por Pedro de Alcántara Martínez,
o.f.m.
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Era el año del Señor de 1494 [o más bien: 1499] cuando en la
Extremadura Alta, en la villa de Alcántara, nacía del gobernador don Pedro
Garabito y de la noble señora doña María Villela de Sanabria un varón cuya vida
había de ser un continuo milagro y un mensaje espiritual de Dios a los hombres,
porque no iba a ser otra cosa sino una potente encarnación del espíritu en
cuanto ello lo sufre la humana naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba
hasta la entraña por la fuerza del movimiento contrarreformista. Era el tiempo
de los grandes reyes, de los grandes teólogos, de los grandes santos. En el
cielo de la Iglesia española y universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa,
Francisco de Borja, Juan de la Cruz, Francisco Solano, Javier... Entre ellos el
Santo de Alcántara había de brillar con potentísima e indiscutible luz.
Había de ser santo franciscano. La liturgia de los
franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien «el Seráfico Padre estaba ya
muerto, parecía como si en realidad estuviese vivo, por cuanto nos dejó copia de
sí en Pedro, al cual constituyó defensor de su casa y caminó por todas las vías
de su padre, sin declinar a la derecha ni hacia la izquierda». Todo el que haya
sentido alguna vez curiosidad por la historia de la Orden de San Francisco, se
encontrará con un fenómeno digno de ponderación, que apenas halla par en la
historia de la Iglesia: iluminado por Dios, se apoderó el Santo de Asís del
espíritu del Evangelio y lo plasmó en una altísima regla de vida que, en
consecuencia, se convierte en heroísmo. Este evangelio puro, a la letra, es la
cumbre de la espiritualidad cristiana y hace de los hombres otros tantos
Cristos, otros tantos estigmatizados interiores; pero choca también con la
realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un constante estado de
tensión, donde las tendencias hacia el amor que se crucifica y hacia la carne
que reclama su imperio luchan en toda su desnuda crudeza. Por eso ya en la vida
de San Francisco se observa que su ideal, de extraordinaria potencia de
atracción de almas sedientas de santidad, choca con las debilidades humanas de
quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en puntos de perfección,
masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo, como si el espíritu del
fundador hubiese dejado en ellas una simiente de perpetuo descontento, una
tremenda ansia de superación, y constantemente, apenas la llama del espíritu ha
comenzado a flaquear, se levanta el espíritu hecho llama en otro hombre y
comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo fue, de todos esos hombres, el
más audaz, el más potente y el más avanzado. Su significación es, por tanto,
doble: es reformador de la Orden y, a través de ella, de la Iglesia
universal.
San Francisco entendió la santidad como una identificación
perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario
comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor
nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una
estrecha imitación. Así introduce al alma en una total pobreza y renuncia de
este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y
peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres,
será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al
prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra
realizada una triple muerte a sí mismo: en el deseo de la posesión y del goce,
en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta
identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en
llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre
se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud
insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de
Cristo por su Iglesia; se hace alma víctima y corredentora por su perfecta
inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz
interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de
Dios en lo creado; queda internamente edificada en sencilla simplicidad; vive
una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.
Por estos caminos, sin declinar, iba a correr nuestro Santo de
Alcántara. Nos encontramos frente a una destacadísima personalidad religiosa, en
la que no sabemos si admirar más los valores humanos fundamentales o los
sobrenaturales añadidos por la gracia. San Pedro fue hombre de mediana estatura,
bien parecido y proporcionado en todos sus miembros, varonilmente gracioso en el
rostro, afable y cortés en la conversación, nunca demasiada; de exquisito trato
social. Su memoria fue extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia;
ingenio agudo; inteligencia despejadísima y una voluntad férrea ante la cual no
existían los imposibles y que hermanaba perfectamente con una extrema
sensibilidad y ternura hacia los dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a
pesar de su extrema dureza, atraía de manera irresistible a las almas y las
empujaba por donde quería, sin que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando
la penitencia le hubo consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer
–según testimonio de quienes le trataron– un esqueleto recién salido del
sepulcro; cuando la mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba
de él, no obstante, una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se
imponía a quien le trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.
Sus padres cuidaron esmeradamente de su formación intelectual.
Estudió gramática en Alcántara y debía de tener once o doce años cuando marchó a
Salamanca. Allí cursó la filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había
ya hecho el primero de leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces
coincidieron las dudas sobre la elección de estado con un período de tentaciones
intensas. Un día el joven vio pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y
marchó tras ellos, escapándose de casa apenas si cumplidos los dieciséis años y
tomando el hábito en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de
Alcántara, en la raya portuguesa, año de 1515.
Fray Juan de Guadalupe había fundado en 1494 una reforma de la
Orden conocida comúnmente con el nombre de la de los descalzos. Esta reforma
pasó tiempos angustiosos, combatida por todas partes, autorizada y suprimida
varias veces por los Papas, hasta que logró estabilizarse en 1515 con el nombre
de Custodia de Extremadura y más tarde provincia descalza de San Gabriel.
Exactamente el año en que San Pedro tomó el santo hábito.
La vida franciscana de éste fue precedida por larga
preparación. Desde luego que nos enfrentamos con un individuo extraordinario. De
él puede decirse con exactitud que Dios le poseyó desde el principio de sus
vías. A los siete años de edad era ya su oración continua y extática; su
modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de limosna, servía a los
enfermos, y era tal la modestia de su continente que, cuando los estudiantes
resbalaban en conversaciones no limpias y le veían llegar, se decían: «El de
Alcántara viene, mudemos de plática».
Claro está que solamente la entrada en religión, y precisamente
en los descalzos, podía permitir que la acción del espíritu se explayase en su
alma. Cuando San Pedro, después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar,
llamó a la puerta del convento de los Majarretes, encontró allí hombres
verdaderamente santos, probados en mil tribulaciones por la observancia de su
ideal altísimo, pero pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el
dedo de Dios.
Apenas entrado en el noviciado se entregó absolutamente a la
acción de la divina gracia. Fue nuestro Santo ardiente amador y su vida se
polarizó en torno a Dios, con exclusión de cualquier cosa que pudiese
estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad, donde Dios se revela viviente
y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión de Cristo; la Virgen concebida
sin mancha de pecado original, eran misterios que atraían con fuerza
irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el principio más bien pareció
ángel que hombre, pues vivía en continua oración. Dios le arrebataba de tal
forma que muchas veces durante toda su vida se le vio elevarse en el aire sobre
los más altos árboles, permanecer sin sentido, atravesar los ríos andando sin
darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en el ininterrumpido coloquio
interior. Como consecuencia que parece natural, ya desde el principio se
manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de los sentidos. Nunca miró
a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban por la voz; ignoraba los
techos de las casas donde vivía, la situación de las habitaciones, los árboles
del huerto. A veces caminaba muchas horas con los ojos completamente cerrados y
tomaba a tientas la pobre refacción.
Gustaba tener huertecillos en los conventos donde poder salir
en las noches a contemplar el cielo estrellado, y la contemplación de las
criaturas fue siempre para su alma escala conductora a Dios.
Como es lógico, esta invasión divina respondía a la generosidad
con que San Pedro se abrazara a la pobreza real y a la cruz de una increíble
mortificación. Esta fue tanta que ha pasado a calificarle como portento, y de
los más raros, en la Iglesia de Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso
y no se explica sin una especial intervención divina.
Si en la mortificación de la vista había llegado, cual declaró
a Santa Teresa, al extremo de que igual le diera ver que no ver, tener los ojos
cerrados que abiertos, es casi increíble el que durante cuarenta años sólo
durmiera hora y media cada día, y eso sentado en el suelo, acurrucado en la
pequeña celda donde no cabía estirado ni de pie, y apoyada la cabeza en un
madero. Comía, de tres en tres días solamente, pan negro y duro, hierbas amargas
y rara vez legumbres nauseabundas, de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho
días sin probar alimento, sin que nadie pudiese evitarlo, pues, si querían
regalarle de forma que no lo pudiese huir, eran luego sus penitencias tan duras
que preferían no dar ocasión a ellas y le dejaban en paz.
Llevó muchísimos años un cilicio de hoja de lata a modo de
armadura con puntas vueltas hacia la carne. El aspecto de su cuerpo, para
quienes le vieron desnudo, era fantástico: tenía piel y huesos solamente; el
cilicio descubría en algunas partes el hueso y lo restante de la piel era
azotado sin piedad dos veces por día, hasta sangrar y supurar en úlceras
horrendas que no había modo de curar, cayéndole muchas veces la sangre hasta los
pies. Se cubría con el sayal más remendado que encontraba; llevaba unos paños
menores que, con el sayal, constituían asperísimo cilicio. El hábito era
estrecho y en invierno le acompañaba un manto que no llegaba a cubrir las
rodillas. Como solamente tenía uno, veíase obligado a desnudarse para lavarlo, a
escondidas, y tornaba a ponérselo, muchas veces helado, apenas lo terminaba de
lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no podía estar en la celda por el
rigor del frío solía calentarse poniéndose desnudo en la corriente helada que
iba de la puerta a la ventana abiertas; luego las cerraba poco a poco, y,
finalmente, se ponía el hábito y amonestaba al hermano asno para que no se
quejase con tanto regalo y no le impidiese la oración.
Su aspecto exterior era impresionante, de forma que predicaba
solamente con él: la cara esquelética; los ojos de fulgor intensísimo, capaces
de descubrir los secretos más íntimos del corazón, siempre bajos y cerrados; la
cabeza quemada por el sol y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba
por no mirar cuando pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba
escurriendo la sangre por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y
llagados por no ver dónde los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de
los caminos.
San Pedro era víctima del amor de Dios más ardiente y su cuerpo
no había florecido en cinco llagas como San Francisco, sino que se había
convertido en una sola, pura, inmensa. Su vida entera fue una continua
crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias
más entrañables del ideal franciscano.
No es de extrañar, claro está, que su vista no repeliese.
Juntaba al durísimo aspecto externo una suavidad tal, un profundo sentido de
humana ternura y comprensión hacia el prójimo, una afabilidad, cortesía de
modales y un tal ardor de caridad fraterna, que atraía irresistiblemente a los
demás, de cualquier clase y condición que fuesen. Es que el Santo era todo
fuerza de amor y potencia de espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era
cuidadoso de las formas sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo
íntima relación con los grandes santos de su época: San Francisco de Borja,
quien llamaba «su paraíso» al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su
reforma; el beato Juan de Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó
eficazmente en la reforma carmelitana y a cuyo espíritu dio aprobación
definitiva. Acudieron a él reyes, obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le
solicitaron como confesor, negándose a ello por humildad y por desagradarle el
género de vida consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le
ayudaron muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espíritu noble y
ardiente, su conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.
Secuela de todo esto fue la eficacia de su intenso apostolado.
San Pedro de Alcántara es un auténtico santo franciscano y su vida lo menos
parecido posible a la de un cenobita. Como vivía para Dios completamente no le
hacía el menor daño el contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con
frecuencia graves tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y
eficaz: azotarse hasta derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada,
revolcarse entre zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por
obediencia le hacen superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su
predicación era sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el
confesonario pasaba horas incontables y poseía el don de mover los corazones más
empedernidos. Fue extraordinario como director espiritual, ya que penetraba el
interior de las almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado
en consejo por toda clase de hombres y mujeres, lo mismo gente sencilla de
pueblo que nobles y reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y
vulgo ignorante. Amó a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en
El Pedroso una escuelita donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la
procuró eficazmente entre los hombres.
Dios confirmó todo esto con abundancia de milagros: innúmeras
veces pasó los ríos a pie enjuto; dio de comer prodigiosamente a los religiosos
necesitados; curó enfermos; profetizó; plantó su báculo en tierra y se
desarrolló en una higuera que aún hoy se conserva; atravesó tempestades sin que
la lluvia calara sus vestidos, y en una de nieve ésta le respetó hasta el punto
de formar a su alrededor una especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas
el auténtico milagro de su penitencia.
Aún, sin embargo, nos falta conocer el aspecto más original del
Santo: su espíritu reformador. No solamente ayuda mucho a Santa Teresa para
implantar la reforma carmelitana; no se contenta con ayudar a un religioso a la
fundación de una provincia franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo
funda con licencia pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia
mártires, beatos y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el
hábito en una provincia franciscana austerísima, la de San Gabriel, quiso elevar
la pobreza y austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y,
sobre todo, deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que
llevaba en las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la
dicha provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de
conventos. Con muchas contradicciones dio comienzo a su obra en 1556, en el
convento de El Pedroso, y pronto la vio extendida a Galicia, Castilla, Valencia;
más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio de santidad
entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes. Dice un
biógrafo que vivían en sus conventos –diminutos, desprovistos de toda comodidad–
una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por semana, y
aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas parecían
sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias corporales. Y
si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son muy moderadas en
cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás reformas franciscanas
conocidas, no se puede dudar que su poderosísimo espíritu dejó en sus seguidores
una imborrable huella y un deseo extremo de imitación. Y es sorprendente el
genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal penitencia no les
distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían los conventos junto
a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del desempeño del
ministerio sacerdotal, en la ayuda a los párrocos, enseñanza a los niños;
siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos.
El 18 de octubre de 1562 murió en el convento de Arenas.
La Santa de Avila vio volar su alma al cielo y la oyó gozarse
de la gloria ganada con su excelsa penitencia. El Santo moría en paz. Dejaba una
obra hecha: una escuela de santos, un colegio de almas intercesoras y víctimas
por las culpas del mundo. Sus penitencias llegaron a parecer a algunos «locuras
y temeridades de hombre desesperado»; las gentes le tuvieron muchas veces por
loco al ver los extremos a que le llevaba su vida de contemplación. Sólo que,
como muy gentilmente aclaró a sus monjas Santa Teresa, aquellas locuras del
bendito fray Pedro eran precisamente locuras de amor. Cuando Cristo ama
intensamente a un alma no descansa hasta clavarla consigo en la cruz. Cuando un
alma ama a Cristo no desea sino compartir con Él los mismos dolores, oprobios y
menosprecios. La vocación franciscana es, recordémoslo, una vocación de amor
crucificado y San Pedro supo vivirla con plenitud. Su penitencia venía
condicionada por su papel corredentivo en la Iglesia de Dios y, si no a todos es
dado imitarla materialmente, sí es exigido amar como él amó y desprenderse por
amor, y al menos en espíritu, de las cosas temporales, abrazándose a la
cruz.
Pedro de Alcántara Martínez, OFM,
San Pedro de Alcántara, en Año Cristiano, Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 152-160. |
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