SANTA ÁGUEDA,
VIRGEN Y MÁRTIR
Día 5 de febrero
P. Juan Croisset, S.J.
Santa Águeda, la primera de las cuatro principales
vírgenes y mártires del
Occidente, tan celebradas
en la universal Iglesia,
nació en Sicilia, hacia el año
del Señor de 230. Hay
noble competencia entre las dos
famosas ciudades de
Catania y Palermo sobre cuál de las
dos tuvo la gloria de
haber sido cuna y patria de nuestra
Santa; pero lo qué está
fuera de toda duda es que en
tiempo de la persecución
vivía Águeda en Palermo, y que
padeció martirio en
Catania. Era su casa una de las más
nobles de Sicilia, y,
como sus ilustres padres profesaban
la religión cristiana,
criaron á la niña en toda piedad,
desvelándose en darla
una educación correspondiente á
su noble nacimiento.
Desde luego descubrió
Águeda un entendimiento
vivo y despejado; era
rica, era hermosa, tanto, que
pasaba por la mayor
hermosura de su tiempo; pero lo
que la hacía más
sobresaliente era su singularísima
virtud. Descolló tanto
en ella desde sus más tiernos años,
que desde luego hizo
voto de no tener otro esposo que
Jesucristo,
consagrándole su virginidad, siendo ya desde
su infancia el ejemplo y
la admiración de todas las
doncellas.
No pudo ver sin mucha
irritación tanta virtud el
enemigo común de nuestra
salvación. Excitó furiosas
tempestades, para que
naufragase en ellas su voto y su
constancia.
Declaráronse pretendientes de su mano
cuantos caballeros
nobles tuvieron noticia de su
hermosura y de sus
prendas; mil veces la combatieron,
pero nunca la
expugnaron; contando las victorias por las
batallas, y las palmas
por los choques.
Hallábase Águeda en Catania cuando Quinciano,
gobernador de Sicilia,
oyó hablar del extraordinario
mérito y de las raras
prendas que adornaban á la tierna
sierva de Jesucristo.
Quiso verla, y por la relación que le
hicieron, así de sus
grandes riquezas como de su singular
hermosura, se resolvió
desde luego á pretenderla por
esposa, y al punto envió
por ella.
Cuando Águeda tuvo
noticia de la orden del
gobernador, no dudó que
el Señor había aceptado el
sacrificio que le había
hecho de su vida, y creyó
firmemente que ya se
había llegado el tiempo de
cumplirle. Encerróse en
su cuarto; y llena de gozo con la
esperanza de juntar la
corona de mártir á la de virgen,
hizo al Señor esta
oración fervorosa: Señor mio Jesucristo,
mi Dios
y mi divino
Esposo, bien conocidos
tenéis mis
pensamientos; patente os
está de par en par mi corazón:
Vos solo sois su único
Dueño, y Vos lo seréis eternamente:
ni sufriré jamás que
ninguno entre á dividir con Vos el
imperio. Esposa vuestra
soy, libradme de este tirano;
oveja vuestra soy,
defendedme de este lobo. Ea, Señor,
concededme la gracia de
que sea sacrificada como
humilde víctima, que
está consagrada á Vos desde que la
razón y la libertad me
permitieron la dicha de haceros
este obsequio. La hora
del sacrificio se acerca;
franquéense, Señor,
vuestros oídos á la piedad ardiente
de mis amorosos
votos.
Acabada la oración, se levantó
animosa, y
tomó el camino
de Catania. En todo él no se
ocupó su pensamiento
sino en considerar qué dicha tan
grande era la de
derramar la sangre por amor de
Jesucristo; el viaje era
una oración continua, y alentado
el corazón con nueva
confianza, así caminaba á la
muerte, como pudiera
caminar á un triunfo.
Acababa de publicar
el emperador Decio edictos
severos y terribles
contra los cristianos. Pareció á
Quinciano que ésta era
bella coyuntura para el logro de
sus intentos, obligando
á la Santa á condescender con
ellos, ó á renunciar á
la religión cristiana. Viola, y quedó
tan ciegamente prendado
de su belleza, que, no teniendo
valor para hablarla
como juez, se contentó con
entregarla á una maldita
vieja, llamada Afrodisia, cuya
profesión era engañar á
las doncellas, siendo su casa
escuela de disolución y
teatro de lascivia.
No podía el tirano
condenar á nuestra Santa á
suplicio más cruel, ni
que la causase más horror, ni es
posible declarar cuánto
tuvo que padecer la purísima
doncella de
solicitaciones importunas, de
tratamientos
durísimos, de
menosprecios y de ultrajes por espacio de
un mes que estuvo en
aquella infame casa. No hacía más
que derramar su corazón
en la presencia de Dios, por los
ojos en un precioso
llanto, y por la boca suspiros y
oraciones, suplicándole
no la desamparase en tempestad
tan deshecha.
Dióse por
vencida la porfiada solicitud de
Afrodisia, y, pasando al
palacio de Quinciano, le dio el
último desengaño,
declarándole que antes ablandaría la
obstinación de un
diamante, que lograr hacer mella en el
corazón de Águeda;
porque, señor, concluyó la perversa
vieja, esta doncella es cristiana; y, siéndolo, ¿qué
esperanza pude haber
de pervertirla?
Al oír estas palabras
mudó de afectos el pecho del
gobernador, y
apoderándose la saña, el coraje y el furor
del lugar que antes
ocupaba el amor ciego, juró por los
dioses inmortales que
había de hacerla padecer los más
terribles tormentos.
Mandóla comparecer delante de sí,
y, arrojando centellas
por los ojos, la preguntó cómo se
llamaba y de qué familia
era.
Mi nombre es Águeda,
respondió la Santa, y mi
familia la conoces tú muy bien;
conque no puedes ignorar
quién sea yo. Pues ¿cómo,
replicó Quinciano, habiendo nacido libre y de casa tan
ilustre, te has querido
adocenar con la miserable
condición de los
esclavos? Si el ser sierva de Jesucristo es
ser esclava, respondió la santa doncella, desde luego
hago gloriosa vanidad de
esta noble esclavitud; porque
no conozco ni mayor ni
aun verdadera nobleza sino la de
servir á éste
Señor.
Instóla el gobernador para que
sacrificase á los dioses
del imperio, amenazándola que,
si no lo hacia
espontáneamente, sabría obligarla con el
rigor de los
tormentos. Tú quieres, dijo la Santa,
que yo
sacrifique á los dioses
del imperio; pero ¿no me dirás qué
dioses son ésos? Un
pedazo de madera, ó un trozo de
mármol que pulió el
artífice en estatuas; un Júpiter que,
según vuestras mismas
historias, no hizo más proezas que
escandalizar al mundo
con sus maldades; una Venus que
te avergonzarías tú de
tener una mujer que se pareciese
á ella.
Irritado Quinciano con
una respuesta tan discreta
como animosa, mandó á
los verdugos que descargasen
en aquel hermosísimo
rostro crueles bofetadas; y no
atreviéndose por
entonces á pasar adelante con el
interrogatorio, ordenó
la encerrasen en una obscura
prisión, con esperanza
de obligarla á que renunciase la
fe, ó con resolución de
exponerla á los más horribles
tormentos.
Al día siguiente la hizo
comparecer segunda vez
ante su tribunal, y,
disimulando el furor con la ternura, la
preguntó con cariño
artificioso si había pensado
seriamente en mirar por
sí y en salvar su vida. Y como
que he pensado, respondió la Santa.—Pues, hija mía,
renuncia luego á
Jesucristo, replicó el tirano.—¿Qué
llamas renunciar á
Jesucristo?, respondió intrépidamente
la santa doncella: por lo mismo que he pensado con la
mayor seriedad en salvar
mi vida, no puedo renunciar á
Jesucristo, porque ese
Señor es mi vida. Ese es mi salud,
Ese es mi único dueño.
Quinciano, no pienses que tus
amenazas ni tus
tormentos han de hacerme titubear. No
se abalanza con mayor
ansia á una fuente de agua
cristalina él sediento
ciervo abrasado del calor y de la
sed, que la que yo tengo
de dar la vida por aquel dulce
Salvador que me redimió
hasta derramar la última gota
de su sangre. Afila el
acero, enciende el fuego: nada
bastará á separarme de
aquel dulcísimo Dueño á quien
amo más que á mí misma.
Quinciano, en una palabra, tú
podrás quitarme la vida,
pero no pondrás arrancarme la
fe.
Puede concebirse, pero
no puede explicarse, cuánto
se enfureció el tirano
al oír una resolución tan generosa.
Mandó que al instante la
extendiesen en el ecúleo, que
moliesen aquel delicado
cuerpo, que quebrantasen
aquellos virginales
huesos con bastones anudados, que
rasgasen aquellas
purísimas carnes con garfios, con uñas
aceradas, y que
abrasasen aquellos tiernos costados con
planchas de metal
encendidas. Tantos, tan crueles y tan
repetidos tormentos,
que, atropellándose unos á otros,
estremecían y llenaban
de horror á los circunstantes, y
aun á los gentiles
mismos, los padecía nuestra Santa, no
sólo con heroica
constancia, sino con indecible alegría.
Crecía la saña de
Quinciano al paso que iba
subiendo de punto el
invicto sufrimiento de nuestra
Águeda; y no contento
con la inaudita crueldad de
hacerla atenazar sus
virginales pechos, llegó á la
barbarie de mandárselos
cortar. No cedió la santa
doncella á un dolor tan
vergonzoso como cruel, y sólo se
contentó con zaherirle
modestamente por aquella
especie de horrible
inhumanidad, protestándole que no
por eso haría mella en
su firmeza.
Hallóse tan
avergonzado Quinciano de
verse vencido por aquella
doncellita tierna, que
segunda vez la mandó encerrar en
la cárcel, con orden de
que la dejasen morir allí de sus
heridas.
Apenas entró Águeda en
el calabozo, cuando una
celestial luz desterró
su oscuridad, bañándole de
resplandor. Dejóse ver
en medio de ella el glorioso
apóstol San Pedro, que
la curó milagrosamente. Llegó á
noticia de Quinciano, y
la mandó comparecer tercera vez
ante su tribunal; pero,
sin darse por entendido de la
milagrosa curación, que
los gentiles atribuían siempre á
efecto de
hechicería, Es menester, la dijo,
resolverte
desde este mismo punto á
sacrificar á nuestros dioses, ó
prevenirte para padecer
tormentos más crueles que
todos los pasados. —
Como ni en el Cielo ni en
la Tierra,
replicó la Santa,
reconozco más Dios que el que yo sirvo,
nunca me resolveré á
doblar á otro la rodilla. Al oír estas
palabras, revestido de
nuevo furor el tirano, mandó que
desnuda la arrastrasen
primero por ascuas encendidas, y
después por puntas y
cascos de vasijas hechas pedazos.
Sirvió el nuevo tormento
de materia á nuevo triunfo.
Apenas se dio principio
á la ejecución, cuando se
estremeció la ciudad con
un espantoso terremoto;
hundiéronse muchos
edificios, se vino abajo una pared
que sepultó entre sus
ruinas á Silvano, consejero, y á
Falcón, amigo de
Quinciano, principales autores de su
crueldad y atizadores
ambos de su ira. Alborotóse el
pueblo, y el gobernador
se vio precisado á asegurar su
vida con la fuga. Fue
Águeda restituida á la cárcel, y
apenas entró en ella,
cuando hizo al Señor la oración
siguiente:
Dios poderoso, Dios Eterno, que
por puro efecto de
tu misericordia infinita quisiste tomar bajo tu especial
amorosa protección á esta tu humilde sierva desde que
se hallaba en los primeros arrullos de la cuna,
preservándola del contagioso amor del mundo, para que
mi corazón ardiese únicamente en el purísimo incendio
de tu amor; Salvador mió, Jesucristo, que has querido
conservarme en medio de tantos tormentos para mayor
gloria de tu Nombre, y para confusión vergonzosa del
poder de las tinieblas, dígnate de recibir mi alma en la
eterna feliz estancia de los
bienaventurados; ésta es la
última gracia que pido, y que firmemente espero de tu
infinita bondad. Al decir esto expiró. Sucedió su preciosa
muerte el día 5 de
Febrero de 251. Al punto se
apoderaron del virginal
victorioso cuerpo los cristianos, y
le dieron sepultura en
la ciudad de Catania, con toda la
veneración que
correspondía á tan ilustre martirio.
La Misa es en honra de Santa Águeda, y la
oración es la siguiente:
¡Oh Dios, que entre las
otras maravillas de tu poder
supiste dar fuerzas aun
al sexo más frágil, para que
pudiese conseguir la
victoria del martirio! Concédenos la
gracia de que,
celebrando la memoría de tu virgen y
mártir Santa Águeda,
podamos caminar á Ti por la
imitación de sus
ejemplos. Por nuestro Señor Jesucristo,
etc.
La Epístola es del cap. 1 de la primera que
escribió San Pablo á los corintios.
Hermanos: Considerad
vuestra vocación, porque no
la hicieron muchos
sabios según la carne, no muchos
poderosos, no muchos
nobles: antes bien, Dios eligió las
cosas estultas del mundo
para confundir á los sabios; y
las cosas débiles del
mundo eligió Dios para confundir las
fuertes; y las cosas
bastas del mundo y despreciables
eligió Dios, y aquellas
que no son, para destruir las que
son, á fin de que ningún
viviente se gloríe en presencia
suya. Vosotros, empero,
sois de él en Cristo Jesús, el cual
ha sido hecho por Dios
sabiduría para nosotros, y justicia,
y santificación y
redención: por lo cual, según lo que está
escrito, el que se gloría,
gloríese en el Señor.
REFLEXIONES
Mirad bien cuál es
vuestra vocación. Hacemos muy
poca reflexión, ó, á lo
menos, no consideramos tanto
como debiéramos el
beneficio de nuestra vocación al
Cristianismo. Pudimos
nacer (¿quién lo duda?) de padres
herejes ó gentiles; y
¿no fue una singularísima gracia del
Señor que naciésemos
dentro del seno de la Santa
Iglesia? ¡Oh qué gran
dicha el haber sido reengendrado
en las saludables aguas
del bautismo! ¡ Oh qué favor ser
parte de aquel
pequeñuelo rebaño que reconoce por
Pastor á Jesucristo!
Nada hizo el acaso; todo fue obra de
la Providencia. ¿Hemos
comprendido bien el valor de este
gran beneficio? No hay
salvación fuera del gremio de la
Santa Iglesia; hijos
somos de esta Madre; enorme
ingratitud será no
apreciar como debemos un beneficio
tan estimable; será
indigna torpeza incurrir en falta de
reconocimiento. Sin
verdadera virtud, no hay mérito
verdadero. La religión,
la verdadera piedad, el fiel siervo
de Dios, hacen
respetables los hombres aun á los mismos
espíritus angélicos. No
hay mejor entendimiento, ni aun
bueno, que el que hace
un juicio sano de las cosas; no
hay otra prudencia que
la prudencia cristiana. Todo
aquel que se burla, que
hace chacota, que desprecíalas
verdades de la religión,
es despreciable. Digno es de
compasión el que en
medio de los mayores peligros se
divierte sin conocerlos.
Todo esto hace el que vive sin
reflexión y sin freno.
Jesucristo es nuestra verdadera,
nuestra única sabiduría.
Todo lo que no se conforma con
su doctrina, todo lo que
se opone á sus máximas, es error,
es necedad. Toda nuestra
gloria la debemos colocar en
servirle; toda nuestra
sabiduría debe consistir
únicamente en
obedecerle.
El Evangelio es del cap. 19 de San Mateo.
En aquel tiempo:
Buscaron los fariseos á Jesús para
tentarle, y le dijeron:
¿Es lícito al hombre repudiar por
cualquier motivo á su
mujer? El cual respondiendo, les
dijo: ¿No habéis leído
vosotros cómo Aquel que crió al
hombre desde el
principió, lo hizo macho y hembra?, y
dijo: Por esto dejará el
hombre al padre y á la madre, y
se unirá con su mujer, y
los dos serán una misma carne. Y
así, ya no son dos
carnes, sino una. Por
tanto,
lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.
Pues ¿por qué, dijeron ellos,
ordenó Moisés el dar
libelo de repudio y
separarse? Respondióles:
Por la dureza de vuestro
corazón os permitió
Moisés repudiar vuestras mujeres;
pero no fue así al
principio. Sin embargo, yo os digo, que
cualquiera que repudie
su mujer, sino por causa de
adulterio, y tome otra,
adultera; y cualquiera que tome á
la repudiada, comete
adulterio. Dijéronle sus discípulos:
Si es tal la condición
del hombre en orden á la mujer, no
tiene cuenta casarse. Y
él los dijo: No todos entienden
esta doctrina, sino
aquellos á quienes es concedido.
Porque hay eunucos que
nacieron tales del vientre de su
madre; hay eunucos que
han sido hechos tales por los
hombres; y los hay que
se hicieron eunucos á sí mismos
por amor del Reino de
los Cíelos. El que puede entender,
entienda.
MEDITACIÓN
De las verdades de nuestra religión.
PUNTO PRIMERO.—Considera que las verdades de la
religión son eternas,
permanentes, invariables; que ni las
sutilezas del ingenio
pueden disminuir, ni el estrago de
las costumbres ni la
variedad de los tiempos pueden
alterar. Ellas son
únicamente las que, hablando en todo
rigor, se deben llamar
verdades.
Discurran los hombres
como se les antoje;
sofistiquen los mundanos
y los disolutos todo cuanto
quieran; póngase de su
parte el amor propio con todas
sus sutilezas y
trampantojos; reclame contra ellas el
corazón humano, y
amotínense contra ellas los sentidos,
siempre será verdad que
no estamos en este mundo para
otra cosa que para
servir á Dios, para amarle y para
complacerle; que nuestro
único negocio es el de la
salvación; que el camino
del Infierno es ancho y muchos
van por él; que la senda
del Cielo es estrecha; que el
mundo es enemigo de
Cristo, y que no hay cosa más
perniciosa que seguir
las máximas del mundo. Siempre
será verdad que una vida
regalona y deliciosa no puede
ser cristiana; que
ninguno puede ser discípulo de Cristo
no teniendo una vida
crucificada; que el carácter del
cristiano es la caridad,
la humildad, la mortificación, las
costumbres arregladas;
que el pecado es el mayor de
todos los males , y,
hablando propiamente, es el único
mal; que las
adversidades y las cruces son tesoros para
quien sabe aprovecharse
de ellas; que toda nuestra
felicidad consiste en
estar en gracia de Dios, y la mayor
de las desdichas en
morir en su desgracia; que hay un
Infierno, en que todo el
poder de Dios se emplea en
encender un fuego eterno
para castigar eternamente á
los pecadores; y que
para ir al Cielo no hay otro camino
que el de la inocencia ó
el de la penitencia.
Siempre será verdad que,
ni los que cometen
injusticias, ni los
deshonestos, ni los fornicarios, ni los
adúlteros, ni los que se
entregan al torpe vicio de la
molicie (pecado de
onanismo o los pecados de impureza
solitarios) ó á otros
infames pecados, ni los que retienen
el bien ajeno, ni los
avarientos, ni los dados á la
embriaguez, ni los
murmuradores, ni los que no perdonan
de corazón las injurias,
ni los que viven de rapiña, ni los
idólatras, ni los
herejes, ni los que están fuera del gremio
de la Santa Iglesia
Católica Apostólica Romana, ó no se
rinden con humildad á
sus definiciones, siempre será
verdad que éstos no
poseerán el Reino de los Cielos. Esta
es la doctrina de
nuestra religión; éstas las verdades
eternas que la Iglesia
aprendió del mismo Jesucristo;
esto es lo que creemos;
ésta es la ley que profesamos;
éstos son los principios
por donde se gobernaron los
santos, y éste será el
libro por donde todos hemos de ser
juzgados. Vivamos como
quisiéremos, sea el que fuere
nuestro estado, nuestra
condición ó nuestra clase, por
esta regla se ha de
gobernar nuestra vida, y ésta debe
ser la pauta de toda
nuestra conducta.
¡Oh mi Dios, y en qué
insondable abismo de
reflexiones no me introducen estas verdades! Y ¡qué
manantial inagotable de arrepentimientos y de justos
sobresaltos no brota de estas mismas reflexiones !
PUNTO SEGUNDO.—Considera si te servirán algún día
de consuelo estas
grandes é importantes verdades, ó si,
por el contrario, no te
llenarán de desesperación,
sirviendo de motivo al
decreto decisivo de tu condenación
eterna, y á la
sentencia más terrible de todas las
sentencias.
¿Has arreglado hasta
aquí tu vida á este
indispensable modelo?
¿Han sido estas divinas verdades
la regla de tus
costumbres? Esta filosofía moral de
Jesucristo ¿ha sido
también la tuya? ¿Podrás decir con
verdad: Desde mis más
tiernos años he observado
fielmente todas estas
cosas, he caminado
por este
camino, he guardado
estos mandamientos, no me he
gobernado por otras
máximas? Penetrado mi corazón de
estas grandes verdades,
¿siempre amé á mi Dios con
fidelidad, siempre lo
serví con resolución, en nada he
pensado sino en
salvarme, nunca he perdido de vista á mi
único fin, he conservado
la inocencia bautismal toda la
vida?
Y si he tenido la desgracia
de perder esta inocencia
por el pecado, ¿me he
dedicado después á hacer mucha
penitencia? ¿He sido tan
enemigo del mundo y de sus
máximas, que me hayan
causado horror sus vanidades?
¿Nos da buen testimonio
de esto nuestra conciencia? ¿Es
el Evangelio la regla de
nuestras costumbres? ¿Es nuestra
vida semejante á la
vida de los santos? ¿Somos
verdaderos discípulos de
Cristo? Y ¿no prueban
demasiadamente lo
contrario nuestros deseos, nuestras
palabras y nuestros
pensamientos?
Dudar de los dogmas de
nuestra religión es
infidelidad. ¿Seremos
más fieles si dudamos de su
doctrina? Los Artículos
deben ser la regla del
entendimiento; los Mandamientos,
de la voluntad;
aquéllos nos enseñan lo
que debemos creer, éstos lo que
debemos obrar. Son las
obras como el alma de la fe; y
por eso la fe sin obras
es una fe muerta. El cristiano que
no vive arreglado á las
verdades que cree y que profesa,
no es más que fantasma
de cristiano.
¡ Oh mi Dios! Y á vista
de esto, la grande seguridad
con que se vive ¿puede
nacer de otro principio quede un
funesto letargo? Todos
creemos estas verdades tan
grandes, tan
importantes, mas no por eso somos mejores.
Pero ¿quién nos hace
vivir tan seguros? ¿Qué violencia es
menester hacerse para
salvarse? ¿Qué victoria de las
pasiones? ¿Qué
mortificación de por vida? ¿Qué pureza,
qué rectitud, qué
humildad? Por estas señas se conocen
los escogidos; estos
rasgos caracterizan los justos. Si á
nosotros se nos pintara
por ellos, ¿saldría el retrato
parecido al original? El
que no ve, ¿juzgará que está
viendo una viva copia de
las verdades del Evangelio?
¡Ah mi Dios, y cuánto
tengo de que acusarme! Todo
lo puedo, todo lo debo
temer, á vista de las verdades
prácticas de mi
religión. Ellas forman mi proceso; pero,
dulce Jesús mío, apelo
al tribunal de vuestra
misericordia; y, pues me
habéis hecho la gracia de
abrirme los ojos para
conocer mis descaminos, espero no
me negaréis la de darme
tiempo para repararlos, y para
que de hoy en adelante
arregle mi vida á las verdades
que creo.
JACULATORIAS
Bienaventurados,
Señor, los que, instruidos de
vuestra santa ley,
la practican y os buscan de todo su
corazón.—Ps. 118.
Dirigid, Señor, mis
pasos por la senda de vuestros
Mandamientos, y no
permitáis que me deje dominar de
algún pecado.—Ibid.
PROPÓSITOS
1. Ten
presente que los Mandamientos de la ley de
Dios son tan de fe como los Artículos. El mismo Señor que
nos enseñó los unos nos enseñó los otros; y tan de fe es
que para salvarnos es menester vivir según el Evangelio,
como lo es que Jesucristo es
nuestro Salvador. Pues
dedica hoy algún espacio de tiempo para examinar
seriamente, y sin lisonjearte, si has vivido hasta aquí
según el Evangelio. No te contentes con una ojeada
superficial; indaga bien la virtud que te falta; pero no
basta hacer este descubrimiento. Hallas que, en
realidad, estás destituido de todas las virtudes; pues no
te pares aquí, ni te desalientes: escoge dos ó tres
virtudes de aquellas que te parecieren más necesarias, y,
con el mayor fervor y confianza, pide al Señor te dé
gracia para practicarlas; resuélvete generosamente á
comenzar desde luego su ejercicio, proponiendo repetir
sus actos en cuantas ocasiones se ofrecieren.
2. No te
olvides de lo que dice el apóstol Santiago:
el que guarda toda la ley, quebrantando un solo
mandamiento de ella, es como si todos los quebrantara, y
se hace responsable de todos. Es decir, que tanto se
menosprecia la autoridad del
legislador con la
trasgresión de un solo precepto, como con la de todos. La
razón es, añade el Apóstol, porque el mismo que te dijo:
no serás adúltero, el mismo dijo también: no matarás, no
desearás la mujer ajena, no serás codicioso ni avariento,
etc. En virtud de esto, guárdate bien de vivir muy
tranquilo porque poseas ciertas virtudes, de que te
lisonjeas vanamente, cuando
quizá son más
temperamento que virtud; sin darte mucha pena por
adquirir otras, de que ciertamente careces.
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AVE MARIA!
AMDG