos aspectos de su vida: sus itinerarios y las características de su santidad, tal como aparecen aquéllas en la bula de canonización.

San Diego, nacido en el más pequeño lugar de la provincia de Sevilla, fue sin duda uno de los hombres de su tiempo y condición que más viajó. Podríamos trazar la línea de su constante andar con un gráfico que va de San Nicolás al cielo, pasando por Sevilla, Córdoba, las Islas Canarias, Roma y Castilla, rindiendo viaje en Alcalá de Henares, para saltar desde la gloria del sepulcro a los altares. En el polvo de sus sandalias quedaron adheridas y mezcladas tierras de innumerables caminos de España y Francia e Italia.
De San Nicolás pasa a un lugar cercano a la villa para ponerse bajo la dirección espiritual de un santo sacerdote ermitaño, el primero que cultiva sus ansias generosas de total entrega de servicio a Dios. De allí, confirmada su voluntad de consagración al Señor, se traslada a Arrizafa, cerca de Córdoba, en cuyo convento profesa como fraile lego en los Menores de la observancia franciscana. Desde este lugar comienza su itinerario limosnero y misional por incontables pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando detrás de su paso una estela de caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de esos pueblos.
Pero el humilde fraile de «tierra adentro» había de enfrentarse, en su constante caminar, con las rutas del «mar océano», empresa en aquellos tiempos ni corta ni común. Las Islas Canarias, especialmente Fuerteventura, son ahora la meta de su itinerario misionero en calidad de guardián, para lo que fue designado hacia el año 1449. Su paso por las Islas Afortunadas quedó también marcado por obras maravillosas de apostolado y de caridad. Vuelto a la Península hacia el año 1450, en ocasión del jubileo universal proclamado por la santidad de Nicolás V, su piedad mueve sus pies camino de Roma para lucrar las gracias de aquel jubileo. Después de varios meses de peregrinar llega a la Ciudad Eterna al tiempo de la canonización de San Bernardino de Sena, cuyo acontecimiento, al congregar en Roma varios miles de religiosos franciscanos, había de ofrecer otra oportunidad a su celo y caridad ardiente con motivo de una epidemia habida entre los peregrinos llegados de varias partes. Fue el convento de Santa María de Araceli el lugar de su residencia durante tres meses.
Vuelve a España. Y después de un tiempo en el convento castellano de Nuestra Señora de Salceda, llega en su última etapa terrenal a Alcalá de Henares, en cuyo convento de Santa María de Jesús había de vivir los últimos años de su vida mortal para nacer a la gloria y a la santidad de los altares.
Esta breve consignación geográfica de sus itinerarios en aquellos tiempos, y en un humilde hijo pueblerino y religioso lego, es más que suficiente para poner de relieve su destacada personalidad, cuya base estribaba tan sólo en su santidad misionera y caritativa.
Si hubiésemos de sintetizar la fisonomía de su espiritualidad, dentro siempre del estilo franciscano de su vida, no dudaríamos en destacar la obediencia hasta el milagro, la sencillez y servicialidad sin límites, la caridad heroica para con todos, como las virtudes que le encumbraron a la santidad y que le hicieron famoso y hasta popular en vida y después de su muerte. El humilde lego que hacía salir a su paso a todos para verle y acogerse a su valimiento delante de Dios mientras vivía, había de congregar junto a su sepulcro a los grandes de la tierra después de muerto. Cardenales y prelados de la Iglesia, reyes y príncipes, hombres y mujeres del pueblo habían de ir, sin distinción de clases, al humilde religioso franciscano. Enrique IV de Castilla, primero; cardenales de Toledo, príncipes de España, el mismo Felipe II después, acudieron junto a su tumba, llevados por el mismo sentimiento de confianza en su santidad milagrosa, o hicieron llevar sus restos sagrados hasta las cámaras regias, como en el caso del príncipe Carlos, hijo del Rey Prudente, a fin de impetrar de Dios, por su mediación, la curación y el milagro. Nada menos que el propio Lope de Vega había de inmortalizar en una de sus comedias en verso el milagro del príncipe Carlos, que había de cantar, en la poesía del Fénix de nuestros Ingenios, el pueblo todo de España.
Nadie con más autoridad que Sixto V puede resumirnos las características de la santidad de Diego. «El Todopoderoso Dios –dice en la bula de canonización–, en el siglo pasado, muy vecino y cercano a la memoria de los nuestros, de la humilde familia de los frailes menores, eligió al humilde y bienaventurado Diego, nacido en España, no excelente en doctrina, sino “idiota” y en la santa religión por su profesión lego..., mostrándole claramente que lo que es menos sabio de Dios, es más sabio que todos los hombres, y lo más enfermo y flaco, más fuerte que todos los hombres... Dios, que hace solo grandes maravillas, a este su siervo pequeñito y abandonado, con sus celestiales dones de tal manera adornó y con tanto fuego del espíritu Santo le encendió, dándole su mano para hacer tales y tantas señales y prodigios así en vida como después de muerto, que no sólo esclareció con ellos los reinos de España, sino aun los extraños, por donde su nombre es divulgado con grande honra y gloria suya... Determinamos y decretamos –continúa la bula– que el bienaventurado fray Diego de San Nicolás, de la provincia de la Andalucía española, debe ser inscrito en el número y catálogo de los santos confesores, como por la presente declaramos y escribimos; y mandamos que de todos sea honrado, venerado y tenido por santo...»
Lo humilde y pobre del mundo fue escogido por Dios para maravilla de los grandes y poderosos de la tierra. En Diego se cumplió una vez más de modo esplendente el milagro de la gracia.
Así se consumaron las etapas del itinerario de San Diego de San Nicolás, quien entró en la inmortalidad bienaventurada el 13 de noviembre de 1463 en Alcalá, y en la gloria de los altares en julio de 1588, bajo el pontificado de Sixto V, culminando el proceso introducido por Pío IV en tiempos de Felipe II.
No queremos cerrar esta silueta sin consignar aquí un deseo y una aspiración de todos sus paisanos, y que será la última etapa de sus itinerarios y hasta una solución a la soledad en que hoy se halla su sepulcro. La etapa, triunfal y definitiva, de Alcalá, donde hoy reposa, a San Nicolás, la villa que le vio nacer, y en la que la devoción popular al santo Patrono y paisano espera tenerle lo más cerca posible, no sólo para honrarle como su santidad y gloria merecen, sino incluso para conseguir por su mediación valiosa la completa y plena restauración de la vida cristiana de un pueblo pequeño y humilde, pero que conserva la fe en su Santo, al que lleva siglos esperando.

Andrés-Avelino Esteban Romero, San Diego de San Nicolás, 
en Año Cristiano, Tomo IV,
Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 365-369.





Oremos  

Tú, Señor, que concediste a San Diego, el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de este santo, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo.


AVE REGINA SANCTORUM OMNIUM!



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