sabato 13 giugno 2015

SAN ANTONIO DE PADUA, VERDADERO FRANCISCANO

SAN ANTONIO DE PADUA, CONFESOR
DÍA 13 DE JUNIO
Por P. Juan Croisset, S.J.
                            
S
an Antonio de Padua, llamado así por la dilatada residencia que hizo en esta ciudad, dichosa también y rica, porque posee el precioso tesoro de su santo cuerpo; nació en Lisboa, capital de Portugal, el año de 1195, y en el bautismo se le puso el nombre de Fernando. Fueron sus padres Martin de Bulloens y Maria de Tavera, ambos de antigua y calificada nobleza, pero aun más que por ella distinguidos por su virtud sobresaliente, en fuerza de la cual no perdonaron á medio alguno para dar á su hijo una educación tan digna de su piedad como correspondiente á su ilustre nacimiento.

Ahorraron muchas lecciones á los maestros el ingenio, la inclinación y el natural de Fernando, que desde luego dio señales de declararse alumno de la virtud. Era su padre oficial en el ejército del rey D. Alfonso; y no pudiendo atender por sí mismo á la mejor crianza de aquel hijo, á quien por tantos títulos amaba tan tiernamente, le puso á pensión en la escuela de los Canónigos de la catedral de Lisboa, en donde se dedicó á los ejercicios de virtud, y, juntando á la ciencia de los santos la aplicación y el estudio de las ciencias humanas, en poco tiempo llegó á ser tan virtuoso como sabio.

          Al amor de la virtud se siguió naturalmente el tedio y el disgusto que le causaban todas las cosas del mundo. Conoció sus peligros, y resolvió huir de ellos, siendo todo su cuidado buscar en el retiro seguro asilo á su inocencia. Contaba sólo quince años, cuando tomó el hábito de los Canónigos reglares de San Agustín, cuya casa, con la advocación de San Vicente, está sita en un arrabal de Lisboa. En poco tiempo fué el novicio dechado y confusión de los más antiguos, siendo el ejemplo y la admiración de todos su fervor, su devoción y su cordura. Pero como las frecuentes visitas de sus parientes turbasen algún tanto la quietud de su retiro, pidió y obtuvo licencia de sus superiores para retirarse á la abadía de Santa Cruz de Coimbra. Luego que se vió en aquella dulce soledad, olvidando al mundo y á todo lo que en él amaba, seentregó á Dios enteramente. Distribuyó todo el tiempo en la oración, en la lección de la Sagrada Escritura y en el estudio de los Santos Padres, acabando de perfeccionar aquel inocente corazón la contemplación y la penitencia. Tomó Dios de su cuenta el magisterio de Fernandó, instruyéndole en la oración; y descollando su mérito, á pesar de su humildad, desde entonces le reconocieron todos por uno de aquellos prodigios de virtud que envía Dios á su Iglesia, haciéndolos desear por muchos siglos.

Ocho ó nueve años había empleado nuestro Santo en estos fervorosos ejercicios, cuando llegaron á Coimbra los cuerpos de cinco religiosos del Seráfico Padre San Francisco que, habiendo pasado á Marruecos á predicar la fe de Jesucristo á aquellos mahometanos, recibieron en premio la gloriosa corona del martirio. Inflamóse el celo de nuestro Fernando á vista de aquellos ilustres mártires, y se encendió en su corazón un ardentísimo deseo de derramar, á su imitación, toda su sangre por amor de Jesucristo.

Al deseo del martirio se siguió como naturalmente el de trasladarse á una religión que ya daba mártires desde su misma cuna. Sobresaltó esta proposición á los canónigos reglares; pero, al fin, todo lo venció la constancia de Fernando. Tomó el hábito de San Francisco el año de 1221, y no faltó quien contó esta mudanza entre uno de los mayores milagros que obraron los cinco mártires en mucha gloria de su Orden. Dejó el nombre de Fernando con el hábito de canónigo reglar, y tomó el de Antonio en honor de San Antonio Abad, á quien estaba dedicado el convento donde recibió el franciscano.

Creció muy en breve el fervor de Fr. Antonio á vista de la pobreza evangélica, de la humildad religiosa y de la grande austeridad que profesaba la religión seráfica; tanto, que parecía no poder subir más de punto el santo odio de sí mismo y el desprendimiento de todo, y los ejemplos de la más tierna devoción. Al mismo tiempo iba creciendo también cada día el fervoroso deseo de derramar su sangre en defensa de la fe; impaciente ansia, que le hacía parecer importuno, solicitando incesantemente de los superiores la licencia para pasar al África, y dedicarse en ella á la conversión de los moros y dedos sarracenos. Obtuvo la finalmente; pero luego que se embarcó se sintió malo; detuvo le la enfermedad en las costas de África todo el invierno, y, sintiéndose cada día más débil, se vió precisado á restituirse á España. Distaba pocas millas del primer puerto, cuando un golpe de viento arrojó el bajel sobre las costas de Sicilia. Tomó, tierra en Messina, donde tuvo noticia de que se celebraba en Asís un capítulo general de su Orden, al que había de asistir ó asistía ya, el Padre San Francisco, y con las ansias de conocer al grande Patriarca se encaminó á aquella ciudad.

Luego que éste le abrazó, descubrió el precioso tesoro que se ocultaba en Antonio, dándole á entender las demostraciones de amor y de estimación con que le distinguió. No así los demás Padres guardianes á quienes se presentó; tuviéronle por un fraile inútil, y ninguno le quiso recibir para su convento. Movióse á compasión el Padre Graciani, provincial de la Romanía, y, llevándosele consigo, le asignó para el desierto de Monte-Paulo, que era un cónventillo retirado en lo más áspero de las montañas. No se le podía proporcionar á Fr. Antonio soledad más de su gusto ni más á propósito para que estuviesen ocultos sus milagrosos talentos. Mas, al fin, se llegó el tiempo de que aquella antorcha resplandeciente se pusiese sobre el candelero, saliendo debajo del celemín. Enviado á Forli para que recibiese los órdenes sagrados, concurrió con muchos religiosos jóvenes de Santo Domingo, que iban al mismo fin, y se hospedaron también en el convento de San Francisco. Después de comer, rogó el Padre guardián á estos religiosos que platicasen á la comunidad alguna cosa de edificación; y, habiéndose excusado todos, mandó á Fr. Antonio que lo hiciese. Subió al púlpito, y habló de repente con tanta dignidad, con tanta elocuencia, con tanta energía, que, asombrados todos, se quejaron de que estuviesen sepultados tan singulares talentos en la soledad de Monte-Paulo. Dió parte el guardián de este suceso al patriarca San Francisco, y mandó el Santo que Fr. Antonio estudiase teología escolástica antes que se le aplicase al ministerio de la predicación. Hizo en poco tiempo tantos progresos en ella, que el mismo Patriarca le ordenó la enseñase públicamente, y á este fin le expidió una patente en estos precisos términos:        

A su muy amado Fr. Antonio, Fr. Francisco, salud en Jesucristo. Paréceme que expliques los libros de la Sagrada Teología á los frailes; pero de suerte, como sobre todo te lo encargo, que el ejercicio del estudio no apague en ti ni en ellos el espíritu de la oración, como lo previene la Regla que profesamos. El Señor sea contigo.

Obedeció el Santo, y enseñó teología con admiración en Bolonia, en Montpellier, en Tolosa y en Padua.

Es cierto que los errores del tiempo pedían un sabio teólogo; pero la licencia y el desorden de las costumbres no clamaban menos por un celoso misionero. Fuélo San Antonio, y con aquel género de fruto que sólo es regular en los apóstoles. Hicieron tanto ruido los primeros sermones que predicó, que concurrían de todas partes á oírle. No cabiendo los auditorios en las iglesias más capaces, se veía precisado á predicar en las plazas y en los campos ; cesaban los negocios, cerraban se las tiendas, y se suspendían todos los oficios hasta acabarse el sermón. A ningún predicador se le oyó nunca con mayor atención, ni con mayor silencio, ni con mayor ansia; pero tampoco ningún otro predicó con mayor fruto. Ordinariamente interrumpían el sermón los sollozos y los llantos, siguiéndose á ellos innumerables conversiones. Al acabar el sermón se veía frecuentemente venir á postrarse á los pies del Santo los más empedernidos pecadores y los herejes más obstinados ; era tan grande el número de confesiones, que no bastaban para oírlas. todos los religiosos ni todos los sacerdotes seculares. No es posible decir el fruto que hizo en pocos años. Predicó en las tierras de los Estados Pontificios de la Iglesia, en la Marca Trevisana, en la Provenza, en el Langüedoc, en el Lemosin, en Velay, en el ducado de Berry, en Sicilia, y particularmente en Roma y en Padua, siendo casi infinito el número de conversiones que hizo en todos estos parajes. A la verdad, tampoco se había visto desde el tiempo de los Apóstoles hombre más poderoso en obras y palabras.

Raro enfermo que dejó de recobrar la salud después de haber recibido su bendición; y se puede asegurar sin arrojo que los milagros hechos por nuestro Santo, si no exceden, igualan á los mayores que se habían obrado hasta entonces, tanto en el número como en la calidad.

Confesándose un mozo con el Santo, se acusó de que había dado un puntapié á su misma madre. Afeóle Antonio este delito con tanta eficacia y con tanta viveza, que el pobre mozo, aconsejándose sólo con el horror que le causó su atrevimiento y con el dolor de haberle cometido, se retira exhalado á su casa, entra en su cuarto y cortase el pie. Noticioso el Santo de aquella indiscreta y pecaminosa penitencia, parte apresurado á buscarle, repréndele su indiscreción, pide el pie cortado, aplícale á la pierna, y queda de repente unido á ella, á vista y con asombro de todos los concurrentes.

Hallábase en Padua, cuando tuvo noticia de que su padre, acusado falsamente de un homicidio en Lisboa, estaba en peligro de ser sentenciado á muerte. Pide licencia al superior para marchar á Portugal, y en un instante se halla en Lisboa milagrosamente. Visita á los jueces, declara la inocencia de su padre; y viendo que no daban fe á su testimonio, los requiere que el cuerpo del difunto sea presentado en la sala de la audiencia. La novedad del caso había traído á ella toda la ciudad; pregunta al difunto, y le manda, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que declare, en voz alta y perceptible, si su padre era autor del asesinato que se había cometido en su persona; levantóse el cadáver y declaró públicamente la inocencia del acusado; y, hecha esta declaración, volvió otra vez, á ponerse en, su féretro. La admiración y el pasmo que este suceso causó en los asistentes, es más fácil de comprenderse que de explicarse. Hizo Antonio una fervorosa plática á toda su familia, exhortándola á la virtud; y en un momento se vió restituido á su convento de Padua.

Quizá no tuvo jamás la herejía enemigo más formidable. Desarmóla y confundióla. Predicó un día en Tolosa sobre la realidad del Cuerpo de Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía; oyóle un famoso hereje, y le confesó que sus razones no admitían réplica, mas que, para creer, necesitaba un milagro. « Bien está, le replicó el Santo: escoge el que quisieres. ---Pues el milagro que escojo, respondió el hereje, es que mi mula, estando bien hambrienta, deje la paja y la, cebada por postrarse delante de una hostia consagrada.--- Sea así, repuso Antonio ; haz ayunar á tu mula el tiempo que te pareciere.» Dejóla el hereje tres días sin comer bocado, y, al cabo de ellos, toda la ciudad fué testigo del prodigio. Puesta la hostia consagrada delante del animal, y una cebadera ---bien provista al otro lado, á pesar de la furiosa hambre que la incitaba, dobló las rodillas delante de la sagrada hostia, y hasta que se retiró no hubo forma de probar el pienso que la presentaban. No pudo resistirse la obstinación á tan portentoso milagro. Convirtióse el hereje, y á su conversión se siguieron otras muchas. Subió al púlpito en cierto pueblo marítimo, lleno de herejes y de hombres perdidos; ninguno concurrió á oirle. Fue  á la orilla del mar, y, lleno de confianza en el Señor, grita á los peces: Pues no hay quien quiera oír la palabra de Dios, vos otros, que sois criaturas suyas, venid, y con vuestro rendimiento confundid la indocilidad de estos impíos. ¡Prodigio extraño ! Llenóse la playa de peces, que sacaron luego las cabezas en ademán de atentos ; hizolos una patética exhortación sobre la omnipotencia del Señor, y los despidió echándolos su bendición; milagro que obró la conversión de todo el pueblo.

Todo predicaba en San Antonio: su modestia, su humildad, su mansedumbre, sus gratísimos modales. Primero ganaba los corazones, y después los convertía. Apoderóse de Verona, de Padua, y de casi toda la Marca Trevisana el tirano Ezelino ; llenó á Italia de carnicería y de terror, burlándose igualmente de las fuerzas de los príncipes confederados contra él, que de las excomuniones de los sumos Pontífices; sólo á San Antonio se humilló. Púsole el Santo delante los ojos, con tanto celo y con tanta intrepidez, el número y la enorme gravedad de sus pecados ; afeóle sus crueldades con tanta eficacia y, energía, que detuvo el curso de aquel precipitado torrente. Respetóle Ezelino, echóse á sus pies, y prometió convertirse. No lo cumplió, pero se contuvo mientras el Santo vivió, aunque después de su muerte volvió á sus primeros desórdenes y tiranías.

Al mismo tiempo que Antonio trabajaba con tanto celo y con tanto fruto en la conversión de los pecadores, no se olvidaba de atender á las necesidades de su Orden. Había sido electo por general de ella Fr. Elías, hombre ostentoso y arrogante, de espíritu muy contrario al del Santo Patriarca. Comenzó á introducir en la seráfica familia la relajación y la licencia. Era Antonio provincial de la Romana, y se opuso valerosamente á las novedades del general. Recurrió al Papa Gregorio IX, en cuya presencia defendió aquel admirable compendio de la santa Regla, que se llama El Testamento de San Francisco, y conservó en la religión el vigor y el espíritu de pobreza y de austeridad, que constituye su verdadero carácter. Citado á Roma Fr. Elías, fué despojado de su cargo; y como nuestro Santo sólo se había movido por el celo de la mayor gloria de Dios, obtuvo licencia de Su Santidad para renunciar su empleo, con privilegio de que nunca se le pudiese obligar á ninguno otro de la Orden. Quiso el Papa detenerle en la corte, para servirse de su consejo en los negocios de la Iglesia; pero Antonio, suspirando siempre por el retiro, logró con sus reverentes súplicas le permitiesen restituirse á su convento de Padua, donde continuó en las funciones de su apostólico ministerio, y trabajó también algunas obras espirituales, que fueron de mucha utilidad á toda la Iglesia de Dios.

Apenas se puede comprender cómo un hombre de solos treinta y seis años, de muy delicada salud, y ésa sumamente quebrantada por sus excesivas penitencias, pudo en tan poco tiempo conseguir tantos triunfos de los herejes; convertir un número sin número de pecadores; enseñar y predicar en las más célebres ciudades con un séquito jamás oído; recorrer Italia, Francia, Sicilia y España con fruto tan universal, y llenar el mundo con la fama de sus hechos y portentosas maravillas; efectos prodigiosos del ardiente amor que profesaba á Jesucristo. Pocas almas le amaron con mayor ternura, y pocas fueron más tiernamente amadas del Salvador. Comunicóle un elevado don de contemplación; éranle muy frecuentes las revelaciones, los éxtasis y las visiones. Movido un día de curiosidad el huésped que le tenía en su casa, quiso acechar lo que hacia en su cuarto, y le vió de rodillas con el Niño Jesús en los brazos, que le estaba regalando con dulcísimas caricias ; y en este tierno pasaje le representan los más de sus retratos.

El que amaba con tanta ternura al Hijo, no podía menos de profesar una singularísima devoción á la Madre. Esta se puede decir que había nacido con nuestro Antonio ; por lo menos es cierto qué en él se anticipó al uso de la razón. Dilatábasele el corazón cuando hablaba de esta Señora, acreditando sus amantes expresiones la ilimitada confianza que tenía colocada en Ella. En sus sermones, en sus escritos y en sus conversaciones siempre se había de hacer lugar á la devoción con la Virgen María ; y en sus necesidades recurría por lo  regular á algunos de los himnos que canta la Iglesia á esta soberana Reina Celestial.

Teniendo revelación de su cercana muerte, se retiró á cierta ermita, que se llamaba Campiettro, distante una legua de Padua, para vacar á sólo Dios. Pero duró poco este retiro; porque, conociendo que ya estaba muy cercana la postrera hora, rogó á los frailes que estaban en su compañía le llevasen al convento. Tuvo el pueblo noticia de que le traían á él, y concurrió tanta gente á recibirle, que, temerosos los frailes de que le sofocasen, le metieron en el hospicio de los confesores del convento de Santa Clara, donde, recibidos todos los sacramentos con el fervor y con la devoción que acostumbran los santos, pronunciando el himno: ¡Oh gloriosa Domina!, que le era tan familiar, entró en el gozo de su Señor el día 13 de Junio del año 1231, á los treinta y seis de su edad, y á los diez de su ingreso en la religión de San Francisco.

Luego que expiró, se cubrió de luto toda la ciudad, y los niños corrían por las calles gritando: El Santo ha muerto. Hicieron las monjas de Santa Clara todo cuanto pudieron para quedarse con el precioso tesoro de su cuerpo ; pero no lo consiguieron de los religiosos de San Francisco. El entierro, más pareció triunfo que pompa funeral. El prodigioso número de milagros que obró en su vida, y el de los que se repitieron en su glorioso sepulcro, movió al Papa Gregorío IX, que le había tratado y conocido, á mandar se procediese sin perder tiempo á las informaciones necesarias en orden á su canonización. Concluyéronse los procesos el año siguiente, y expidió el Papa la bula en Espoleto, el 1 de Junio de 1232; de manera, que la primera fiesta que se celebró de nuestro Santo (sin ejemplar hasta entonces) fué puntualmente el primer día aniversario de su preciosa muerte.

Treinta y dos años después de ella hizo levantar la devoción de los paduanos una de las más suntuosas y más magnificas iglesias que se admiran en el universo, adonde fueron trasladadas sus reliquias. Descubrióse la caja, y se halló toda la carne consumida; pero la lengua, instrumento de tantas conversiones, así de herejes como de pecadores, tan fresca, tan rubicunda y tan hermosa como si él cuerpo estuviera vivo. Tomóla en sus manos San Buenaventura, general á la sazón de la Orden, que asistió á esta traslación; y, teniéndola en ellas, exclamó diciendo: ¡Oh bienaventurada lengua, empleada siempre en alabar á Dios, y en hacer que otros le alabasen; tu incorrupción muestra bien cuán agradable le fuiste! Venérase hasta el día de hoy esta admirable reliquia, colocada en uno de los más primorosos y más ricos relicarios que se conocen en todo el orbe cristiano. Todos saben la general devoción que profesan los fieles á este gran Santo, y el universal recurso á su protección en todas las necesidades, pero singularmente para hallar las cosas perdidas. Ignórase cuál fué el verdadero origen de este particular recurso; pero es verosímil no fuese otro que el haberse experimentado tan general su protección en todas las necesidades que acudía á ella la devota confianza. En un manuscrito muy antiguo se lee que un gran devoto de San Antonio, vecino de Lisboa, perdió un precioso anillo, dejándole caer por descuido en un pozo muy profundo; pocos días después se cayó en el mismo pozo la herrada con que se sacaba agua de él; y habiéndola extraído un criado, se halló en el fondo de ella el perdido anillo, á cuya vista comenzó el criado á gritar : ¡Milagro, milagro!

Todas las maravillas que cada día está obrando Dios por los méritos de este prodigioso Santo se compendian en el siguiente responsorio, con que comúnmente invoca la devoción á San Antonio:

Si buscas milagros, hallarás que por la intercesión de San Antonio la muerte se retira, el error se desvanece, los trabajos cesan, el demonio huye y la lepra se disipa. Los enfermos se levantan repentinamente sanos, el mar alborotado se sosiega y se rompen las prisiones. Acuden á Antonio los jóvenes y los ancianos, así por los miembros como por las demás cosas que perdieron: recobran los primeros y encuéntranse con las segundas. En una palabra, destierra los peligros y ahuyenta la necesidad. Díganlo, si no, los paduanos y publíquenlo cuantos lo han experimentado.

Las reliquias de San Antonio se han distribuido en diferentes lugares de la cristiandad. En Padua se veneran la lengua y la mandíbula inferior, que se exponen á la pública adoración en dos preciosísimos relicarios; en Lisboa, un hueso de sus brazos, que fué enviado al rey D. Sebastián el año 1570; y en Venecia la, parte de un brazo, colocada en el suntuoso altar que la Serenísima República erigió á San Antonio en la iglesia de Nuestra Señora de la Salvación.

La Misa es en honor de San Antonio de Padua, y la oración la siguiente:

Haced, Dios mío, que la solemne festividad de tu confesor Antonio regocije toda la Iglesia, para que, fortificada con los socorros espirituales, merezca disfrutar los gozos eternos. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es del cap. 4 de la primera que escribió el apóstol San Pablo á los corintios.

Hermanos: Estamos hechos espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres. Nosotros estultos por Cristo, y vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, y vosotros fuertes; vosotros gloriosos, y nosotros deshonrados. Has­ta esta hora tenemos hambre y sed, y estamos desnudos, y somos heridos con bo­fetadas, y no tenemos dónde estar, y nos fatigamos trabajando con nuestras ma­nos: somos maldecidos, y bendecimos; padecemos persecución, y tenemos pacien­cia; somos blasfemados, y hacemos súplicas; hemos llegado á ser como la basura del mundo y la hez de todos hasta este punto. No os escribo estas cosas para con­fundiros, sino que os aviso como á hijos míos muy amados en Cristo Jesús Nuestro Señor.
             
REFLEXIONES

Es la virtud cristiana como cierto género de espectáculo para el mundo, que no acierta á comprender cómo es dable que la virtud sea plausible; lo es para los ángeles que admiran en ella la fuerza de la gracia, y lo es también para los hombres que la reconocen por único origen de la verdadera felicidad. Ándase en busca de milagros, y acaso ninguno hay ni más estupendo ni más universal, ni que deba dar más golpe como tanto número de almas santas, de personas re­ligiosas que son el espectáculo de su siglo. Enciérranse muchos en los claustros, en la vida retirada y en las virtudes, escondida de tantas virtuosas almas. Un joven único heredero de una ilustre casa y opulentos mayorazgos, adornado de cuantas nobles prendas se puedan desear, solicitado de todos los halagüeños atractivos del mun­do, en aquella edad que se considera la florida sazón de todas las diversiones; á la entrada de una carrera donde todo le brinda, todo le halaga, todo le sonríe; este joven sacrifica sus riquezas, sus pren­das, su nobleza y hasta sus mismas esperanzas, posponiendo por amor de Jesucristo todo el esplendor de que el mundo se alimenta, á una vida obscura, pobre, humilde y penitente.

Una bizarra doncella en la flor de su edad, distinguida por su no­ble nacimiento, pero mucho más por su hermosura, por su discre­ción y por su despejo; tan rica como entendida, y tal vez idolatrada de todo un pueblo, prefiere generosamente un grosero velo, un rús­tico sayal en que se amortaja y entierra, á todo el fausto y aparato de joyas y de galas que, naturalmente, idolatraría ella misma. Bien sé que estos milagros de la gracia se suelen atribuir á caprichos del humor ó á diferencias del genio; pero examínense más de cerca, descúbranse los motivos, considérense las consecuencias, compáre­se todo con nuestra natural flaqueza, y se hará patente el milagro más claro que el medio día.

El Evangelio es del cap. 12 de San Lacas, y el mismo que el día 12.


MEDITACIÓN

De la pronta correspondencia á la gracia.

Punto primeko.—Considera que no habla sólo de la hora de la muerte ni del juicio particular el Salvador del mundo, cuando tan­tas veces nos exhorta en el Evangelio á que abramos la puerta lue­go que el Señor llame á ella. Entonces, inútilmente nos haríamos sordos; cuando llame en aquella hora, no tiene remedio, es necesario partir; de nada sirve nuestra modorra ni nuestra insensibilidad, porque ni á una ni á otra se atiende. No siempre viene el Señor como severo Juez; durante la vida nos llama muchas veces como Padre, como Esposo y como Amigo; llámanos con sus inspiraciones, con sus piadosos impulsos ó movimientos, con su gracia; también habla, advierte y grita por medio de sus ministros, ya en el pulpito y en el tribunal de la penitencia; habla al alma de cien modos en los libros espirituales, en los ejemplos santos, y hasta en los sucesos y reveses de la vida. Pero donde más ordinaria y más fuertemente llama es en la oración y en la meditación de las grandes, de las te­rribles verdades de la religión. Considera de cuánta importancia es estar prontos á su voz, abrirle luego que llama, oírle desde que co­mienza á hablar. ¡Ah, qué preciosos, qué críticos son estos mo­mentos! Si te niegas á oirle, calla; si no le abres luego, pasa ade­lante.

Punto segundo.—Considera que si los santos no hubieran sido prontos á aquellas primeras solicitaciones de la gracia, á las cuales tenía Dios como aligados los grandes auxilios que los elevaron des­pués á tan eminente santidad, quizá no hubieran sido santos, y de cierto no lo serían tanto. Arriesgase mucho cuando se deja apagar aquella luz sobrenatural que con tanta claridad nos descubre la va­nidad del mundo; ¡ y cuánto se aventura cuando se cierran los oídos á la voz interior que tan fuertemente nos llama! Si Zaqueo no hu­biera bajado prontamente cuando le llamó el Salvador, ¿sería aquél día de salvación para su dichosa casa? Nota que el Salvador no le mandó bajar comoquiera, sino bajar prontamente: festinans descende; y, con efecto, prontamente bajó: festinans descendit. Apoco que se hubiese descuidado, ya el Salvador se habría ido. Pues tan de paso suele venir la gracia como lo estaba entonces el Salvador; en deteniéndose un poco, ya no es tiempo.

Aquel ángel que despertó á San Pedro en la cárcel, no le dijo pu­ramente que se levantase, sino que se levantase con velocidad: sur­ge velociter. Levantóse el apóstol sin demora, y al punto se vio libre de las cadenas. ¡ Ah, Señor, y á cuántos habéis dicho: festinans descende! Baja de esas alturas peligrosas adonde te ha elevado la alta­nería de tu orgullo; baja en espíritu á la consideración de tu misma nada, y en ella encontrarás remedios muy eficaces para curar mu­chas enfermedades del alma; pero, en todo caso, baja prontamente.

¡ Ah, Señor, cuántos motivos de dolor y cuántos de temor me está haciendo presentes la conciencia! ¡Cuánto y cuánto tengo de qué arrepentirme! ¡Tantos buenos pensamientos sofocados, tantas inspi­raciones extinguidas! No os canséis, Señor, de hablar á vuestro sier­vo, que pronto estoy á prestaros dóciles oídos, pronto á abriros la puerta de mi corazón sin tardanza: mandad, Señor, y seréis obede­cido.

JACULATORIAS

Hablad, Señor, que vuestro siervo oye.—I Reg., 3.

Aquí me tenéis, Señor, pues me llamasteis.—Ibid.

PROPÓSITOS

1.    Es la gracia una luz sobrenatural que fácilmente puede apa­garse; es un piadoso movimiento de la voluntad, pero fugaz y pasa­jero; es una saludable inspiración que enseña al alma lo que debe hacer, y al mismo tiempo la comunica fuerzas para ejecutarlo. Pero si no corresponde con fidelidad y sin dilación á la gracia, se apaga esta preciosa luz, cesa este piadoso movimiento, y esta saludable inspiración se convierte en nuevo cargo. Pues trae hoy á la memo­ria, si es posible, todas las gracias que has recibido en el discurso de tu vida; tantas veces como has conocido con la mayor claridad el vicio, la nada, la falsa brillantez de los bienes, de los deleites, de las honras de este mundo; tantas fuertes inspiraciones para que te fabricases una fortuna más sólida, trabajando seriamente en el im­portantísimo negocio de tu salvación; tantos deseos, en fin, y aun tantos proyectos de convertirte, que todos se desvanecieron, porque á nada te resolviste desde aquel mismo punto. Ea, no pase adelante tu infidelidad; estas mismas reflexiones que ahora haces, son una gracia importantísima, de la cual depende quizá tu eterna salvación. No te contentes sólo con el vivo dolor de haber sido hasta ahora tan infiel; logra también el consuelo de experimentar desde luego tu presente fidelidad.

2.    No te contentes con decir: yo lo quiero; ten el gusto de poder añadir: así lo he hecho. Todo lo que has leído hasta aquí, es una prueba segura de que ahora tienes en tu mano la gracia; correspóndela sin dilación y da principio á esta correspondencia por la modes­tia y la atención en el Oficio divino y en tus oraciones; por la devo­ción en la Misa, por el respeto en el templo y en todos los actos de religión, diciéndote á ti mismo, siempre que suene el reloj, aquellas devotas palabras del Santo Rey y Profeta David: Hoy lo dije, y hoy lo ejecuté por la gracia del Excelso; en este día he comenzado á vivir cristianamente.


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