Lectura
espiritual. CONSIDERACIÓN 34
De la Sagrada Comunión
Tomad y comed; éste es mi Cuerpo.
Mt. 26, 26.
PUNTO 1
Consideremos la grandeza de este
Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el amor inmenso que Jesucristo nos
manifestó con tan precioso don y el vivo deseo que tiene de que le recibamos
sacramentado.
Veamos, en primer lugar, la gran
merced que nos hizo el Señor al darse a nosotros como alimento en la santa
Comunión. Dice San Agustín que con ser Jesucristo Dios omnipotente, nada mejor
pudo darnos, pues ¿qué mayor tesoro puede recibir o desear un alma que el
sacrosanto Cuerpo de Cristo? Exclamaba el profeta Isaías (12, 4): Publicad
las amorosas invenciones de Dios.
Y, en verdad, si nuestro Redentor
no nos hubiese favorecido con tan alta dádiva, ¿quién hubiera podido pedírsela?
¿Quién se hubiera atrevido a decirle: “Señor, si deseáis demostrar vuestro amor,
ocultaos bajo las especies de pan y permitid que por manjar os recibamos?...”.
El pensarlo nomás se hubiera reputado por locura. “¿No parece locura el decir:
comed mi carne, bebed mi sangre?”, exclamaba San Agustín.
Cuando Jesucristo anunció a los
discípulos que este don del Santísimo Sacramento que pensaba dejarles, no podían
creerle, y se apartaron del Señor, diciendo (Jn. 6, 61): “¿Cómo puede éste
darnos a comer su carne?... Dura es esta doctrina; ¿y quién lo puede oír?” Mas
lo que al hombre no le es dado ni imaginar, lo pensó y realizó el gran amor de
Cristo.
San Bernardino dice que el Señor
nos dejó este Sacramento en memoria del amor que nos manifestó en su Pasión,
según lo que Él mismo nos dijo (Lc. 22, 19): “Haced esto en memoria mía”. No
satisfizo Cristo su divino amor –añade aquel Santo (t. 2, serm. 54)– con
sacrificar la vida por nosotros, sino que ese mismo soberano amor le
obligó a que antes de morir nos hiciera el don más grande de cuantos nos hizo,
dándose Él mismo para manjar nuestro.
Así, en este Sacramento llevó a
cabo el más generoso esfuerzo de amor, pues como dice con elocuentes palabras el
Concilio de Trento (ses. 13, c. 2), Jesucristo en la Eucaristía prodigó todas
las riquezas de su amor a los hombres.
¿No se estimaría por muy amorosa
fineza –dice San Francisco de Sales– el que un príncipe regalase a un pobre
algún exquisito manjar de su mesa? ¿Y si le enviase toda su comida? ¿Y,
finalmente, si el obsequio consistiera en un trozo de la propia carne del
príncipe, para que sirviese al pobre de alimento?... Pues Jesús en la sagrada
Comunión nos alimenta, no ya con una parte de su comida ni un trozo de su
Cuerpo, sino con todo Él: “Tomad y comed; éste es mi Cuerpo” (Mt. 26, 26); y con
su Cuerpo nos da su Sangre, alma y divinidad.
De suerte que –como dice San Juan
Crisóstomo–, dándosenos Jesucristo mismo en la Comunión, nos da todo lo
que tiene y nada se reserva para Sí; o bien, según se expresa Santo Tomás: “Dios
en la Eucaristía se entrega todo Él, cuanto es y cuanto tiene”. Ved,
pues, cómo ese Altísimo Señor, que no cabe en el mundo –exclama San
Buenaventura–, se hace en la Eucaristía nuestro prisionero... Y dándose a
nosotros real y verdaderamente en el Sacramento, ¿cómo podremos temer
que nos niegue las gracias que le pidamos? (Ro. 8, 32).
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Jesús mío! ¿Qué es lo que os
pudo mover a daros Vos mismo a nosotros para alimento nuestro? ¿Y qué más podéis
concedernos después de este don para obligarnos a amaros? ¡Ah, Señor! Iluminadme y descubridme ese exceso de amor, por el
cual os hacéis manjar divino a fin de uniros a estos pobres pecadores... Mas si
os dais todo a nosotros, justo es que nos entreguemos a Vos
enteramente...
¡Oh, Redentor mío! ¿Cómo he podido ofenderos a Vos,
que tanto me amáis y que nada omitisteis para conquistar mi
amor? ¡Por mí os hicisteis hombre; por mí habéis muerto; por
amor a mí os habéis hecho alimento mío!... ¿Qué os queda por hacer? Os amo,
Bondad infinita; os amo, infinito amor. Venid, Señor, con frecuencia a mi alma e
inflamadla en vuestro amor santísimo, y haced que de todo me olvide y sólo
piense en Vos y a Vos sólo ame...
¡María, Madre nuestra, orad por
mí y hacedme digno por vuestra intercesión de recibir a menudo a vuestro Hijo
Sacramentado!
PUNTO 2
Consideremos en segundo lugar el
gran amor que nos mostró Jesucristo al otorgarnos este altísimo don... Hija
solamente del amor es la preciosa dádiva del Santísimo Sacramento. Necesario fue
para salvarnos, según el decreto de Dios, que el Redentor muriese.
Mas ¿qué necesidad vemos en
Jesucristo, después de su muerte, permanezca con nosotros para ser manjar de
nuestras almas?... Así lo quiso el amor.
No más que para manifestarnos el
inmenso amor que nos tiene instituyó el Señor la Eucaristía, dice San Lorenzo
Justiniano, expresando lo mismo que San Juan escribió en su Evangelio (Jn. 13,
1): “Sabiendo Jesús que era llegada su hora del tránsito de este mundo al Padre,
como hubiese amado a los suyos que vivían en este mundo, los amó hasta el
fin”.
Es decir, cuando el Señor vio que
llegaba el tiempo de apartarse de este mundo, quiso dejarnos maravillosa muestra
de su amor, dándonos este Santísimo Sacramento, que no otra cosa significan las
citadas palabras: “los amó hasta el fin”, o sea, “los amó extremadamente, con
sumo e ilimitado amor”, según lo explican Teofilacto y San Juan Crisóstomo.
Y notemos, como observa el
Apóstol (1 Co. 11, 23-24), que el tiempo escogido por el Señor para hacernos
este inestimable beneficio fue el de su muerte. En aquella noche en que fue
entregado, tomó el pan, y dando gracias, le partió y dijo: “Tomad y comed; éste
es mi Cuerpo”.
Cuando
los hombres le preparaban azotes, espinas y la cruz para darle muerte
cruelísima, entonces quiso nuestro amante Jesús regalarle la más excelsa prenda
de amor.
¿Y por
qué en aquella hora tan próxima a la de su muerte, y no antes, instituyó este
Sacramento? Hízolo así, dice San Bernardino, porque las pruebas de amor dadas en
el trance de la muerte por quien nos ama, más fácilmente duran en la
memoria y las conservamos con más vivo afecto.
Jesucristo, dice el Santo, se
había dado a nosotros de varias maneras; habíasenos dado por Maestro, Padre y
compañero por luz, ejemplo y víctima. Faltábale el postrer grado de amor, que
era darse por alimento nuestro, para unirse todo a nosotros, como se une e
incorpora el manjar con quien le recibe, y esto lo llevó a cabo entregándose a
nosotros en el Sacramento.
De suerte que no se satisfizo
nuestro Redentor con haberse unido solamente a nuestra naturaleza humana, sino
que además quiso, por medio de este Sacramento, unirse
también a cada uno de nosotros particular e íntimamente.
“Es imposible –dice San Francisco
de Sales– considerar a nuestro Salvador en acción más amorosa ni más tierna que
ésta, en la cual, por decirlo así, se anonada y se hace alimento para penetrar
en nuestras almas y unirse íntimamente con los corazones y cuerpos de sus
fieles”.
Así dice San Juan Crisóstomo a
ese mismo Señor a quien los ángeles ni a mirar se atreven: “Nos unimos nosotros
y nos convertimos con Él en un solo cuerpo y una sola carne”. ¿Qué pastor –añade
el Santo– alimenta con su propia sangre a las ovejas? Aun las madres, a veces,
procuran que a sus hijos los alimenten las nodrizas. Mas Jesús en el Sacramento
nos mantiene con su mismo Cuerpo y Sangre, y a nosotros se une (Hom. 60).
¿Y con qué fin se hace manjar nuestro? Porque ardentísimamente nos ama y
desea ser con nosotros una misma cosa por medio de esa inefable unión (Hom.
51).
Hace, pues, Jesucristo en la
Eucaristía el mayor de todos los milagros. “Dejó memoria de sus maravillas, dio
sustento a los que le temen” (Sal. 110, 4), para satisfacer su deseo de
permanecer con nosotros y unir con los nuestros su Sacratísimo
Corazón.
“¡Oh admirable milagro de tu amor
–exclama San Lorenzo Justiniano–, Señor mío Jesucristo, que quisiste de tal modo
unirnos a tu Cuerpo, que tuviésemos un solo corazón y un alma sola
inseparablemente unidos contigo!”.
San Claudio de la Colombière, gran
siervo de Dios, decía: “Si algo pudiese conmover mi fe en el misterio de la
Eucaristía, nunca dudaría del poder, sino más bien del amor, manifestados por
Dios en este soberano Sacramento. ¿Cómo el pan se convierte en Cuerpo de Cristo?
¿Cómo el Señor se halla en varios lugares a la vez? Respondo que Dios todo lo
puede. Pero si me preguntan cómo Dios ama tanto a los hombres que se les da por
manjar, no sé qué responder, digo que no lo entiendo, que ese amor de Jesús es
para nosotros incomprensible”.
Dirá alguno: Señor, ese exceso de amor por el cual os hacéis alimento nuestro,
no conviene a vuestra majestad divina... Mas San Bernardo nos
dice que por el amor se olvida el amante de la propia dignidad. Y San Juan
Crisóstomo (Serm. 145) añade que el amor no busca razón de conveniencia cuando
trata de manifestarse al ser amado; no va a donde es conveniente, sino a donde
le guían sus deseos.
Muy acertadamente llamaba Santo
Tomás (Op. 68) a la Eucaristía Sacramento de amor. Y San Bernardo,
amor de los amores. Y con verdad Santa María Magdalena de Pazzi
denominaba el día del Jueves Santo, en que el Sacramento fue instituido, el
día del Amor.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh amor infinito de Jesús, digno
de infinito amor! ¿Cuándo, Señor, os amaré como Vos me amáis?... Nada más
pudisteis hacer para que yo os amase, y yo me atreví a dejaros a Vos, sumo e
infinito Bien, para entregarme a bienes viles y miserables...
Alumbrad, ¡oh Dios mío!, mis ignorancias; descubridme siempre más y más la
grandeza de vuestra bondad, para que me enamore de Vos, amor mío y mi todo. A
Vos, Señor, deseo unirme a menudo en este Sacramento, a fin de apartarme de
todas las cosas, y a Vos sólo consagrar mi vida... Ayudadme, Redentor mío, por
los merecimientos de vuestra Pasión.
Socorredme también, ¡oh Madre de Jesús y Madre mía! Rogadle que
me inflame en su santo amor.
PUNTO 3
Consideremos, por último, el gran
deseo que tiene Jesucristo de que le recibamos en la santa Comunión...
Sabiendo Jesús que era llegada su hora... (Jn. 13, 1); mas, ¿por qué
Jesucristo llama su hora a aquella noche en que había de comenzarse su
dolorosa Pasión?... Llamábala así porque en aquella noche iba a dejarnos este
divino Sacramento, con el fin de unirse al mismo Jesús con las almas amadísimas
de sus fieles.
Ese excelso designio movible a
decir entonces (Lc. 22, 15): “Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con
vosotros”; palabras con que denota el Redentor el vehemente deseo que tenía de
esa unión, con nosotros en la Eucaristía... Ardientemente he deseado... Así le hace
hablar el amor inmenso que nos tiene, dice San Lorenzo Justiniano.
Quiso quedarse bajo las especies
de pan, a fin de que cualquiera pudiese recibirle; porque si hubiese elegido
para este portento algún manjar exquisito y costoso, los pobres no hubiesen
podido recibirle a menudo. Otra clase de alimento, aunque no fuese selecto y
precioso, acaso no se hallaría en todas partes. De suerte que el Señor prefirió
quedarse bajo las especies de pan, porque el pan fácilmente se halla dondequiera
y todos los hombres pueden procurársele.
El vivo deseo que el Redentor
tiene de que con frecuencia le recibamos sacramentado movíale no sólo a
exhortarnos muchas veces o invitarnos a que lo recibiésemos: “Venid,
comed mi Pan, y bebed mi Vino que os he mezclado. Comed, amigos, y bebed;
embriagaos los muy amados” (Pr. 9, 5; Cant. 5, 1); vino a imponérnoslo como
precepto: “Tomad y comed; éste es mi Cuerpo” (Mt. 26, 26).
Y a fin de que acudamos a
recibirle, nos estimula con la promesa de la vida eterna. “Quien come mi Carne,
tiene vida eterna. Quien come este Pan, vivirá eternamente” (Jn. 6, 55-56). Y de
no obedecerle, nos amenaza con excluirnos de la gloria: “Si no comiereis la
Carne del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros” (Jn. 6,
54).
Tales invitaciones, promesas y
amenazas nacen del deseo de Cristo de unirse a nosotros en la Eucaristía; y ese deseo procede
del amor que Jesús nos profesa, porque –como dice San Francisco de Sales– el fin
del amor no es otro que el de unirse al objeto amado, puesto que en este
Sacramento Jesús mismo se une a nuestras almas (el que come mi Carne y bebe
mi Sangre, en Mí mora y Yo en él) (Jn. 6, 57); por eso desea tanto que le
recibamos. “El amoroso ímpetu con que la abeja acude a las flores para extraer
la miel –dijo el Señor a Santa Matilde– no puede
compararse al amor con que Yo me uno a las almas que me
aman”.
¡Oh, si los fieles comprendiesen
el gran bien que trae a las almas la santa Comunión!... Cristo es el dueño de
toda riqueza, y el Eterno Padre le hizo Señor de todas las cosas (Jn. 13,
3).
De suerte que, cuando Jesús
penetra en el alma por la sagrada Eucaristía, lleva consigo riquísimo tesoro de
gracias. “Vinieron a mí todos los bienes juntamente con ella” dice
Salomón (Sb. 7, 11) hablando de la eterna Sabiduría.
Dice San Dionisio que el
Santísimo Sacramento tiene suma virtud para santificar las almas. Y San Vicente
Ferrer dejó escrito que más aprovecha a los fieles una comunión que ayunar a pan
y agua una semana entera.
La Comunión, como enseña el
Concilio de Trento (sec. 13, c. 2), es el gran remedio que nos libra de las
culpas veniales y nos preserva de las mortales; por lo cual, San Ignacio,
mártir, llama a la Eucaristía “medicina de la inmortalidad”. Inocencio III dice que
Jesucristo con su Pasión y muerte nos libró de la pena del pecado, y con la
Eucaristía nos libra del pecado mismo.
Este Sacramento nos inflama en el
amor de Dios. “Me introdujo en la cámara del vino; ordenó en mí la caridad.
Sostenedme con flores, cercadme de manzanas, porque desfallezco de amor” (Cant.
2, 4-5). San Gregorio Niceno dice que esa cámara del vino es la santa Comunión,
en la cual de tal modo se embriaga el alma en el amor divino, que olvida las
cosas de la tierra y todo lo creado; desfallece, en fin, de caridad
vivísima.
También el venerable Padre
Francisco de Olimpio, teatino, decía que nada nos inflama tanto en el amor de
Dios como la sagrada Eucaristía. Dios es caridad; es fuego consumidor (1 Jn. 4,
8; Dt. 4, 24). Y el Verbo Eterno vino a encender en la tierra ese fuego de amor
(Lucas. 12, 49).
Y, en verdad, ¡qué ardentísimas
llamas de amor divino enciende Jesucristo en el alma de quien con vivo deseo lo
recibe Sacramentado!
Santa Catalina de Siena vio un
día a Jesús Sacramentado en manos de un sacerdote, y la Sagrada Forma le parecía
brillantísima hoguera de amor, quedando la Santa maravillada de cómo los
corazones de los hombres no estaban del todo abrasados y reducidos a cenizas por
tan grande incendio.
Santa Rosa de Lima aseguraba que,
al comulgar, parecíale que recibía al sol. El rostro de la Santa resplandecía
con tan clara luz, que deslumbraba a los que la veían, y la boca exhalaba
vivísimo calor, de tal modo, que la persona que daba de beber a Santa Rosa
después de la Comunión sentía que la mano se le quemaba como si la acercase a un
horno.
El rey San Wenceslao solamente
con ir a visitar al Santísimo Sacramento se inflamaba aun exteriormente de tan
intenso ardor, que a un criado suyo, que le acompañaba, caminando una noche por
la nieve detrás del rey, le bastó poner los pies en las huellas del Santo para
no sentir frío alguno.
San Juan Crisóstomo decía que,
siendo el Santísimo Sacramento fuego abrasador, debiéramos, al retirarnos del
altar, sentir tales llamas de amor que el demonio no se atreviese a
tentarnos.
Diréis, quizá, que nos os
atrevéis a comulgar con frecuencia porque no sentís en vosotros ese fuego del
divino amor. Pero esa excusa, como observa Gerson, sería lo mismo que decir que
no queréis acercaros a las llamas porque tenéis frío. Cuanta mayor tibieza
sintamos, tanto más a menudo debemos recibir el Santísimo Sacramento, con tal
que tengamos deseos de amar a Dios.
“Si acaso te preguntan los
mundanos –escribe San Francisco de Sales en su Introducción a la vida
devota– por qué comulgas tan a menudo..., diles que dos clases de gente
deben comulgar con frecuencia: los perfectos, porque, como están bien
dispuestos, quedarían muy perjudicados en no llegar al manantial y fuente de la
perfección, y los imperfectos, para tener justo derecho de aspirar a
ella...”.
Y San Buenaventura dice
análogamente: “Aunque seas tibio, acércate, sin embargo, a la Eucaristía,
confiando en la misericordia de Dios. Cuanto más enfermos estamos, tanto más
necesitamos del médico”. Y, finalmente, el mismo Cristo dijo a Santa Matilde:
“Cuando vayas a comulgar, desea tener todo el amor
que me haya tenido el más fervoroso corazón, y Yo acogeré tu deseo como si
tuvieses ese amor a que aspiras”.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh amantísimo Señor de las
almas! Jesús mío, no podéis ya darnos prueba mayor para demostrarnos el amor que
nos tenéis. ¿Qué más pudierais inventar para que os amásemos?...
Haced, ¡oh
Bondad infinita!, que yo os ame desde hoy viva y tiernamente. ¿A quién debe amar
mi corazón con más profundo afecto que a Vos, Redentor mío, que después de haber
dado la vida por mí os dais a mí Vos mismo en este Sacramento?... ¡Ah Señor!
¡Ojalá recuerde yo siempre vuestro excelso amor y me olvide de todo y os ame sin
intermisión y sin reserva!...
Os amo, Dios mío, sobre todas las
cosas, y a Vos sólo deseo amar. Desasid mi corazón de todo afecto que para Vos
no sea... Gracias os doy por haberme concedido tiempo de amaros y de llorar las
ofensas que os hice. Deseo, Jesús mío, que seáis único objeto de mis amores.
Socorredme y salvadme, y sea mi salvación el amaros con toda mi alma en ésta y
en la futura vida...
María, Madre nuestra,
ayudadme a amar a Cristo y rogad por mí.
(“Preparación
para la muerte” – San Alfonso María de Ligorio)
IMMACOLATA MIA E MIO
TUTTO!