SANTA MÓNICA,
MADRE DE SAN AGUSTÍN
Día 27 de agosto
P. Juan Croisset, S.J.
Nació Santa Mónica en una ciudad de África el año
de 332, de padres cristianos, más distinguidos por
su virtud que por la nobleza de su sangre. Dieron á
su hija una educación correspondiente; y para criarla con
mayor cuidado se la confiaron á una buena vieja, criada
tan antigua de la casa, que había conocido en la cuna al
padre de nuestra Mónica; y la santa vieja desempeñó
esta confianza con el mayor cuidado y con el mayor
esmero. Visiblemente se reconocía que iba creciendo con
la edad la devoción de la niña; y como tenía mucha
advertencia, y una inclinación natural á la virtud, dejaba
poco que hacer á su piadosa aya y maestra.
Contaba después la misma Santa Mónica á su hijo,
que no obstante las saludables lecciones de aquella
virtuosa mujer, que no quería que bebiesen vino las
doncellas, ella había cobrado tanta inclinación á él, que
sin duda hubiera dado en algún vergonzoso exceso, si no
fuera por una criada que un día la llamó borracha; lo que
la causó tanta vergüenza, y la hizo abrir tanto los ojos
para conocer la torpeza de aquel vicio, que desde el
mismo instante hizo propósito de no volver á probar el
vino; y que así lo había cumplido hasta entonces.
El buen entendimiento y el buen modo de nuestra
Mónica, su juicio , su compostura, su modestia y su virtud
la hacían cada día más amable y más amada de sus
padres; y, viéndola éstos en edad para casarse, contando
más con su virtud que con las otras prendas naturales, la
dieron por marido á un rico ciudadano de Tagaste, en la
provincia de Numidia, llamado Patricio, porque, aunque
era todavía gentil, esperaban que la cordura y la virtud
de su hija le convertirían á la religión cristiana.
Al entrar Mónica en el nuevo estado, se hizo cargo
así de sus obligaciones como de sus trabajos. Su primer
cuidado fue estudiar bien el genio, la inclinación y el
humor de su marido. Eran las pasiones dominantes de
éste, la cólera y una incontinencia desenfrenada;
dedicóse Mónica á templar la una con su modestia,
apacibilidad y sufrimiento, y á corregir la otra con su
amor, paciencia y disimulo. Cuando Patricio estaba más
colérico y más arrebatado en aquel ímpetu, jamás le
resistía su mujer ni le respondía la menor palabra;
prevenía sus gustos y se adelantaba á todo cuanto podía
complacerle.
Como un día se quejasen confiadamente en
presencia de Mónica otras amigas suyas, de su misma
edad, de lo mucho que tenían que padecer con sus
maridos, les dijo la Santa con tanta dulzura como
prudencia: Mirad bien si acaso tenéis vosotras la culpa.
Para echar un jarro de agua al fuego de la cólera, y para
domesticar el genio feroz y más extravagante de un
marido, no hay medio más eficaz que el silencio
respetuoso, él modo más humilde y sereno, y la paciencia
dulce y constante de una mujer; el rendimiento y la
sumisión que debemos á nuestros maridos, no nos
permite hacerles frente; el contrato matrimonial es
contrato oneroso, que nos impone la obligación de sufrir
sus defectos con paciencia. Si vosotras sabéis callar,
ahorraréis muchas pesadumbres y muchos sinsabores.
A sus máximas y á sus consejos correspondía su
porte. Aunque Patricio era hombre bárbaro, arrebatado y
brutal, ella le desarmaba con su paciencia y le ganaba
con su dulzura. Siempre atenta á sus obligaciones, no
pensaba más que en el gobierno de su casa. Todo el
tiempo se le llevaban sus devociones y el cuidado de su
familia, con cuyos medios tuvo el consuelo de ver reinar
en una familia, casi toda ella gentil, un espíritu
verdaderamente cristiano.
La suegra de Mónica, hechizada de su virtud y de su
prudencia, quería tanto á su nuera, que la idolatraba. En
breve tiempo fue Mónica la admiración de toda la
ciudad, donde apenas se hablaba de otro asunto que de
la paz que reinaba en su casa, y de la ejemplar
educación que daba á su familia; elogios que la
merecieron tanto concepto y tan general estimación, que
en habiendo algunas diferencias ó disensiones en las
casas particulares, todos acudían á Mónica para que las
compusiese, siendo ella como la arbitra y universal
pacificadora de toda la ciudad.
Iba creciendo mientras tanto su virtud, y
singularmente la tierna devoción que profesaba á la
Santísima Virgen, á quien todos los días encomendaba su
familia; pidiéndola sobre todo con incesantes instancias y
ruegos la conversión de su marido. Consiguióla al fin;
porque haciendo Patricio reflexión á la dulzura, á la
apacibilidad, al sufrimiento, á la prudencia y á todas las
demás virtudes que reconocía y admiraba en su mujer,
como era hombre capaz, infirió que no podía dejar de ser
verdadera la religión que las enseñaba; conoció sus
errores, detestólos, instruyóse bien en la religión
cristiana y recibió el bautismo. ¿Quién podría explicar el
gozo de nuestra Santa cuando vio ya cristiano á su
marido? Con la mudanza de religión mudó también las
costumbres; aquellos grandes ejemplos de virtud que por
tanto tiempo había observado en su mujer, produjeron
todo su efecto. Ya no era aquel Patricio colérico, altivo,
furioso, disoluto, sino otro enteramente contrario;
pacífico, humilde, modesto, casto, temeroso de Dios;
pudiéndose llamar ésta la primera conquista de nuestra
Santa. Pero el Señor la tenía reservada otra mucho más
ventajosa á toda la Iglesia, que era la de su primogénito
hijo Agustino, cuya conversión costó á la santa madre
muchas lágrimas.
Era Agustín de poca edad cuando murió su padre; y
viéndose viuda nuestra Ménica, sólo pensó en adquirir
todas aquellas virtudes que pide San Pablo á las de su
estado. Retirada, mortificada, recogida y casi invisible á
las demás criaturas, tenía repartido todo el tiempo en sus
ejercicios espirituales, en obras de misericordia, en el
gobierno de su familia y en la educación de sus hijos.
Había tenido tres: dos hijos y una hija, siendo el mayor de
todos Agustín, que la costó tantos cuidados, tantos
suspiros y tantas oraciones.
Viendo la buena madre aquella viveza y fogosidad
extraordinaria de su genio, comenzó á temer las más
funestas resultas, especialmente cuando ni con sus
consejos ni con sus reprensiones podía contener la
impetuosidad de aquel natural, ni moderar la violenta
pasión que le arrastraba hacia la sensualidad. Tuvo el
dolor de verle precipitarse en los errores de los
maniqueos, porque favorecían la torpeza y la disolución;
mas no por eso desistió ni desconfió de su enmienda;
antes doblando las oraciones, los ayunos, las lágrimas,
las limosnas y todo género de buenas obras, para
conseguir de Dios la salvación de su hijo, no cesaba de
advertirle, de reprenderle y de exhortarle á que se
apartase del camino de la perdición. Pero Agustín no
daba oídos más que á sus pasiones; enternecíanle las
lágrimas de tan buena madre, mas no apagaban el fuego
de aquel corazón inflamado con el ardor de una juventud
desordenada. Derramábalas Mónica noche y día en la
presencia del Señor para mover su misericordia, y
acompañaba las oraciones con grandes penitencias,
cuando, compadecido el mismo Señor, quiso alentar su
esperanza con algún consuelo. Tuvo un sueño en que se
la dio á entender que al cabo se convertiría su hijo, y que
se reduciría al gremio de la Santa Iglesia.
No la permitía su amor perderle de vista, y así le
siguió á Cartago, donde pasó á sus estudios. Cuanto más
se desviaba de Dios Agustín con sus desórdenes, más se
acercaba á Su Majestad la santa madre con sus gemidos,
solicitando inclinar la divina misericordia con lágrimas y
con oraciones. Consiguió en fin lo que deseaba con tan
fervorosas ansias, y el mismo San Agustín reconoce que
su conversión, según la profecía de un santo obispo,
había sido fruto de las lágrimas de su santa madre.
¡En qué abismo estaba yo metido!, exclama en el
cap. 11 de sus Confesiones, y Vos, Dios mió, extendisteis
desde el Cielo hacia mi vuestra mano misericordiosa,
para sacarme de aquellas profundas tinieblas en que
estaba sepultado. Llorábame mientras tanto mi buena
madre con más vivo dolor que otras madres lloran á sus
hijos cuando ven que les llevan á enterrar; porque me
veía verdaderamente muerto delante de Vos, y lo veía
con los ojos de la fe, y con aquella luz que Vos la habías
comunicado. Así, Dios mío, escuchasteis Vos sus ansias, y
no despreciasteis aquellas lágrimas que derramaba á
torrentes en vuestra presencia, siempre y en todos los
lugares en que os ofrecía su oración. Desde entonces la
oísteis benignamente, y en cierta manera la asegurasteis
por aquel sueño, que sin duda la enviasteis Vos, y la sirvió
de tanto consuelo, no menos que lo que la dijo aquel
santo obispo, que no era posible que se perdiese para
siempre un hijo que la costaba tantas lágrimas.
Pero aun no era llegado este tiempo. Aunque
Agustín profesaba tierno y filial amor á su madre, hacía
poco caso de su llanto ni de sus amonestaciones.
Desazonado con la insolencia y mala crianza de los
discípulos que le oían en Cartago, donde enseñaba
retórica, resolvió embarcarse y pasar á Roma, con
esperanza de que sería allí más estimado. Tuvo noticia
de esto Santa Mónica, y fue grande su dolor, temiéndose
que aquel viaje había de dilatar mucho la conversión de
Agustín, de la cual concebía cada día mayores
esperanzas; hizo cuanto pudo para estorbarle; pero
Agustín se escapó secretamente, haciéndose á la vela
una noche, mientras su santa madre estaba haciendo
oración en la capilla de San Cipriano. Esta separación
costó á Mónica gran pesadumbre, gimió en lo más íntimo
de su corazón, y redobló con Dios su amorosa solicitud,
sus ruegos y oraciones.
Apenas llegó á Roma Agustín, cuando cayó tan
gravemente enfermo, que estuvo á los umbrales de la
muerte. Confiesa él mismo que debió su curación á las
oraciones de su virtuosa madre. Llegó á noticia de ésta
que su hijo había dejado á Roma por ir á enseñar la
retórica en Milán, y al instante tomó la resolución de
pasar el mar sólo por estar con él. Levantóse una
tempestad tan brava y tan furiosa , que todos se daban
por perdidos, siendo la melancólica y silenciosa
consternación que reinaba en los semblantes el más fiel
testimonio de lo que asustaba á todos el peligro; pero
Mónica alentaba á la misma tripulación, y, todos se
persuadieron á que debían á sus oraciones el haber
escapado del naufragio.
Luego que entró en Milán supo la conversión de su
hijo. Fue indecible su alegría cuando vio que ya no era
maniqueo; mas faltábala para ser cabal el verle buen
católico. Cuando logró esto, exclamó sin poderse
contener, llena del más gozoso y profundo
reconocimiento: Ahora sí, Señor, que moriré en paz, pues
os habéis dignado oír las oraciones de vuestra indigna
sierva. Seáis por siempre bendito, Dios de misericordia, y
dignaos de perfeccionar vuestra obra en la conversión de
mi hijo.
Aprovechó mucho su espíritu con las santas pláticas
que tuvo con San Ambrosio mientras se detuvo en Milán.
Usaba la Santa ciertas devociones ó ejercicios
espirituales que se estilaban en África, y San Ambrosio
había prohibido en su obispado; apenas llegó á noticia
de Mónica la prohibición del obispo, cuando al instante
las dejó; mostrando que en sus devociones no se dejaba
llevar de la inclinación ni de la costumbre, y mucho
menos del apego á su propia voluntad.
Habiendo resuelto restituirse á África, partió de
Milán con San Agustín; y llegando al puerto de Ostia, se
detuvieron en él para descansar de las fatigas del
camino, esperando también tiempo oportuno para
embarcarse. Un día que estaban solos madre é hijo,
tuvieron una larga conversación sobre la caduca y
perecedera vanidad de los bienes de esta vida, y sobre la
eterna felicidad que gozan los santos en el Cielo.
Mientras hablábamos de aquella dichosa vida, dice San
Agustín, aspirando á ella con ardientes ansias, nos
elevamos en cierta manera hasta sentirla, y hasta
gustarla por medio de un lanzamiento de espíritu y vuelo
del corazón; pero Santa Mónica no tardó mucho en ir á
gozarla. Cinco ó seis días después cayó enferma, y
durante la enfermedad padeció una especie de desmayo
ó deliquio que la enajenó por algún tiempo de los
sentidos. Vuelta en sí, dijo á San Agustín y á su hermano
Navigio: ¿Dónde he estado yo? Habiéndolos observado
muy tristes, llorosos y doloridos, añadió: Hijos míos, aquí
enterraréis á vuestra madre. Y como Navigio, su hijo
menor, mostrase desear á lo menos el consuelo de que
muriese en su país, prosiguió la discreta Santa: ¿No veis
lo que desea y lo que dice? ¿ Qué importará más que mi
cuerpo esté aquí ó allí después de muerto? Lo único que
os pido es que, en cualquiera parte donde estéis, os
acordéis de mí en el altar del Señor. Y como la
hubiésemos preguntado, dice San Agustín, si no la daba
alguna pena el ser enterrada en lugar tan distante de su
tierra, respondió: En ningún lugar del mundo estamos
lejos de Dios, y no le costará trabajo alguno hallar mi
cuerpo para resucitarle con todos los demás. De esta
manera, continúa San Agustín, fue separada de su cuerpo
aquella alma tan llena de religión y tan santa, al noveno
día de su enfermedad, á los cincuenta y seis años de su
edad, y á los treinta y tres de la mía.
Luego que rindió el espíritu en manos del Criador, un
joven de Tagaste, llamado Evodio, amigo de San Agustín,
rezó sobre el cadáver el salmo centesimo. Es indecible el
sentimiento de Agustín por esta muerte; pues aunque la
consideración de la gloria que gozaba su madre reprimía
las lágrimas, pero no le embarazaba el dolor. Habiendo
sido llevado el cadáver á la iglesia, dice él mismo, le
acompañé, y volví sin derramar una sola lágrima, porque
no lloré durante los Oficios. Mientras estuvo expuesto el
cuerpo antes de darle sepultura, se celebró el divino
sacrificio de nuestra redención, como se acostumbra.
Pareciónos que no era decente acompañar sus funerales
con lágrimas y con suspiros, que sólo deben emplearse
en lamentar la infelicidad de los difuntos; pero en la
muerte de mi madre nada había que mereciese llorarse,
pues sólo había sido un tránsito á mejor vida; de esto
estábamos asegurados por la pureza de sus costumbres,
por la sinceridad de su fe y por la regularidad de su vida.
Y si á alguno le pareciere mal que yo hubiese llorado por
algunos instantes á una madre que acababa de expirar
delante de mis ojos, á una madre que me había llorado
tantos años, por la ardentísima ansia que tenía de verme
vivir delante de los ojos de Dios, disculpe mi ternura, y
llore él mismo por mis pecados, si tiene alguna caridad.
Aunque estaba muy persuadido San Agustín á que el
Señor había concedido á su santa madre la gloria que le
pedía incesantemente en sus fervorosas oraciones, nunca
dejó de ofrecer por ella el santo sacrificio de la Misa,
como la misma Santa se lo había encargado á la hora de
la muerte, y del cual había sido tan devota durante su
vida, que todos los días asistía á él con la más tierna
devoción; y, no contento con esto, pidió á todos los
sacerdotes amigos y conocidos suyos que se acordasen
en el altar, así de Mónica como de su padre Patricio.
Desde que murió esta Santa, se hizo memoria de
ella con singular veneración en toda la Iglesia.
Consérvanse algunas reliquias suyas en la abadía de
Arovaisa en Roma, como también en otras partes, y en
todas con singular devoción.
La Misa es en honor de la Santa, y la oración
la siguiente:
¡Oh Dios, consuelo de los afligidos y salud de los que
en Ti esperan, que atendiste misericordiosamente á las
piadosas lágrimas de la bienaventurada Mónica en la
conversión de su hijo Agustín! Concédenos, por la
intercesión de entrambos, que lloremos nuestros
pecados, y que hallemos el perdón de ellos en tu gracia.
Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es de la primera del apóstol San
Pablo á Timoteo, cap. 5.
Carísimo: Honra á las viudas que son
verdaderamente viudas. Mas si alguna viuda tiene hijos ó
sobrinos, aprenda primero á gobernar su casa y pagar lo
que debe á sus padres; porque esto es acepto delante de
Dios. Aquella que es verdaderamente viuda,
desamparada y abandonada, espere en Dios é inste con
plegarias y oraciones día y noche. Porque la que vive en
delicias, viviendo está muerta. Y mándalas esto para que
sean irreprensibles. Y si alguno no cuida de los suyos,
especialmente de los que son de su casa, negó la fe, y es
peor que un infiel. Elíjase la viuda de no menos que
sesenta años, que haya sido mujer de un solo marido, y
que testifique con las buenas obras si ha educado á los
hijos, si ha ejercitado la hospitalidad, si ha lavado los
pies á los santos, si ha socorrido á los que padecían
tribulación, si se ha ocupado en toda obra buena.
REFLEXIONES
Es error buscar fuera del estado de cada uno el
camino de la perfección. El apetito á frutas extranjeras es
cuando menos, extravagancia del paladar y delicadeza
perniciosa. De tal manera ha ordenado Dios todos los
estados, que todos están en el camino real de la vida
cristiana. Quien la va á buscar á otra parte, se desvía del
camino carretero; y el que se desvía de este camino,
anda cerca de perderse.
Si alguna viuda tiene hijos ó nietos, ante todas cosas
dediqúese á educarlos bien y á cuidar de su familia. No
dice que ante todas cosas se esté todo el día en la
iglesia, que se ande de hospital en hospital, ni que gaste
el tiempo en novenas ni en devociones; sino que ante
todas cosas cuide de sus hijos, los críe en el santo temor
de Dios, y atienda al gobierno de su casa. ¿Siguen este
consejo del Apóstol aquellas beatas de profesión,
aquellas madres de familias que con el especioso
pretexto de una falsa devoción dejan su recogimiento,
andan continuamente fuera de casa, se hallan en todos
los concursos, demasiadamente expuestas á los peligros
del bullicio del tumulto? No es mi ánimo, ni permita Dios
que lo sea, desaprobar, ni mucho menos censurar la
ejemplar devoción de aquellas matronas y señoras
cristianas que sirven de tanto consuelo y alivio á los
pobres enfermos y encarcelados, renovando en nuestros
tiempos el primitivo espíritu del Cristianismo. Hablo sólo
de aquellas devociones fuera de su lugar, fruto ordinario
del amor propio y de no sé qué secreto orgullo.
El cuidado de una familia cansa; la continua
vigilancia sobre los hijos y sobre los domésticos fatiga; el
retiro, el guardar siempre la casa, se hace tedioso, y
melancoliza; el amor propio suspira por el desahogo, y
busca algún pretexto para dispensarse en aquellas
obligaciones que se juzgan esenciales. Luego nos ofrece
este bello pretexto una falsa idea que se forma de
devoción. Se ha de asistir á todas las Salves; no se ha de
perder algún sermón; se ha de concurrir á todas las
fiestas, á todas las funciones de iglesia. Ocupaciones
santas, empleo del tiempo muy loable en todos aquellos
que no tienen obligaciones incompatibles con esa
piadosa ociosidad. Pero si, mientras una madre de
familias se está muy devotamente en la iglesia, sus hijos
y sus criados viven con licencia escandalosa; si, mientras
se ocupa en componer, en restituir la paz á otra familia,
reina en la suya la desunión, la parcialidad y la mala
inteligencia; si, mientras consuela á los afligidos, irrita y
desazona á tu marido por su piadosa holgazanería y por
sus imprudentes abstinencias; finalmente, si, mientras
ella gasta el tiempo allá en sus devociones, se están sus
hijos sin educación y sin crianza, á merced de unos
criados Viciosos ó negligentes, sin oír quizá más que
conversaciones torpes y sin ver más que escandalosos
ejemplos, ¿la agradecerá mucho Dios aquel ardiente celo
que muestra por los extraños?
El Evangelio es del cap. 7 de San Lucas.
En aquel tiempo: Iba Jesús á una ciudad, por nombre
Naín; é iban con Él sus discípulos, y una numerosa turba
de gente. Y al tiempo de acercarse á la puerta de la
ciudad, he aquí que sacaban fuera un difunto, hijo único
de su madre; y ésta era viuda, y la acompañaba gran
número de personas de la ciudad. A la cual, habiéndola
visto el Señor, movido á compasión de ella, le dijo: No
llores. Y se acercó al féretro, y le tocó. (Y los que le
llevaban se pararon.) Y dijo: Joven, contigo hablo:
levántate. Y el muerto se sentó, y comenzó á hablar. Y le
entregó á su madre. A todos, pues, les poseyó el temor, y
glorificaban á Dios, diciendo: Un profeta grande ha
aparecido entre nosotros, y Dios ha visitado á su pueblo.
MEDITACIÓN
De la sincera voluntad de entregarse á Dios.
PUNTO PRIMERO.—Considera que es bien de extrañar
que aquel mozo resucitado no se hubiese quedado desde
luego en la compañía de Cristo, para ser uno de sus más
celosos discípulos; y no es menos de extrañar que el
mismo Cristo se le hubiese entregado á su madre.
Admirable prueba de que Dios sólo quiere el corazón y
que, sin él, las más finas, las más elocuentes protestas
son palabras, y nada mas.
Resucitados muchos en esta Pascua por medio de la
confesión; restituidos á la vida de la gracia en virtud del
sacramento de penitencia, ¡qué propósitos, qué palabras,
qué protestas de reconocimiento, de ternura y de
fidelidad! Pero ¿en qué paran un mes después todas
estas religiosas magníficas promesas? Bien conoce ese
joven lo que debe á su divino Bienhechor; pero su corazón
aun está pegado á la tierra, y por eso no le quiere
Jesucristo. Las pasiones adormecidas despiertan; los
hábitos viciosos mal reprimidos vuelven á su antiguo
vigor; á aquellos primeros movimientos de fervor sucede
la desidia y la tibieza; á la tibieza el disgusto; y, una vez
disgustado de servir á Dios, se arroja en los brazos de su
primer dueño, vuélvese á entregar á sus primeras
inclinaciones, á las recaídas, á la funesta muerte del
alma. ¿Qué juicio debo hacer yo de la mía? ¡Ah, Señor,
cuántas palabras inútiles, cuántas vanas promesas os he
hecho en mis propósitos!
PUNTO SEGUNDO.—Considera que Dios quiere el
corazón por entero ; esto es, el sacrificio entero, y no á
medias, de nuestras inclinaciones , de nuestras pasiones
y de nuestros deseos demasiadamente mundanos,
sensuales y favorables al amor propio. Dios quiere el
corazón; pero un corazón indivisible, que ni pretenda, ni
pueda servir á un tiempo á dos señores; porque, si ama á
uno, ha de aborrecer á otro; si respeta á éste, ha de
despreciar á aquél. No pretende vulnerar nuestra
libertad; conténtase con solicitar que se lo demos por
medio de sus promesas, de sus inspiraciones y de sus
gracias; nos le pide, pero no le toma mientras voluntaria
y libremente no se lo concedamos. Negárselo, es
ingratitud, es impiedad, es injusticia. Pero el que ama tan
ciegamente al mundo, el que busca en todo y por todo
sus propias conveniencias, el que se entrega totalmente
á sus pasiones, á su sensualidad, á su interés, ¿podrá
decir que da á Dios su corazón?
Decir que se ama á Dios, no amándole con todo el
corazón, es mentira; pensar que se le ama con todo el
corazón cuando sólo se le sirve á medias, es locura;
persuadirse que se le sirve por entero, cuando apenas se
hace cosa alguna de las que El nos manda, es
extravagancia, es impiedad.
¡Ah, Señor! ¿Y no es cierto que acabo de hacer el
más fiel retrato de mí mismo en esta viva copia de los
que infielmente os sirven? ¿Puedo decir con verdad que
os amo de corazón, y que soy vuestro sin reserva? No
puedo responder á estas preguntas, divino Salvador mío,
sino con mi dolor y con mis lágrimas. Tomad, Señor,
tomad este corazón, que enteramente os le doy; y con
vuestra gracia espero ha de acreditar mi vida que
enteramente os le he dado.
JACULATORIAS
Os busqué, Señor, con todo mi corazón; no permitáis
que me desvíe jamás de vuestros Mandamientos.—Ps.
Vos, Señor, seréis eternamente el Dios de mi
corazón, mi único Dueño, y todo mi tesoro.—Ps. 72.
PROPÓSITOS
1. Siendo, al parecer, cosa tan fácil conocer uno
cuándo está su voluntad sincera y totalmente entregada
á Dios, apenas la hay en que más se engañen ó se
equivoquen los hombres. Esta sinceridad se conoce por
las obras, pero pocos atienden á ellas para conocerla,
contentándose con dar palabras, que de ordinario son las
pruebas únicas de nuestra sinceridad. Pues no hay que
admirarnos de que los hombres se engañen y se
equivoquen con señas tan engañosas, i Pero que
pretendamos engañar á Dios con unas protestas que
desmiente el corazón, con promesas sin efecto, con
buenas palabras, y no más! Esto sí que es digno de
admiración; ó, por mejor decir, esto es lo que se llama
apariencia de religión y especie de sacrilegio. Confiesa
la verdad: Y ¿no te sientes tú comprendido en este delito?
¿Amas á Dios con todo tu corazón? ¿Se le has entregado
sin reserva? Muchas veces has dicho que se le entregas
todo á Su Majestad; pero ¿cuánto has tardado en
volvérsele á quitar? Repara desde este mismo punto esta
grosera falta, haciéndole una donación total y sincera.
Examina qué es lo que más te lleva el corazón; esa
pasión, ese demasiado punto, esa suma delicadeza en
todo lo que toca á tu estimación, esa diversión, ese juego,
esa conversación, esa comunicación con aquella persona,
esa alhajuela, ese mueble que te arrastra todos tus
cariños, da principio sacrificándosele á Dios desde luego,
y entonces podrás decir que le amas con todo tu corazón,
que quieres vivir y morir en su servicio. Ten presente que
Isaac no dio su bendición á Jacob por el testimonio de la
voz, sino por el testimonio de las manos.
2. Ten por sospechosas todas las instrucciones
demasiadamente especulativas; huye de todo confesor,
de todo director que con especioso pretexto de hacerte
volar á la perfección quiere mantenerte en una peligrosa
ociosidad y perniciosísima pereza. Di muchas veces á
Dios que le entregas tu corazón, pero procura que lo
digan muchas más tu humildad, tu mortificación, tu
puntualidad, tu exactitud en el cumplimiento de todas tus
obligaciones, tu continua violencia, y, en una palabra,
todas tus operaciones y todos tus movimientos. Hijuelos
míos, dice el apóstol San Juan, no consista nuestro amor
en buenas palabras, en expresiones que sólo salen de la
lengua, sino en obras y en verdaderas pruebas de las
manos. Ten presentes estas palabras en todas tus
devociones, y en ellas guárdate mucho de sendas
extraviadas; sigue el camino real y carretero por donde
fueron todos los santos, aquel que abre el Evangelio, y el
mismo Cristo nos enseña.
AMDG et BVM