C A P Í T U L O X X I I I
De las virtudes que conocí había de tener para hacer fruto.
La primera virtud que procuré: La humildad
(Autobiografia san Ant. Maria Claret)
340. Hasta aquí he hablado de los medios más comunes de que me valía para hacer fruto. Ahora trataré de las virtudes que he conocido que ha de tener un Misionero para hacer fruto.
341. Para adquirir las virtudes necesarias que había de tener para ser un verdadero Misionero apostólico conocí que había de empezar por la humildad, que consideraba como el fundamento de todas las virtudes. Desde que pasé al Seminario de Vich para estudiar filosofía, empecé el examen particular de esta virtud de la humildad, que bien lo necesitaba, pues que en Barcelona, con los dibujos, máquinas y demás tonterías, se me había llenado la cabeza de vanidad, y cuando oía que me alababan, mi corazón contaminado se complacía en aquellos elogios que me tributaban. ¡Ay Dios mío, perdonadme, que ya me arrepiento de veras! Al recordar mi vanidad me hace derramar muchas y amargas lágrimas; pero Vos, Dios mío, me humillasteis, y así no puedo menos que daros gracias por ello y decir con el profeta: Bonum mihi quia humiliasti me. Vos, Señor, me humillasteis, y yo también me humillaba ayudado con vuestro auxilio.
343. Con mucha frecuencia repetía aquella petición de San Agustín: Noverim te, noverim me, y aquella otra de San Francisco de Asís: ¿Quién sois Vos? ¿Quién soy yo? Y
como si el Señor me dijese: Yo soy el que soy y tú eres el que no eres, tú eres nada y menos que nada, pues que la nada no ha pecado, y tú sí.
345. Lo mismo digo, y mucho más, en lo espiritual y sobrenatural. Conozco que no puedo invocar el nombre de Jesús ni tener un solo pensamiento bueno sin el auxilio de Dios, que sin Dios nada absolutamente puedo. ¡Ay cuántas distracciones tengo a pesar mío!
346. Conozco que en el orden de la gracia soy como un hombre que se puede echar en un profundo de un pozo, pero que por sí solo no puede salir. Así soy yo. Puedo pecar, pero no puedo salir del pecado sino por los auxilios de Dios y méritos de Jesucristo. Puedo condenarme, pero no puedo salvarme sino por la bondad y misericordia de Dios.
348. Ya desde un principio conocí que el conocimiento es práctico cuando siento que de nada me he de gloriar ni envanecer, porque de mí nada soy, nada tengo, nada valgo, nada puedo ni nada hago. Soy como la sierra en manos del aserrador.
350. Yo conocía que el verdadero humilde debe ser como la piedra, que, aunque se vea levantada a lo más alto del edificio, siempre gravita hacia abajo. He leído muchos autores ascéticos que tratan de esta virtud de la humildad a fin de entender bien en qué consiste y los medios que señalan para conseguirla. Leía las vidas de los Santos que más se han distinguido en esta virtud para ver cómo la practicaban, pues yo deseaba alcanzarla.
351. Al efecto, me propuse el examen particular, escribí los propósitos sobre el particular y los ordené tal cual se hallan en aquel opúsculo o librito llamado La Palma. Todos los días lo hice por el mediodía y por la noche y lo continué por quince años, y aún no soy humilde. A lo mejor observaba en mí algún retoño de vanidad, y al instante tenía que acudir a cortarlo ya sintiendo alguna complacencia cuando alguna cosa me salía bien, ya diciendo alguna palabra vana, que después tenía que llorar, arrepentirme y confesarme de ella, haciendo de ella penitencia.
352. Muy claramente conocía que Dios N. S. me quería humilde y me ayudaba mucho para ello, pues me daba motivos de humillarme. En aquellos primeros años de misiones me veía muy perseguido por todas partes en común, y esto, a la verdad, es muy humillante. Me levantaban las (más) feas calumnias, decían que había robado un burro, qué se yo qué farsas contaban. Al empezar la misión o función en las poblaciones, hasta la mitad de los días eran farsas, mentiras, calumnias de toda especie lo que decían de mí, por manera que me daban mucho que sentir y que ofrecer a Dios, y al propio tiempo materia para ejecutar la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la caridad y demás virtudes.
353. Esto duraba hasta media misión, y en todas las poblaciones pasaba lo mismo; pero de media misión hasta concluir cambiaba completa(mente). Entonces el diablo se valía del medio opuesto. Todos decían que era un santo, a fin de hacerme engreír y envanecer; pero Dios N. S. tenía buen cuidado de mí, y así en aquellos últimos (días) de la misión, en que acudía tanta gente a los sermones, a confesarse, a la comunión y a todo lo demás; en aquello últimos días en que se veía el fruto copiosísimo que se había reportado y se oían los elogios que de mí hacían todos, buenos y malos; en aquellos días, pues, el Señor me permitía una tristeza tan grande, que yo no puedo explicar sino diciendo que era la especial providencia de Dios, que me la permitía como un lastre, a fin de que el viento de la vanidad no me diera un vuelco.
355. A fin de no dejarme llevar de la vanidad, procuraba tener presentes los doce grados de la virtud de la humildad que dice San Benito y sigue y prueba Santo Tomás (2-2 q.161 a.6), y son los siguientes: El primero es manifestar humildad en lo interior y en lo exterior, que es en el corazón y en el cuerpo, llevando los ojos sobre la tierra; por eso se llama humi-litas. El segundo es hablar pocas palabras, y éstas conforme a la razón y en voz baja. El tercero en no tener facilidad ni prontitud para la risa. El cuarto es callar hasta ser preguntado. El quinto es no apartarse en sus obras regulares de lo que hacen los demás. El sexto en tenerse y reputarse por el más vil de todos y sinceramente decirlo así. El séptimo es considerarse indigno e inútil para todo. El octavo es conocer sus propios defectos y confesarlos ingenuamente. El nono es tener pronta obediencia en las cosas duras y mucha paciencia en las ásperas. El décimo es obedecer y sujetarse a los Superiores. El undécimo es el no hacer cosa alguna por su propia voluntad. El duodécimo es el tener a Dios y tener siempre en la memoria su santa Ley.
<<Cor Mariæ
Immaculatum, intercede pro nobis>>
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