venerdì 25 ottobre 2013

DOMINGO XXX Tiempo Ord., 27 oct. 2013: #PARÁBOLA DEL FARISEO Y PUBLICANO : san Lucas 18, 9-14.


PREDICACIÓN EN JERICÓ






La mañana ya está avanzada cuando Jesús sale de la casa de Zaqueo, con él, con Pedro y Santiago de Alfeo. Tal vez los otros apóstoles se han esparcido por la campiña para anunciar que Jesús está en la ciudad.
Detrás del grupo de Jesús, se ve otro muy ... variado por sus fisonomías, edades, vestidos. No es difícil asegurar que estos hombres pertenecen a razas diversas, tal vez antagónicas entre sí. Pero la casualidad de la vida los ha traído a esta ciudad palestinense y los ha reunido para que de su profundidad suban hacia la luz. Unos tienen caras arrugadas, tal vez por el modo con que han vivido, ojos cansados; otros, esa mirada adquirida en los largos años de desempeñar el mismo oficio, ojos de... rapiña fiscal o de imposición brutal. Una mirada rapaz, dura, que de cuando en cuando se deja ver bajo un velo suelto y colgante que ha puesto su nueva vida. Esto sucede especialmente cuando alguien de Jericó los mira con desprecio y masculla entre dientes alguna insolencia. Luego la mirada se vuelve cansada, abatida, las cabezas se doblan sombrías.

DICE JESÚS: DICE: "PASAD ADELANTE Y NO TENGÁIS MIEDO. 
HABÉIS DESAFIADO AL MUNDO CUANDO HACÍAIS EL MAL; 
NO DEBÉIS TEMERLO AHORA QUE OS DESPOJASTEIS DE ÉL. 

Jesús se vuelve dos veces a mirarlos y al verlos venir detrás, aflojando el paso según se van acercando al lugar de antemano elegido para hablar, y que está lleno de gente, disminuye el suyo y les dice: "Pasad adelante y no tengáis miedo. Habéis desafiado al mundo cuando hacíais el mal; no debéis temerlo ahora que os despojasteis de él. Lo que habéis empleado hasta ahora para dominarlo, la indiferencia del qué dirá el mundo, la única arma que puede hacer que se canse hablar, volvedla a emplear ahora, y se cansará de ocuparse de vosotros y os absorberá poco a poco, confundiéndoos en la gran masa anónima de este miserable mundo, al que, en verdad, se da tanta importancia."
Los hombres, que son quince, obedecen y pasan adelante.
"Maestro, los enfermos de la campiña están allí" dice Santiago de Zebedeo al acercarse a Jesús, señalando un rincón que calienta un tibio sol.
"Voy. ¿Dónde están los otros?"
"Entre la gente. Pero ya te vieron y ahora vienen. Con ellos están también Salomón, José de Emmaús, Juan de Efeso, Felipe de Arbela, a cuya casa fueron hombre y mujeres venidos de la costa. Te buscaban, porque no pueden ponerse de acuerdo en dar su juicio sobre una mujer. Hablarán contigo..."
De hecho los otros discípulos rodean a Jesús y lo saludan reverentes. Detrás de ellos los nuevos que siguen la doctrina de Jesús. Pero no está Juan de Efeso y Jesús pregunta el por qué.

NO ESTÁ JUAN DE EFESO Y JESÚS PREGUNTA EL POR QUÉ. SE DETUVO
 CON LA MUJER Y CON SUS PADRES EN UNA CASA SOLITARIA. 
NO SE SABE SI LA MUJER ESTÉ ENDEMONIADA O SEA UNA PROFETISA.

"Se detuvo con la mujer y con sus padres en una casa solitaria. No se sabe si la mujer esté endemoniada o sea una profetisa. Dice, según se cuenta, cosas maravillosas. Los escribas que la han escuchado, han dictaminado que es una poseída. Sus padres han llamado a los exorcistas varias veces, pero no han podido arrojar al demonio que en ella habla. Uno de ellos dijo al padre de la mujer -es una viuda virgen que vive en familia-: "Habla con Jesús el Mesías, acerca de tu hija. El entenderá sus palabras y sabrá de dónde proceden. He tratado de hacer que el espíritu que habla en ella se fuese en nombre de Jesús, llamado el Mesías. Los espíritus tenebrosos siempre han huido cuando he dicho este nombre. Pero esta vez, no. Por lo cual digo que: o es el mismo Belzebú, o el mismo Espíritu de Dios, y por esto no teme, pues que es una misma cosa con el Mesías. Más me inclino a esto que a lo otro. Pero para estar seguros sólo el Mesías puede juzgar. El comprenderá las palabras y descubrirá su origen". Los escribas que estaban allí presentes lo maltrataron, y dijeron que estaba poseído como la mujer y como Tú. Perdona que te lo diga... Los escribas no nos pierden de vista. Y hacen guardia a la mujer porque quieren saber si alguien le advierte de tu llegada, pues ella afirma que conoce tu rostro, tu voz, y que entre miles te reconocería. Ahora bien está comprobado que nunca ha salido de su población, ni de su casa, desde hace quince años, cuando murió su esposo en la noche anterior a las bodas. También está comprobado que nunca has ido ni pasado por ese lugar llamado Betlequi. Los escribas esperan tener esta última prueba para juzgarla como endemoniada. ¿Quieres ir inmediatamente?"
"No. Debo hablar a la gente. Sería muy estrepitoso el encuentro aquí. Ve a decir a Juan de Efeso y a los padres de la mujer, lo mismo que a los escribas, que los espero a todos al atardecer, en los bosques cercanos al río, en el sendero del vado. Vete."

JESÚS CURA A VARIOS ENFERMOS

Una vez ido Salomón, Jesús que ha hablado a todos, va a donde están los enfermos que piden a gritos su curación y los cura. Fueron una mujer anciana, anquilosada del reuma, un paralítico, un joven idiota, una niña que creo que es tísica y dos enfermos de los ojos.
La gente lanza sus gritos de alegría.
Pero no ha terminado la fila de los enfermos. Una madre se adelanta, desgarrada del dolor, sostenida por dos amigas o familiares, se arrodilla diciendo: "Mi hijo está muriendo. No puedo traerlo aquí... ¡Ten piedad de mí!"
"¿Puedes creer sin condición alguna?"
"¡Sí, Señor mío!"
"Entonces regresa a tu casa."
"¿A mi casa?...  ¿Sin Ti?... La mujer lo mira un momento con ansia, luego, comprende. Su adolorida cara se transforma. Grita: Voy, Señor. ¡Bendito Tú y el Altísimo que te ha mandado!" Y se va corriendo, más ligera que sus mismas compañeras...
Jesús se vuelve a uno de Jericó, ciudadano importante: "¿Es esa mujer hebrea?"
"No. Por lo menos no de nacimiento. Vino de Mileto. Se casó con uno de los nuestros y desde entonces vive en nuestra fe."
"Supo creer mejor que muchos hebreos" observa Jesús.

"ESCUCHAD, CIUDADANOS DE JERICÓ, LAS PARÁBOLAS DEL SEÑOR
 Y CADA UNO LAS MEDITE EN SU CORAZÓN Y SAQUE LO ÚTIL PARA
 NUTRIR SU ESPÍRITU.

Luego, subiendo a la grada alta de una casa, hace el gesto habitual, abre sus brazos, que significa que va a hablar y quiere que se guarde silencio. Una vez hecho el silencio, recoge los pliegues del manto, que se había abierto al abrir sus brazos, y los detiene con la mano izquierda, mientras que la derecha la baja como cuando alguien va a jurar. Dice: "Escuchad, ciudadanos de Jericó, las parábolas del Señor y cada uno las medite en su corazón y saque lo útil para nutrir su espíritu. Lo podéis hacer porque conocéis la palabra de Dios no desde ayer, ni desde la luna pasada, ni siquiera desde el invierno anterior. Antes de que fuese Yo el Maestro, Juan, mi Precursor, os había preparado para mi llegada, y después que vine, mis discípulos han preparado este terreno innumerables veces y han sembrado toda clase de simiente que les había dado. Por lo tanto podéis comprender las parábolas.

¿CON QUIÉN COMPARARÉ A LOS QUE, DESPUÉS DE HABER SIDO 
PECADORES, SE CONVIERTEN? 
CON LOS ENFERMOS QUE RECOBRAN LA SALUD. 

¿CON QUIÉN COMPARARÉ A LOS OTROS QUE PÚBLICAMENTE NO 
HAN PECADO...? LOS COMPARARÉ CON LAS PERSONAS SANAS.

¿Con quién compararé a los que, después de haber sido pecadores, se convierten? Con los enfermos que recobran la salud.
¿Con quién compararé a los otros que públicamente no han pecado, o que, más raros que las perlas negras, no han cometido jamás, ni siquiera en secreto, culpas graves? Los compararé con las personas sanas.
El mundo se compone de estas dos categorías. Bien sea en la del espíritu como en la de carne y sangre. Pero si las comparaciones son iguales, el modo con que el mundo se comporta al tratar a los enfermos curados en su cuerpo, es diverso del que usa con los pecadores convertidos, esto es, con los que estuvieron enfermos del espíritu y que han recobrado la salud.
Vemos que aún cuando un leproso, que es el enfermo que se le tiene aislado por ser contagiosa su enfermedad, obtiene la gracia de ser curado, después de que el sacerdote lo examinó y purificó, se le admite nuevamente a que viva con los demás, los de su población le hacen gran fiesta porque ha sido curado, ha resucitado a la vida, a la familia, a los negocios. ¡Qué gran fiesta hay entre los familiares, entre los de la ciudad cuando un leproso ha alcanzado la gracia de su curación! Familiares como ciudadanos compiten en llevarle esto o aquello, y si está solo y sin casa ni mueblario, le ofrecen lecho y lo necesario, diciendo: "Es un amado de Dios. Su dedo lo ha sanado. Honrémoslo pues, y honremos al que lo ha creado y vuelto a crear". Tiene razón en comportarse así. Y cuando por desgracia en alguien se ven las primeras señales de lepra, ¡con qué aflicción, parientes y amigos, lo colman de ternuras, mientras es posible hacerlo, como para darle en un momento el tesoro de sus afectos que le habrían dado en muchos años, para que se los lleve consigo al sepulcro de vivo"
¿Y por qué no se hace lo mismo con los otros enfermos? Un hombre empieza a pecar; lo ven familiares y sobre todo conciudadanos. ¿Por qué entonces no tratan con amor de arrancarlo del pecado? Una madre, un padre, una esposa, una hermana lo hacen. Pero es difícil que lo hagan los hermanos, y menos se puede esperar de los sobrinos paternos o maternos. Los conciudadanos no saben más que criticar, burlarse, mostrarse orgullosos, escandalizados, exagerar los pecados de ese tal, señalarlo con el dedo, tenerlo separado cual leproso los que son más justos, hacerse sus cómplices, para gozar a sus espaldas, los que no lo son. Pero rarísima vez hay una boca, y sobre todo un corazón, que vaya al infeliz con piedad y firmeza, con paciencia y amor sobrenatural, y se preocupe por detenerlo en la bajada al pecado.
¿Y cómo? ¿No acaso es más grave, verdaderamente más grave y mortal la enfermedad del espíritu? ¿No priva ella, y para siempre, del Reino de Dios? La primera forma de la caridad para con Dios y para con el prójimo, ¿no debe consistir en sanar a un pecador para bien de su alma y gloria de Dios?
Y cuando un pecador se convierte, ¿por qué obstinarse en seguirlo juzgando, por qué ese pesar de que haya vuelto a la salud espiritual? ¿Veis acaso que vuestros pronósticos de que se condenaría un conciudadano vuestro, han salido fallidos? Al revés, deberíais sentiros felices, porque el que hace fallar vuestro pronósticos es el Dios misericordioso, que os da una medida de su bondad para que creáis también que se os perdonan vuestras culpas más o menos graves.
¿Por qué se debe persistir en ver sucio, despreciable, digno de separación a quien Dios y su buena voluntad han limpiado, hecho admirable, digno de la estima de sus hermanos.?
¡Cuánto os alegráis si un buey, un asno o un camello vuestro, o la oveja de la grey o el palomo preferido se curan! ¡Cuánto os alegráis de que aun un extranjero, cuyo nombre apenas conocéis y de quien apenas habéis oído hablar, vuelva curado! ¿Por qué entonces no os llenáis de júbilo por estas curaciones del espíritu, por estas victorias de Dios? El cielo se llena de gozo cuando un pecador se convierte. El cielo, esto es, Dios, los ángeles purísimos, que no saben lo que es pecar. Y vosotros, vosotros humanos, ¿queréis ser más intransigentes que Dios?

"HACED QUE VUESTRO CORAZÓN SEA JUSTO Y RECONOCED AL SEÑOR 
NO SÓLO COMO PRESENTE ENTRE LAS NUBES DE INCIENSO Y CANTOS
 DEL TEMPLO SINO TAMBIÉN EN EL PRODIGIO DE ESTOS ESPÍRITUS
 RESUCITADOS, DE ESTOS ALTARES NUEVAMENTE CONSAGRADOS,
 SOBRE LOS QUE BAJA EL AMOR DE DIOS CON SU FUEGO
 PARA ENCENDER AL SACRIFICIO."

Haced que vuestro corazón sea justo y reconoced al Señor no sólo como presente entre las nubes de incienso y cantos del Templo, el lugar donde solamente está la santidad del Señor, a donde sólo puede entrar el Sumo Sacerdote, lugar que debería ser santo como su nombre lo indica, sino también en el prodigio de estos espíritus resucitados, de estos altares nuevamente consagrados, sobre los que baja el amor de Dios con su fuego para encender al sacrificio."
La mujer de antes interrumpe con gritos de bendición a Jesús y quiere adorarlo. Él la escucha, la bendice y le dice que regrese a su casa.
Continúa hablando:
"Si el que en un tiempo fue pecador, y os dio motivo de escándalo, os da ahora motivos de edificación, no queráis escarnecerlo, sino imitarlo, porque nadie es tan perfecto que no pueda aprender algo más. El bien que se hace es siempre una lección que debe escucharse, aun cuando quien la dé en un tiempo haya sido malo. Imitad. Ayudad. Si obráis de este modo, glorificaréis al Señor y habréis demostrado haber comprendido a su Verbo. No queráis ser como a los que criticáis en vuestros corazones, cuyas acciones no corresponden a sus palabras. Haced que cada acción vuestra sea la corona de cada palabra buena que pronunciéis. Y el Eterno os mirará y os escuchará con benevolencia.

PARÁBOLA SOBRES LAS COSAS QUE TIENEN VALOR 
ANTE LOS OJOS DE DIOS

DEL FARISEO Y PUBLICANO

Oíd la siguiente parábola para que comprendáis cuáles son las cosas que tienen valor ante los ojos de Dios. Os enseñará a corregir un pensamiento torcido que hay en muchos corazones. La inmensa mayoría de los hombres se juzgan a sí mismos, y como entre mil hay uno solo que sea realmente humilde, sucede que el hombre cree que es perfecto sólo él, mientras que en su prójimo ve miles de pecados.
Un día dos hombres que habían ido a Jerusalén por negocios, subieron al Templo, como cada buen israelita lo hace y conviene que lo haga cuando pone su pie en la ciudad santa. Uno era fariseo, el otro publicano. El primero había ido a percibir la renta de algunos negocios y hacer cuentas con sus arrendatarios que vivían en las cercanías de la ciudad. El otro para pagar los impuestos percibidos y para interceder por una viuda que no podía pagar la tasa de su barca y redes, porque la pesca, que hacía su hijo mayor, apenas si le alcanzaba para dar de comer a la familia.
Antes de subir al Templo el fariseo había pasado por al casa de uno de los arrendatarios de sus negocios, y echando una ojeada en la tienda, la vio llena de mercancías y de compradores. Lleno de contento llamó al arrendatario y le dijo: "Veo que tus negocios van bien".
"Sí, con el favor de Dios. Estoy contento de mi trabajo. He podido aumentar las mercancías y espero seguirán aumentando. He mejorado el lugar, y el año que viene no tendré que hacer los gastos para bancos y alacenas. Tendré, pues, una ganancia".
"¡Bien, bien! ¡Estoy contento! ¿Cuánto me estás pagando por este lugar?"
"Cien didracmas al mes. Es caro pero el lugar es bueno..."
"Lo has dicho. Por lo tanto te doblo la renta".
"¡Pero, Señor," -exclamó el negociante- "de este modo no me permites ninguna ganancia!"
"Es justo. ¿Debo acaso hacerte rico con lo mío? ¿En mi local? pronto. O me das dos mil cuatrocientas didracmas, y ahora mismo, o te echo afuera y me quedo con la mercancía. El local es mío y puedo disponer de él a mi antojo".
Igual cosa hizo con el segundo, con el tercero de sus arrendatarios, doblándoles la renta y haciéndose sordo a sus súplicas. Y como el tercero, que tenía muchos hijos, se opuso, llamó a las guardias e hizo poner sellos de secuestro, echando afuera al infeliz.
Después en su palacio examinó los registros de los arrendatarios y encontró motivos de castigarlos por flojos. Les secuestró parte de sus haberes que les tocaba por derecho. Uno de ellos tenía un hijo gravemente enfermo, y por los gastos hechos, había vendido una parte del aceite para pagar las medicinas. No tenía nada que dar al odioso patrón.
"Ten piedad de mí, amo. Mi pobre hijo está por morir y luego trabajaré como pueda para reembolsarte lo que te pareciere justo. Pero ahora como tú lo ves, no puedo".
"¿Que no puedes? Te voy a demostrar que puedes". Fue con el pobre arrendatario al molino de aceitunas y le quitó lo que le quedaba de aceite, que el pobre hombre se había reservado para que de él comiese su familia y se alumbrasen en la noche.
El publicano por su parte había ido a sus superiores y entregado los impuestos. Le dijeron: "Aquí faltan trescientos setenta ases (moneda romana de bronce). ¿Qué pasó?"
"Te lo voy a decir. En la ciudad hay una viuda con siete hijos. El primero es el único que está en edad para trabajar. Pero no puede ir lejos de la orilla porque no tiene todavía muchas fuerzas en sus brazos para remar y para la vela, y no puede pagar a un trabajador que le ayude. Cerca de la ribera pesca poco y el pescado apenas si basta para matar el hambre de ocho infelices. No tuve corazón de exigirle la tasa".
"Comprendido. Pero la ley es ley. ¡Hay si supiesen que ella tiene piedad! Todos encontrarían razones para no pagar. Que el jovencillo cambie de oficio y que venda la barca, ni no pueden pagar".
"Es lo único que les puede dar pan... es un recuerdo de su padre".
"Comprendido. Pero no se puede transigir".
"Está bien. Yo no puedo quitar a ocho personas su pan. Yo te pago los trescientos setenta ases".
Terminados sus negocios, los dos subieron a Templo y pasando cerca del gazofilacio, el fariseo sacó una pesada bolsa de su seno y la volteó hasta que cayó el último centésimo. En la bolsa iba el dinero que había tomado de los negociantes, del aceite que había quitado al arrendatario. El publicano por su parte echó un puño de centavos después de haber tomado lo que era necesario para regresar a su casa. Ambos dieron lo que tenían. Aparentemente el más generoso fue el fariseo porque dio hasta el último de sus centavos. Pero hay que pensar que en su palacio tenía más dinero y que tenía créditos con los ricos cambistas.
Fueron ante el Señor. El fariseo se puso delante, junto a los límites del patio de los hebreos, hacia el Santo. El publicano atrás, en el fondo, casi debajo de la bóveda que da al patio de las mujeres, encorvado, avergonzado ante el pensamiento de su miseria al comparecer ante la Perfección divina. Ambos se pusieron a orar.
El fariseo, bien derecho, casi con aire insolente, como si fuese el patrón del lugar, como si se dignase hacer una visita, dijo: "Mira que he venido a venerarte en la casa que es nuestra gloria. He venido aun cuando sepa que estás en mí, porque soy justo. Estoy convencido de ello. Pero aun cuando sepa que sólo por mis méritos lo soy, te doy las gracias, como es razonable, por lo que soy. No soy bandido, ni injusto, ni adúltero, ni pecador como ese publicano que junto conmigo echó un puñadillo de céntimos en el tesoro. Yo, Tú lo viste, te di todo lo que traía conmigo. Ese asqueroso, hizo dos partes, y a ti te dio la más pequeña. La otra seguramente que se la guardó para francachelas y mujeres. Pero yo soy puro. No me contamino. Soy puro y justo. Ayuno dos veces a la semana, pago los diezmos de todo lo que tengo. Sí, soy puro, justo y bendito, porque soy santo. Recuérdalo, Señor". 
El publicano, desde su lejano rincón, sin atreverse a levantar sus ojos hacia las ricas puertas del hecol (palabra hebrea que significa Templo), golpeándose el pecho oró de este modo: "Señor, no soy digno de estar en este lugar. Pero Tú eres justo y santo, y me lo permites una vez más porque sabes que el hombre es pecador y que si no se acerca a Ti, se hace un demonio. ¡Oh, Señor mío, quisiera honrarte noche y día, pero por muchas horas tengo que ser esclavo de mi trabajo! Trabajo duro que me abate porque causa dolor a mi prójimo que es más infeliz. No tengo más que obedecer a mis superiores, porque así me gano el pan. Concédeme, Dios mío, que sepa yo adaptar mis deberes para con mis superiores a la caridad para con mis pobres hermanos, para que en mi trabajo no encuentre mi condenación. Cualquier trabajo es santo, si se hace con caridad. Procura tener siempre tu caridad ante mi corazón para que yo, miserable cual lo soy, sepa compadecer a los inferiores a mí, como Tú me compadeces a mí, que soy un gran pecador. Hubiera querido honrarte con más, Señor. Tú lo sabes. Pero pensé que tomar del dinero destinado al Templo para ayudar a ocho corazones infelices era mejor que echarle en el gazofilacio y no hacer llorar a ocho seres desgraciados. Si me equivoqué, házmelo comprender, Señor, y te daré hasta el último centésimo y regresaré a mi tierra a pie, pidiendo de limosna el pan. Hazme comprender tu justicia. Ten piedad de mí, ¡oh Señor!, porque soy un gran pecador".
Esta es la parábola. En verdad, en verdad os digo que el fariseo salió del Templo con un nuevo pecado, añadido a los que tenía antes de subir al Moria; el publicano salió de allá justificado, y la bendición de Dios lo acompañó a su casa y en ella quedó porque había sido humilde y misericordioso. Sus acciones habían sido más santas que sus palabras. Mas el fariseo sólo con las palabras y en apariencia era bueno, mientras que en su corazón era un satanás y hacia cosas satánicas por la soberbia y dureza de su corazón. Por eso Dios lo odiaba.
Quien se alaba, siempre, antes o después, será humillado. Si no acá, en la otra vida. Quien se humilla será alabado, sobre todo allá arriba en el cielo, donde se valúan en lo que son las acciones de los hombres.
Ven, Zaqueo. Venid vosotros, también vosotros sus compañeros. Vosotros, apóstoles míos. Os hablaré otra vez, pero en privado."
Y echándose encima el manto vuelve a la casa de Zaqueo.
IX. 588-596
A. M. D. G.et BVM

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