San Félix de Cantalicio
(1513-1587)
por Francisco Javier Martín
Abril
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La vida de San Félix de Cantalicio es como un regatillo de agua
clara al servicio de Dios. Hay en esta existencia, del que se puede considerar
primer santo capuchino en el siglo XVI, una sublime sencillez, exponente de un
alma transparente, purificada día tras día por la caridad, que es la forma más
pura del amor. Nace este interesante ejemplar de la santidad en Cantalicio, en
el año 1513. Cantalicio es una pequeña población italiana del territorio de
Città Ducale, provincia de Umbría. Los padres del Santo eran pobres y temerosos
del Señor. Su padre se llamaba Santo de Carato; su madre, Santa. ¿Se llamaban
así o eran llamados así por su bondad? De niño, se dedica al pastoreo. Grababa
una cruz en una encina, como un pequeño tallista del símbolo del sacrificio, y
ante ella rezaba muchos rosarios. Junto al trabajo, humilde trabajo de pastor,
la oración. De esta manera, su trabajo quedaba empenachado de plegarias, como si
las avemarías fuesen salpicando las jornadas de su vigilancia del ganado. Entra
después al servicio de varios labradores. En la casa de uno de éstos oye leer
vidas de santos. Quiere imitar a los penitentes del desierto, y, al preguntar
dónde podría hallar la fórmula de los anacoretas, alguien le respondió: «En los
capuchinos». Es, entonces, cuando se decide a pedir el hábito en el convento de
Città Ducale. Parece que el padre guardián, para probar la vocación del
aspirante, recarga las tintas de la penitencia de los frailes y le dice,
mientras le muestra un crucifijo: «Éste es el modelo a que debe conformar su
vida un capuchino». Félix, enamorado del sacrificio, se arroja a los pies del
padre guardián y le manifiesta que no desea sino una vida del todo crucificada.
Enviado al noviciado de Áscoli, cuando tiene veintiocho años, cae enfermo: unas
pesadas calenturas. Pero un día se levanta de la cama y le dice al padre
guardián que ya no tiene nada. Destinado a Roma, ejerce en la Ciudad Eterna,
durante casi cuarenta años, el cargo de limosnero. A su compañero de fatigas y
de alegrías a lo divino le decía: «Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra,
el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario». Jamás condescendió
con su gusto, y toda su vida fue una constante renunciación a los pequeños
muchos por el gran todo. Solía exclamar, recordando una frase que había leído:
«O César o nada». Se ha dicho que sólo hay una tristeza: la de no ser santo. Sí;
la de no ser «césar» de la santidad. Y llegó a «césar» de Dios por el camino de
la santa simplicidad. ¿En qué consistía la ciencia de este simpático lego? «Toda
mi ciencia –afirmaba– está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas,
las llagas de Cristo, y una blanca, la Virgen Inmaculada». Ayunaba a pan y agua
las tres cuaresmas de San Francisco, comía los mendrugos de pan que dejaban los
frailes y dormía tres horas en un lecho de tarima. Pero, como si esto fuera poco
–y lo era para sus aspiraciones–, no se quitaba el cilicio. A pesar de todo, o,
más exactamente, por todo, tenía una contagiosa felicidad y un buen humor
delicioso. Bromeaba a lo divino con su amigo Felipe de Neri. Uno y otro se
saludaban de esta manera:
–Buenos días, fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu
Dios!
–Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el
nombre de Cristo!
Un fraile que le acompañaba en cierta ocasión, en visita al
cardenal de Santa Severina, dijo a éste que mandase a fray Félix descargar la
limosna. «Señor –respondió el lego–, el soldado ha de morir con la espada en la
mano y el asno con la carga a cuestas. No permita Dios que yo alivie jamás a un
cuerpo que sólo es de provecho para que se le mortifique». Cuando alguien le
insultaba, replicaba: «¡Que Dios te haga un santo!»
Estaba rezando un día, cuando la imagen de la Virgen puso al
Niño en los brazos de fray Félix. Y así le pintó Murillo. Son muchas las
anécdotas con trascendencia de eternidad que se cuentan de San Félix de
Cantalicio. Su hermano en religión, padre Prudencio de Salvatierra, recoge
algunas verdaderamente entrañables. En cierta ocasión, iba pidiendo limosna, que
era su oficio cotidiano. De pronto, siente un cansancio extraordinario. ¿Por qué
le pesaba tanto el morralillo que llevaba a la espalda? Porque alguien había
depositado una moneda de plata en la alforja del santo mendigo, moneda que le
pareció la sonrisa burlona del demonio. «Este es el peso maldito que no me deja
caminar». Y, sacudiendo la alforja, hizo que la moneda cayese al suelo, para
seguir tan sólo con los regojos a cuestas. Durante las jornadas frías, quizá
algunos religiosos se acercaban al fuego para confortar un poquillo sus cuerpos
ateridos. Mas fray Félix huía del grato calor, a la vez que decía a su cuerpo:
«Lejos, lejos del fuego, hermano asno, porque San Pedro, estando junto a una
hoguera, negó a su Maestro». Venerable y al mismo tiempo jovial figura, por las
calles de Roma, la de este hermano lego, al que rodeaban los chiquillos para
tirarle de las barbas y curiosear en sus alforjas. El lego, sonriente y hasta
riente, enseñaba el catecismo a los niños, y les daba consejos, les embelesaba
con su palabra dulce y sencilla.
Inventaba coplas religiosas, que en seguida se hacían populares
en la ciudad. Tenía buen oído y voz de barítono. Lo debía de pasar muy bien
cantando, limpio de polvo y paja del menor gusto. «Dentro del convento sabía
unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la
oración». Su hermano fray Domingo decía: «Félix es avaro en sus palabras, pero
lo poco que dice es siempre bueno».
Enferma un fraile, a quien los médicos desahucian. Pero entra
fray Félix en la celda del paciente y profiere unas palabras como mojadas de
humor y frescura celestiales: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te
conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto. »En efecto, el
frailecico había sanado.
Mas no pensemos que las que pudiéramos llamar personalidades
importantes de aquel tiempo dejaban de acudir a la «ciencia» del «ignorante»
lego. El sabio obispo de Milán, luego San Carlos Borromeo, solicita de fray
Félix algunos consejos para la reforma del clero diocesano. ¿Qué consejos iba a
dar un pobre lego mendicante a un obispo intelectual? Pues sí; le da este
consejo: «Eminencia: que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay
nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu».
Con empuje de alma inspirada por Dios, dice al cardenal de la
Orden franciscana Montalto, en vísperas de ser elegido para el Solio Pontificio:
«Cuando seas Papa, pórtate como tal para la gloria de Dios y bien de la Iglesia:
porque, si no, sería mejor que te quedaras en simple fraile». Ya era papa
Montalto, con el nombre de Sixto V, cuando una vez pidió al lego un poco de pan.
Fray Félix busca para el Padre Santo el mejor panecillo, pero el Papa le
replica: «No haga distinción, hermanito: déme lo primero que salga». Lo primero
que salió fue un mendruguillo negro. El lego toma el regojo y se lo entrega a Su
Santidad con estas palabras: «Tenga paciencia, Santo Padre; también Vuestra
Santidad ha sido fraile». Siempre el humor junto al amor, siempre la gracia
junto a la gracia. En actitud poéticamente franciscana, repartía pedacitos de
pan a los pobres, a los perros, a los pájaros. A fuerza de oración consigue
librarse de una epidemia, para poder seguir asistiendo a numerosos enfermos.
Con una fidelidad exacta cumple los tres votos monásticos de su
vida religiosa: obediencia, pobreza y castidad. Respetaba al sacerdote y rendía
homenaje a «la dignidad más sublime de la tierra». Fue fray Félix de Cantalicio
un amador esforzado de la Señora, y cuando, en la calle, los ojos del lego se
encontraban con una imagen de la Virgen, prorrumpía de este modo: «Querida
Madre: os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix. Yo deseo amaros como
buen hijo, pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa,
porque soy como los niños pequeños, que no pueden andar un paso sin la ayuda de
su madre». Uno se acuerda de la Balada de las dudas del lego, de Pemán:
«Y, apretando el paso, con simple alegría, corre que te corre... ¿Qué más
oración que el ir mansamente, por la veredica, con el cantarillo, bendiciendo a
Dios?» Fray Félix no iba con el cantarillo, sino con el talego del pan. Y con
las alforjas de su caridad franciscana.
¿Cómo era en lo físico fray Félix de Cantalicio? He aquí una
semblanza del Santo: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente y robusto. La
frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los
ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca, no afeminada, sino grave y
viril; el rostro alegre y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y
espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad que, aunque
rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosura la rusticidad».
Cargado de trabajos, de dolores, pero con una alegría
desbordante, presiente su muerte. Y dice: «El pobre jumento ya no caminará más».
Pretende ir a la iglesia desde el lecho, arrastrándose, mas se le prohíbe.
Recibe los sacramentos, se queda en éxtasis, vuelve en sí, pide que le dejen
solo. Los frailes le preguntan: «¿Qué ves?» Y él responde: «Veo a mi Señora
rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso». Sin haber entrado en
agonía, muere el 18 de mayo de 1587, a los setenta y dos años de edad. Toda la
ciudad corre al convento para besar el cadáver del santo lego y obtener
reliquias. El papa Sixto V, que testificaba dieciocho milagros, quiso beatificar
a fray Félix, pero no tuvo tiempo. Es Paulo V quien inicia el proceso de
beatificación, que solemnemente será verificado por Urbano VIII. En 1712,
Clemente XI canonizó a fray Félix de Cantalicio.
He aquí una vida colmada hasta los bordes de santa simplicidad,
una vida clara y sencilla, alegre por sacrificada, sublime por humilde, la vida
de un lego capuchino del siglo XVI, cuyo perfume llega hasta nuestros días con
la fragancia de las más puras esencias de la virtud.
Francisco Javier Martín Abril,
San Félix de Cantalicio, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 410-415. |
San Félix de Cantalicio
(1515-1587)
Un santo casi salvaje
por Julio Micó, o.f.m.cap.
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Cuando el 22 de Mayo de 1712 el Papa me declaraba
«santo» de una forma oficial, el primero en extrañarme fui yo mismo. ¿Cómo era
posible que mi vida, intrascendente y sin realce alguno, pudiera ser presentada
como un modelo para todos los cristianos? Por mucho que pasara y repasara mi
vida, como una especie de película, no podía creérmelo. ¿Yo, santo? Pero
empecemos por el principio.
Me llamo Félix y nací en Cantalice [o
Cantalicio], un pueblecito del centro de Italia, allá por el año 1515. Como mi
familia era pobre, apenas comprendí que el pan era escaso me fui a trabajar, con
apenas 10 años, a la finca de la familia Picchi. Me trataban como un hijo, y
hasta que tuve la suficiente fuerza para trabajar en el campo, me dediqué a
guardar el ganado.
En realidad yo siempre fui fortachón y un poco
bruto. Cuando de pequeño jugaba «a las luchas» con mis compañeros, siempre
salían perdiendo. Así se explica que pudiera aguantar día tras día, y de sol a
sol, las pesadas faenas del campo.
Capuchino o nada
Yo siempre destaqué por mi cabezonería. Pensaba
mucho las cosas; pero cuando decidía algo, no había quien me parara.
Todavía recuerdo con cariño aquella tibia mañana
de Octubre. Tenía 28 años, y en vez de irme al campo, como todos los días, me
fui, acompañado por la familia a la que servía, al convento de los Capuchinos.
Allí estaban los frailes esperándome. Después nos fuimos a la iglesia y el P.
Guardián me vistió el hábito; empezaba una nueva vida. Pero cosa curiosa; en vez
de poder imitar a los «Padres del desierto», como era mi deseo, me llevaron a
Roma como limosnero del convento.
Si la reciente Reforma de los Capuchinos
contrastaba por su austeridad con la fastuosa Roma del Renacimiento, mi imagen
de hombrachón rudo, analfabeto y vestido con un hábito lleno de remiendos debía
ser como una bofetada para toda esa gente tan refinada. Sin embargo me querían;
y yo a ellos.
Cada mañana, después de oír misa y hacer oración,
cogía las alforjas y me dedicaba a patear Roma mendigando el pan para los
frailes y ofreciendo a cambio algún consejo o alguna bendición. Roma era como un
inmenso escenario en el que te podías encontrar con los más diversos personajes,
desde inocentes niños que me pedían que les cantara alguna piadosa «coplilla»,
hasta misteriosos cardenales que me miraban con condescendencia. Sin embargo,
detrás de toda esa gama tan diversa de personajes se ocultaba el hombre, o la
mujer, con sus preocupaciones, valores y miserias, que me ofrecían inmensas
posibilidades de servirles y servir en ellos al Jesús que tanto
amaba.
La época en que yo viví necesitaba de las formas
y la teatralidad para expresar los sentimientos, incluso religiosos. Y con lo
bruto que yo era, los exageraba todavía más hasta pasarme algunas
veces.
La persona de Jesús me fascinaba hasta el punto
de sentir la necesidad de estar largas horas con él. Como durante el día me lo
pasaba recorriendo las calles de Roma en busca de limosnas, tenía que aprovechar
la noche para ir a la iglesia y sentirme a mis anchas con él, incluso llorando a
lágrima viva si hacía falta.
En una de esas noches experimenté como si la
Virgen me dejara su niño para que pudiera tenerlo en mis brazos. Pero de los
brazos me pasó al corazón y sentí una inmensa ternura capaz de acoger a todo el
mundo. Me sentía como un niño que sabe mirar y comprender porque tiene los ojos
y el corazón limpios. Sin embargo no siempre era así; también tuve mis momentos
de oscuridad en que uno no entiende nada y tiene que entregarse al Misterio de
Dios. Pero, en general, mi vida no estuvo sembrada de muchas dudas. Amaba, y
esto para mí era suficiente.
A los 72 años «el asnillo de los frailes», como
yo me solía identificar, dijo que no andaba más y así lo hizo. Pasé a la
enfermería del convento y los frailes no sabían qué hacerse conmigo; hasta me
pusieron un colchón de lana, cosa que yo nunca había usado. Muchas veces -y en
esto tengo que reconocer que no fui un buen enfermo- me levantaba de la cama
para irme a la iglesia; no podía estar lejos del Jesús que tanto amaba. Pero al
fin tuve que desistir para no causarles molestias.
Cuando noté que la hermana muerte venía a
visitarme, pedí al P. Guardián que me trajera el viático; y al decirme en la
recomendación del alma: «Parte, alma cristiana, de este mundo...», me
sentí impulsado a caminar hacia los brazos del Padre. Era el 18 de Mayo de
1587.
Al enterarse la gente de que yo había muerto,
acudieron en tropel para verme y tocarme por última vez, ya que me creían un
santo. Los frailes estaban admirados de que un simple limosnero, ya muerto,
pudiera atraer a tanta gente. La expresión más sincera fue la de mi «maestro»
fray Bonifacio: «¡Quién lo hubiera creído, si parecía un hombre salvaje!» Pero
así es la vida; Dios y el papa se encargaron de hacer de este pobre Félix un
Santo.
[El Propagador de las Tres Avemarías
(Revista Mariana de los Capuchinos, Valencia), n. 816, enero-febrero de 1999, pp. 7-8]
Domine Iesu,
Quaecumque eveniant
accipiam a
te.
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