J. M. J.
BIOGRAFÍA DEL ARZOBISPO ANTONIO MARÍA CLARET
A D V E R T E N C I A
1. Habiéndome pedido el señor D. José Xifré, Superior de los Misioneros de los Hijos
del Corazón de María, diferentes veces de palabra y por escrito una biografía de mi
insignificante persona, siempre me he excusado, y aun ahora no me habría resuelto a no
habérmelo mandado. Así únicamente por obediencia lo hago, y por obediencia revelaré
cosas que más quisiera que se ignorasen; con todo, sea para la mayor gloria de Dios y de
María Santísima, mi dulce Madre, y confusión de este miserable pecador.
Dividiré esta biografía en tres partes
2. La primera parte comprenderá lo que principalmente ocurrió desde mi nacimiento
hasta que fui a Roma (1807-1839).
La segunda contendrá lo perteneciente al tiempo de las Misiones (1840-1850).La
tercera, lo más notorio que ha ocurrido desde la Consagración de arzobispo en adelante.
(1850-1862).
P A R T E P R I M E R A
C A P Í T U L O I
Del nacimiento y bautismo
3. Nací en la villa de Sallent, Deanato de Manresa, Obispado de Vich, provincia de
Barcelona. Mis padres se llamaban Juan Claret y Josefa Clará, casados, honrados y
temerosos de Dios, y muy devotos del Santísimo Sacramento del Altar y de María
Santísima.
4. Fui bautizado en la pila bautismal de la parroquia de Santa María de Sallent, el día
25 de diciembre, día mismo de la Natividad del Señor del año 1807, y en los libros
parroquiales dice 1808; por empezar y contar el año siguiente por este día, y por esta razón
mi partida es la primera del libro del año 1808.
5. Me pusieron por nombre Antonio, Adjutorio, Juan. Mi padrino fue un hermano de
mi madre que se llamaba Antonio Clará y quiso que me llamara por su nombre de Antonio.
Mi madrina fue una hermana de mi padre que se llamaba María Claret, casada con
Adjutorio Canudas, y me puso por nombre el de su marido. El tercer nombre es Juan, que
es el nombre de mi padre; y yo después por devoción a María Santísima, añadí el dulcísimo
nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra, mi
Directora y mi todo después de Jesús. Y así, mi nombre es:Antonio María Adjutorio Juan
Claret y Clará.
6. Fuimos once hermanos, que enumeraré por orden, marcando el año en que
nacieron:
1º Una hermana que nació en 1800, llamada Rosa, fue casada, ahora es viuda,
siempre ha sido muy laboriosa, honrada y piadosa; es la que más me ha querido.
2º Una hermana que nació en 1802, llamada Mariana, murió a los dos años.
3º Un hermano (1804), llamado Juan, éste heredó todos los bienes.
4º Un hermano (1806), llamado Bartolomé, murió a los dos años.
5º Fui yo (1807-1808).
6º Una hermana (1809), que murió a lo poco de nacida.
7º Un hermano (1810), que se llamó José, fue casado, tuvo dos hijas, Hermanas de
Caridad o Terciarias.
8º Un hermano (1813), llamado Pedro; murió de cuatro años.
9º Una hermana (1815), llamada María, Hermana Terciaria.
10º Una hermana (1820), llamada Francisca, murió de tres años.
11º Un hermano (1823), llamado Manuel, murió de trece años, después de haber
estudiado Humanidades en Vich.
C A P Í T U L O I I
De la primera infancia
7. La Divina Providencia siempre ha velado sobre mí de un modo particular, como se
verá en éste y en otros casos que referiré. Mi madre siempre crió por sí misma a sus hijos,
pero a mí no fue posible por falta de salud; me dio a una ama de leche en la misma
población, en donde permanecía día y noche. El dueño de la casa hizo una excavación
demasiado profunda para formar una bodega más espaciosa; pero una noche en que yo no
estaba en la casa, resentidos los cimientos por motivo de la excavación se hincaron las
paredes y se hundió la casa, quedando muertos y sepultados en las ruinas el ama de leche,
que era la dueña de la casa, y cuatro hijos que tenía; y si yo me hubiese hallado en la casa
por aquella noche, habría seguido la suerte de los demás. ¡Bendita sea laProvidencia de
Dios! Y ¡cuántas gracias debo dar a María Santísima, que desde niño me preservó de la
muerte, como después me ha librado de otros apuros! ¡Oh cuán ingrato soy!...
8. Las primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía unos cinco años,
estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón, pensaba en
la eternidad, pensaba siempre, siempre, siempre; me figuraba unas distancias enormes, a
éstas añadía otras y otras, y al ver que no alcanzaba al fin, me estremecía, y pensaba: los
que tengan la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre
tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar...!
9. Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo; y
esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que
empezó en mí, o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo
que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar
aún, y me hará trabajar mientras viva en la conversión de los pecadores, en el púlpito, en el
confesionario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones familiares,
etc., etc.
10. La razón es que, como yo, según he dicho, soy de corazón tan tierno y
compasivo que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el
pan de la boca para dar al pobrecito y aun me abstendré de ponérmelo en la boca para
tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para mí recordando que hay
necesidades para remediar; pues bien, si estas miserias corporales y momentáneas me
afectan tanto, se deja comprender lo que producirá en mi corazón el pensar en las penas
eternas del infierno, no para mí, sino para los demás que voluntariamente viven en pecado
mortal.
11. Yo me digo muchas veces: Es de fe que hay cielo para los buenos e infierno
para los malos; es de fe que las penas del infierno son eternas; es de fe que basta un solo
pecado mortal para hacer condenar a una alma, por razón de la malicia infinita que tiene el
pecado mortal, por haber ofendido a un Dios infinito. Sentados esos principios certísimos, al
ver la facilidad con que se peca, con la misma con que se bebe un vaso de agua, como por
risa o por diversión; al ver la multitud que están continuamente en pecado mortal, y que van
así caminando a la muerte y al infierno, no puedo tener reposo, tengo que correr y gritar, y
me digo:
12. Si yo viera que uno se cae en un pozo, en una hoguera, seguro que correría y
gritaría para avisarle y preservarle de caer; ¿por qué no haré otro tanto para preservar de
caer en el pozo y en la hoguera del infierno?
13. Ni sé comprender cómo los otros sacerdotes que creen estas mismas verdades
que yo creo, y todos debemos creer, no predican ni exhortan para preservar a las gentes de
caer en los infiernos.
14. Y aun admiro cómo los seglares, hombres y mujeres que tienen fe, no gritan, y
me digo: Si ahora se pegara fuego en una casa y, por ser de noche, los habitantes de la
misma casa y los demás de la población están dormidos y no ven el peligro, el primero que
lo advirtiese, ¿no gritaría, no correría por las calles gritando: ¡fuego, fuego! en tal casa?
Pues ¿por qué no han de gritar fuego del infierno para despertar a tantos que están
aletargados en el sueño del pecado, que cuando se despertarán se hallarán ardiendo en las
llamas del fuego eterno?
15. Esa idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí desde los cinco años
con muchísima viveza, y que siempre más la he tenido muy presente, y que, Dios mediante,
no se me olvidará jamás, es el resorte y aguijón de mi celo para la salvación de las almas.
16. A este estímulo con el tiempo se añadió otro, que después explicaré, y es el
pensar que el pecado no sólo hace condenar a mi prójimo, sino que principalmente es una
injuria a Dios, que es mi Padre. ¡Ah! esta idea me parte el corazón de pena y me hace
correr como... Y me digo: si un pecado es de una malicia infinita, el impedir un pecado es
impedir una injuria infinita a mi Dios, a mi buen Padre.
17. Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que sin más ni más le
maltrataban, ¿no le defendería? Si viese que a este buen padre inocente le llevan al
suplicio, ¿no haría todos los esfuerzos posibles para librarle si pudiese? Pues ¿qué debo
hacer yo para el honor de mi Padre que es así tan fácilmente ofendido e inocente llevado al
Calvario para ser de nuevo crucificado por el pecado como dice San Pablo? El callar, ¿no
sería un crimen? El no hacer todos los esfuerzos posibles, ¿no sería...?¡Ay, Dios mío! ¡Ay,
Padre mío! Dadme el que pueda impedir todos los pecados, a lo menos uno, aunque de mí
hagan trizas.
C A P Í T U L O I I I
De las primeras inclinaciones
18. Para mayor confusión mía diré las palabras del autor de la Sabiduría (8, 19): Ya
de niño era yo de buen ingenio y me cupo por suerte una alma buena. Esto es, recibí de
Dios un buen natural o índole, por un puro efecto de su bondad.
19. Me acuerdo que en la guerra de la Independencia, que duró desde el año 1808
al 1814, el miedo que los habitantes de Sallent tenían a los franceses, y con razón, pues
que habían incendiado la ciudad de Manresa y el pueblo de Calders, cercanos a Sallent; se
huía todo el mundo cuando llegaba la noticia de que el ejército francés se acercaba; las
primeras veces de huir, me acuerdo, me llevaban en hombros, pero las últimas, que ya
tenía cuatro o cinco años, y andaba a pie y daba la mano a mi abuelo Juan Clará, padre de
mi madre; y como era de noche y a él ya le escaseaba la vista, le advertía de los tropiezos
con tanta paciencia y cariño, que el pobre viejo estaba muy consolado al ver que yo no le
dejaba, ni me huía con los demás hermanos y primos, que nos dejaron a los dos solos, y
siempre más le profesé mucho amor hasta que murió, y no sólo a él, sino también a todos
los viejos y estropeados.
20. No podía sufrir que nadie hiciera burla de alguno de ellos, como tan propensos
son a eso los muchachos, no obstante el castigo tan ejemplar que Dios hizo con aquellos
chicos que se burlaban de Eliseo.
Además me acuerdo que en el templo, siempre que llegaba un viejo, si yo estaba
sentado en algún banco, me levantaba y con mucho gusto le cedía el lugar; por la calle los
saludaba siempre, y cuando yo podía tener la dicha de conversar con alguno era para mí la
mayor satisfacción. Quiera Dios que yo me haya sabido aprovechar de los consejos que los
ancianos me daban...
21. ¡Oh Dios mío, qué bueno sois! ¡Qué rico en misericordia habéis sido para
conmigo! ¡Oh, si a otro hubierais hecho las gracias que a mí, cómo habría correspondido
mejor que yo! Piedad, Señor, que ahora empezaré a ser bueno, ayudado por vuestra divina
gracia.
C A P Í T U L O I V
De la primera educación
22. Apenas tenía seis años que ya mis amados padres me mandaron a la escuela.
Mi maestro de primeras letras fue D. Antonio Pascual, hombre muy activo y religioso; nunca
me castigó, ni reprendió, pero yo procuré no darle motivo: era siempre puntual, asistía
siempre a las clases, trayendo siempre bien estudiadas las lecciones.
23. El Catecismo lo aprendí con tanta perfección que lo recitaba siempre que quería
de un principio al último sin ningún error. Otros tres niños también lo aprendieron como yo lo
había aprendido, y el señor maestro nos presentó al señor cura párroco, que lo era
entonces el Dr. D. José Amigó, y este señor nos hizo decorar todo el Catecismo entre los
cuatro en dos domingos seguidos, y lo hicimos sin ningún error a la presencia del pueblo en
la iglesia por la tarde, y en premio nos dio una hermosa estampa a cada uno, que siempre
guardamos.
24. Cuando supe el Catecismo me hizo leer el Pintón, Compendio de Historia
Sagrada, y entre lo que leía y lo que él nos explicaba, me quedaba tan impreso en la
memoria, que después yo lo contaba y refería con mucha gracia sin confundirme ni
perturbarme.
25. Además del maestro de primeras letras, que era muy bueno, como he dicho, que
por cierto no es pequeño beneficio del cielo, tuve también muy buenos padres, que de
consuno con el maestro trabajaban en formar mi entendimiento con la enseñanza de la
verdad, y cultivaban mi corazón con la práctica de la Religión y de todas las virtudes. Mi
padre todos los días, después de haber comido, que comíamos a las doce y cuarto, me
hacía leer en un libro espiritual, y por las noches nos quedábamos un rato de sobremesa y
siempre nos contaba alguna cosa de edificación e instrucción al mismo tiempo, hasta que
era la hora de ir a descansar.
26. Todo lo que me referían y explicaban mis padres y mi maestro lo entendía
perfectamente, no obstante de ser muy niño; lo que no entendía era el diálogo del
Catecismo, que lo recitaba muy bien, como he dicho, pero como el papagayo. Sin embargo,
conozco ahora lo bueno que es saberlo bien de memoria, pues que después con el tiempo
sin saber cómo ni de qué manera, sin hablar de aquellas materias, me venía a la
imaginación y caía en la cuenta de aquellas grandes verdades que yo decía y recitaba sin
entenderlas, y me decía: ¡Hola! ¡Esto quiere decir esto y esto! Vaya qué tonto eras que no
lo entendías. A la manera que los botones de las rosas que con el tiempo se abren, y si no
hay botones, no puede haber rosas; así son las verdades de la Religión: si no hay
instrucción de Catecismo, hay una ignorancia completa en materias de Religión, aun en
aquellos hombres que pasan por sabios. ¡Oh, cuánto me han servido a mí la instrucción del
Catecismo y los consejos y avisos de mis padres y maestros...!
27. Cuando después me hallaba solo en la ciudad de Barcelona, como en su lugar
diré, al ver y oír cosas malas, me recordaba y me decía: Eso es malo, debes huirlo; más
bien debes dar crédito aDios, a tus padres y a tu maestro, que a esos infelices que no
saben lo que se hacen ni lo que dicen.
28. Mis padres y maestro no sólo me instruyeron en las verdades que había de
creer, sino también en las virtudes que había de practicar. Respecto a mis prójimos, me
decían que nunca jamás había de coger ni desear lo ajeno, y si alguna vez hallaba algo lo
había de volver a su dueño. Cabalmente un día al salir de la escuela, al pasar por la calle
que iba a mi casa, vi un cuarto en el suelo, lo cogí y pensé de quién podría ser para
devolvérselo, y no viendo nadie en la calle, pensé si habría caído de algún balcón de la
casa de enfrente y subí a la casa, pedí por el dueño de la casa y se lo entregué.
29. En la obediencia y resignación me impusieron de tal manera que siempre estaba
contento con lo que ellos hacían, disponían y me daban tanto de vestido como de comida.
No me acuerdo haber dicho jamás: No quiero esto, quiero aquello. Estaba tan
acostumbrado a esto, que después, cuando ya sacerdote, mi madre, que siempre me quiso
mucho, me decía: Antonio, ¿te gusta esto?, y yo le decía: Lo que usted me da siempre me
gusta. Pero siempre hay cosas que gustan más unas que otras. -Las que usted me da me
gustan más que todas. De modo que murió sin saber lo que materialmente me gustaba
más.
C A P Í T U L O V
De la ocupación en el trabajo de la fábrica
30. Siendo muy niño, cuando estaba en el Silabario, fui preguntado por un gran
señor que vino a visitar la escuela, qué quería ser. Yo le contesté que quería ser sacerdote.
Al efecto, concluidas con perfección las primeras letras, me pusieron en la clase de
latinidad, cuyo profesor era un sacerdote muy bueno y muy sabio llamado Dr. D. Juan Riera.
Con él aprendí o decoré nombres, verbos, géneros y poco más, y como se cerró esta clase,
no pude estudiar más y me quedé así.
31. Como mi padre era fabricante de hilados y tejido, me puso en la fábrica a
trabajar. Yo obedecí sin decir una palabra, ni poner mala cara, ni manifestar disgusto. Me
puse a trabajar y trabajaba cuanto podía, sin tener jamás un día de pereza, ni mala gana; y
lo hacía todo tan bien como sabía para no disgustar en nada a mis queridos padres, a
quienes amaba mucho y ellos también a mí.
32. La pena mayor que tenía era cuando oía que mis padres habían de reprender a
algún trabajador porque no había hecho bien su labor. Estoy seguro que sufría yo
muchísimo más que el que era reprendido, porque tengo un corazón tan sensible que al ver
una pena tengo yo mayor dolor que elmismo que la sufre.
33. Mi padre me ocupó en todas las clases de labores que hay en una fábrica
completa de hiladosy tejidos, y por una larga temporada me puso juntamente con otro joven
a dar la última mano a las labores que hacían los demás. Cuando teníamos que corregir a
alguno, a mí me daba mucha pena y, sin embargo, lo hacía, pero antes observaba si había
en aquella labor alguna cosa que estuviese bien, y por allí empezaba haciendo el elogio de
aquello, diciendo que aquello estaba muy bien sólo que tenía este y este defecto, que,
corregidos aquellos defectillos, sería una labor perfecta.
34. Yo lo hacía así sin saber por qué, pero con el tiempo he sabido que era por una
especial gracia y bendición de dulzura con que el Señor me había prevenido. Así era como
de mí los trabajadores recibían siempre la corrección con humildad y se enmendaban; y el
otro compañero, que era mejor que yo, pero que no había recibido del cielo el espíritu de
dulzura, cuando había de corregir se incomodaba, les reprendía con aspereza y ellos se
enfadaban y a veces ni sabían en qué habían de enmendarse. Allí aprendí cuánto conviene
el tratar a todos con afabilidad y agrado, aun a los más rudos, y cómo es verdad que más
buen partido se saca del andar con dulzura que con aspereza y enfado.
35. ¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí!... Yo no he conocido hasta muy
tarde las muchas y grandes gracias que en mí habíais depositado. Yo he sido un siervo
inútil que no he negociado como debía con el talento que me habíais entregado. Pero,
Señor, os doy palabra que trabajaré; habed conmigo un poquito de paciencia; no me retiréis
el talento; ya negociaré con él; dadme vuestra santísima gracia y vuestro divino amor y os
doy palabra que trabajaré.
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