SAN ANTONIO DE PADUA, CONFESOR
DÍA 13 DE JUNIO
Por P. Juan Croisset, S.J.
S
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an Antonio de Padua,
llamado así por la dilatada residencia que hizo en esta ciudad, dichosa también
y rica, porque posee el precioso tesoro de su santo cuerpo; nació en Lisboa,
capital de Portugal, el año de 1195, y en el bautismo se le puso el nombre de
Fernando. Fueron sus padres Martin de Bulloens y Maria de Tavera, ambos de
antigua y calificada nobleza, pero aun más que por ella distinguidos por su
virtud sobresaliente, en fuerza de la cual no perdonaron á medio alguno para
dar á su hijo una educación tan digna de su piedad como correspondiente á su
ilustre nacimiento.
Ahorraron
muchas lecciones á los maestros el ingenio, la inclinación y el natural de Fernando,
que desde luego dio señales de declararse alumno de la virtud. Era su padre
oficial en el ejército del rey D. Alfonso; y no pudiendo atender por sí mismo á
la mejor crianza de aquel hijo, á quien por tantos títulos amaba tan
tiernamente, le puso á pensión en la escuela de los Canónigos de la catedral de
Lisboa, en donde se dedicó á los ejercicios de virtud, y, juntando á la ciencia
de los santos la aplicación y el estudio de las ciencias humanas, en poco
tiempo llegó á ser tan virtuoso como sabio.
Al amor de la virtud se siguió
naturalmente el tedio y el disgusto que le causaban todas las cosas del mundo.
Conoció sus peligros, y resolvió huir de ellos, siendo todo su cuidado buscar
en el retiro seguro asilo á su inocencia. Contaba sólo quince años, cuando tomó
el hábito de los Canónigos reglares de San Agustín, cuya casa, con la advocación
de San Vicente, está sita en un arrabal de Lisboa. En poco tiempo fué el
novicio dechado y confusión de los más antiguos, siendo el ejemplo y la admiración
de todos su fervor, su devoción y su cordura. Pero como las frecuentes visitas
de sus parientes turbasen algún tanto la quietud de su retiro, pidió y obtuvo
licencia de sus superiores para retirarse á la abadía de Santa Cruz de Coimbra.
Luego que se vió en aquella dulce soledad, olvidando al mundo y á todo lo que en
él amaba, seentregó á Dios enteramente. Distribuyó todo el tiempo en la
oración, en la lección de la Sagrada Escritura y en el estudio de los Santos
Padres, acabando de perfeccionar aquel inocente corazón la contemplación y la
penitencia. Tomó Dios de su cuenta el magisterio de Fernandó, instruyéndole en
la oración; y descollando su mérito, á pesar de su humildad, desde entonces le
reconocieron todos por uno de aquellos prodigios de virtud que envía Dios á su
Iglesia, haciéndolos desear por muchos siglos.
Ocho
ó nueve años había empleado nuestro Santo en estos fervorosos ejercicios, cuando
llegaron á Coimbra los cuerpos de cinco religiosos del Seráfico Padre San
Francisco que, habiendo pasado á Marruecos á predicar la fe de Jesucristo á
aquellos mahometanos, recibieron en premio la gloriosa corona del martirio.
Inflamóse el celo de nuestro Fernando á vista de aquellos ilustres mártires, y
se encendió en su corazón un ardentísimo deseo de derramar, á su imitación,
toda su sangre por amor de Jesucristo.
Al
deseo del martirio se siguió como naturalmente el de trasladarse á una religión
que ya daba mártires desde su misma cuna. Sobresaltó esta proposición á los
canónigos reglares; pero, al fin, todo lo venció la constancia de Fernando.
Tomó el hábito de San Francisco el año de 1221, y no faltó quien contó esta
mudanza entre uno de los mayores milagros que obraron los cinco mártires en
mucha gloria de su Orden. Dejó el nombre de Fernando con el hábito de canónigo
reglar, y tomó el de Antonio en honor de San Antonio Abad, á quien estaba
dedicado el convento donde recibió el franciscano.
Creció
muy en breve el fervor de Fr. Antonio á vista de la pobreza evangélica, de la
humildad religiosa y de la grande austeridad que profesaba la religión
seráfica; tanto, que parecía no poder subir más de punto el santo odio de sí
mismo y el desprendimiento de todo, y los ejemplos de la más tierna devoción.
Al mismo tiempo iba creciendo también cada día el fervoroso deseo de derramar
su sangre en defensa de la fe; impaciente ansia, que le hacía parecer
importuno, solicitando incesantemente de los superiores la licencia para pasar
al África, y dedicarse en ella á la conversión de los moros y dedos sarracenos.
Obtuvo la finalmente; pero luego que se embarcó se sintió malo; detuvo le la
enfermedad en las costas de África todo el invierno, y, sintiéndose cada día
más débil, se vió precisado á restituirse á España. Distaba pocas millas del
primer puerto, cuando un golpe de viento arrojó el bajel sobre las costas de
Sicilia. Tomó, tierra en Messina, donde tuvo noticia de que se celebraba en
Asís un capítulo general de su Orden, al que había de asistir ó asistía ya, el
Padre San Francisco, y con las ansias de conocer al grande Patriarca se
encaminó á aquella ciudad.
Luego
que éste le abrazó, descubrió el precioso tesoro que se ocultaba en Antonio,
dándole á entender las demostraciones de amor y de estimación con que le
distinguió. No así los demás Padres guardianes á quienes se presentó;
tuviéronle por un fraile inútil, y ninguno le quiso recibir para su convento.
Movióse á compasión el Padre Graciani, provincial de la Romanía, y,
llevándosele consigo, le asignó para el desierto de Monte-Paulo, que era un cónventillo
retirado en lo más áspero de las montañas. No se le podía proporcionar á Fr.
Antonio soledad más de su gusto ni más á propósito para que estuviesen ocultos
sus milagrosos talentos. Mas, al fin, se llegó el tiempo de que aquella
antorcha resplandeciente se pusiese sobre el candelero, saliendo debajo del
celemín. Enviado á Forli para que recibiese los órdenes sagrados, concurrió con
muchos religiosos jóvenes de Santo Domingo, que iban al mismo fin, y se
hospedaron también en el convento de San Francisco. Después de comer, rogó el
Padre guardián á estos religiosos que platicasen á la comunidad alguna cosa de
edificación; y, habiéndose excusado todos, mandó á Fr. Antonio que lo hiciese.
Subió al púlpito, y habló de repente con tanta dignidad, con tanta elocuencia,
con tanta energía, que, asombrados todos, se quejaron de que estuviesen
sepultados tan singulares talentos en la soledad de Monte-Paulo. Dió parte el
guardián de este suceso al patriarca San Francisco, y mandó el Santo que Fr.
Antonio estudiase teología escolástica antes que se le aplicase al ministerio
de la predicación. Hizo en poco tiempo tantos progresos en ella, que el mismo
Patriarca le ordenó la enseñase públicamente, y á este fin le expidió una
patente en estos precisos términos:
A su muy amado Fr. Antonio,
Fr. Francisco, salud en Jesucristo. Paréceme que expliques los libros de la
Sagrada Teología á los frailes; pero de suerte, como sobre todo te lo encargo,
que el ejercicio del estudio no apague en ti ni en ellos el espíritu de la
oración, como lo previene la Regla que profesamos. El Señor sea contigo.
Obedeció
el Santo, y enseñó teología con admiración en Bolonia, en Montpellier, en
Tolosa y en Padua.
Es
cierto que los errores del tiempo pedían un sabio teólogo; pero la licencia y
el desorden de las costumbres no clamaban menos por un celoso misionero. Fuélo
San Antonio, y con aquel género de fruto que sólo es regular en los apóstoles.
Hicieron tanto ruido los primeros sermones que predicó, que concurrían de todas
partes á oírle. No cabiendo los auditorios en las iglesias más capaces, se veía
precisado á predicar en las plazas y en los campos ; cesaban los negocios, cerraban
se las tiendas, y se suspendían todos los oficios hasta acabarse el sermón. A
ningún predicador se le oyó nunca con mayor atención, ni con mayor silencio, ni
con mayor ansia; pero tampoco ningún otro predicó con mayor fruto.
Ordinariamente interrumpían el sermón los sollozos y los llantos, siguiéndose á
ellos innumerables conversiones. Al acabar el sermón se veía frecuentemente
venir á postrarse á los pies del Santo los más empedernidos pecadores y los
herejes más obstinados ; era tan grande el número de confesiones, que no
bastaban para oírlas. todos los religiosos ni todos los sacerdotes seculares.
No es posible decir el fruto que hizo en pocos años. Predicó en las tierras de
los Estados Pontificios de la Iglesia, en la Marca Trevisana, en la Provenza,
en el Langüedoc, en el Lemosin, en Velay, en el ducado de Berry, en Sicilia, y
particularmente en Roma y en Padua, siendo casi infinito el número de
conversiones que hizo en todos estos parajes. A la verdad, tampoco se había
visto desde el tiempo de los Apóstoles hombre más poderoso en obras y palabras.
Raro
enfermo que dejó de recobrar la salud después de haber recibido su bendición; y
se puede asegurar sin arrojo que los milagros hechos por nuestro Santo, si no
exceden, igualan á los mayores que se habían obrado hasta entonces, tanto en el
número como en la calidad.
Confesándose
un mozo con el Santo, se acusó de que había dado un puntapié á su misma madre.
Afeóle Antonio este delito con tanta eficacia y con tanta viveza, que el pobre
mozo, aconsejándose sólo con el horror que le causó su atrevimiento y con el
dolor de haberle cometido, se retira exhalado á su casa, entra en su cuarto y cortase
el pie. Noticioso el Santo de aquella indiscreta y pecaminosa penitencia, parte
apresurado á buscarle, repréndele su indiscreción, pide el pie cortado,
aplícale á la pierna, y queda de repente unido á ella, á vista y con asombro de
todos los concurrentes.
Hallábase
en Padua, cuando tuvo noticia de que su padre, acusado falsamente de un
homicidio en Lisboa, estaba en peligro de ser sentenciado á muerte. Pide
licencia al superior para marchar á Portugal, y en un instante se halla en Lisboa
milagrosamente. Visita á los jueces, declara la inocencia de su padre; y viendo
que no daban fe á su testimonio, los requiere que el cuerpo del difunto sea
presentado en la sala de la audiencia. La novedad del caso había traído á ella
toda la ciudad; pregunta al difunto, y le manda, en nombre de Nuestro Señor
Jesucristo, que declare, en voz alta y perceptible, si su padre era autor del
asesinato que se había cometido en su persona; levantóse el cadáver y declaró
públicamente la inocencia del acusado; y, hecha esta declaración, volvió otra
vez, á ponerse en, su féretro. La admiración y el pasmo que este suceso causó
en los asistentes, es más fácil de comprenderse que de explicarse. Hizo Antonio
una fervorosa plática á toda su familia, exhortándola á la virtud; y en un momento
se vió restituido á su convento de Padua.
Quizá
no tuvo jamás la herejía enemigo más formidable. Desarmóla y confundióla.
Predicó un día en Tolosa sobre la realidad del Cuerpo de Jesucristo en el Sacramento
de la Eucaristía; oyóle un famoso hereje, y le confesó que sus razones no
admitían réplica, mas que, para creer, necesitaba un milagro. « Bien está, le
replicó el Santo: escoge el que quisieres. ---Pues el milagro que escojo,
respondió el hereje, es que mi mula, estando bien hambrienta, deje la paja y
la, cebada por postrarse delante de una hostia consagrada.--- Sea así, repuso Antonio
; haz ayunar á tu mula el tiempo que te pareciere.» Dejóla el hereje tres días
sin comer bocado, y, al cabo de ellos, toda la ciudad fué testigo del prodigio.
Puesta la hostia consagrada delante del animal, y una cebadera ---bien provista
al otro lado, á pesar de la furiosa hambre que la incitaba, dobló las rodillas
delante de la sagrada hostia, y hasta que se retiró no hubo forma de probar el
pienso que la presentaban. No pudo resistirse la obstinación á tan portentoso
milagro. Convirtióse el hereje, y á su conversión se siguieron otras muchas.
Subió al púlpito en cierto pueblo marítimo, lleno de herejes y de hombres perdidos;
ninguno concurrió á oirle. Fue á la orilla
del mar, y, lleno de confianza en el Señor, grita á los peces: Pues no hay quien quiera oír la palabra de
Dios, vos otros, que sois criaturas suyas, venid, y con vuestro rendimiento
confundid la indocilidad de estos impíos. ¡Prodigio extraño ! Llenóse la
playa de peces, que sacaron luego las cabezas en ademán de atentos ; hizolos
una patética exhortación sobre la omnipotencia del Señor, y los despidió
echándolos su bendición; milagro que obró la conversión de todo el pueblo.
Todo
predicaba en San Antonio: su modestia, su humildad, su mansedumbre, sus
gratísimos modales. Primero ganaba los corazones, y después los convertía.
Apoderóse de Verona, de Padua, y de casi toda la Marca Trevisana el tirano
Ezelino ; llenó á Italia de carnicería y de terror, burlándose igualmente de
las fuerzas de los príncipes confederados contra él, que de las excomuniones de
los sumos Pontífices; sólo á San Antonio se humilló. Púsole el Santo delante
los ojos, con tanto celo y con tanta intrepidez, el número y la enorme gravedad
de sus pecados ; afeóle sus crueldades con tanta eficacia y, energía, que
detuvo el curso de aquel precipitado torrente. Respetóle Ezelino, echóse á sus
pies, y prometió convertirse. No lo cumplió, pero se contuvo mientras el Santo
vivió, aunque después de su muerte volvió á sus primeros desórdenes y tiranías.
Al
mismo tiempo que Antonio trabajaba con tanto celo y con tanto fruto en la
conversión de los pecadores, no se olvidaba de atender á las necesidades de su
Orden. Había sido electo por general de ella Fr. Elías, hombre ostentoso y
arrogante, de espíritu muy contrario al del Santo Patriarca. Comenzó á
introducir en la seráfica familia la relajación y la licencia. Era Antonio
provincial de la Romana, y se opuso valerosamente á las novedades del general.
Recurrió al Papa Gregorio IX, en cuya presencia defendió aquel admirable
compendio de la santa Regla, que se llama El Testamento de San Francisco, y
conservó en la religión el vigor y el espíritu de pobreza y de austeridad, que
constituye su verdadero carácter. Citado á Roma Fr. Elías, fué despojado de su
cargo; y como nuestro Santo sólo se había movido por el celo de la mayor gloria
de Dios, obtuvo licencia de Su Santidad para renunciar su empleo, con
privilegio de que nunca se le pudiese obligar á ninguno otro de la Orden. Quiso
el Papa detenerle en la corte, para servirse de su consejo en los negocios de
la Iglesia; pero Antonio, suspirando siempre por el retiro, logró con sus
reverentes súplicas le permitiesen restituirse á su convento de Padua, donde
continuó en las funciones de su apostólico ministerio, y trabajó también
algunas obras espirituales, que fueron de mucha utilidad á toda la Iglesia de
Dios.
Apenas
se puede comprender cómo un hombre de solos treinta y seis años, de muy
delicada salud, y ésa sumamente quebrantada por sus excesivas penitencias, pudo
en tan poco tiempo conseguir tantos triunfos de los herejes; convertir un
número sin número de pecadores; enseñar y predicar en las más célebres ciudades
con un séquito jamás oído; recorrer Italia, Francia, Sicilia y España con fruto
tan universal, y llenar el mundo con la fama de sus hechos y portentosas
maravillas; efectos prodigiosos del ardiente amor que profesaba á Jesucristo.
Pocas almas le amaron con mayor ternura, y pocas fueron más tiernamente amadas
del Salvador. Comunicóle un elevado don de contemplación; éranle muy frecuentes
las revelaciones, los éxtasis y las visiones. Movido un día de curiosidad el
huésped que le tenía en su casa, quiso acechar lo que hacia en su cuarto, y le
vió de rodillas con el Niño Jesús en los brazos, que le estaba regalando con
dulcísimas caricias ; y en este tierno pasaje le representan los más de sus
retratos.
El
que amaba con tanta ternura al Hijo, no podía menos de profesar una
singularísima devoción á la Madre. Esta se puede decir que había nacido con
nuestro Antonio ; por lo menos es cierto qué en él se anticipó al uso de la
razón. Dilatábasele el corazón cuando hablaba de esta Señora, acreditando sus
amantes expresiones la ilimitada confianza que tenía colocada en Ella. En sus
sermones, en sus escritos y en sus conversaciones siempre se había de hacer
lugar á la devoción con la Virgen María ; y en sus necesidades recurría por lo regular á algunos de los himnos que canta la
Iglesia á esta soberana Reina Celestial.
Teniendo
revelación de su cercana muerte, se retiró á cierta ermita, que se llamaba
Campiettro, distante una legua de Padua, para vacar á sólo Dios. Pero duró poco
este retiro; porque, conociendo que ya estaba muy cercana la postrera hora,
rogó á los frailes que estaban en su compañía le llevasen al convento. Tuvo el
pueblo noticia de que le traían á él, y concurrió tanta gente á recibirle, que,
temerosos los frailes de que le sofocasen, le metieron en el hospicio de los
confesores del convento de Santa Clara, donde, recibidos todos los sacramentos
con el fervor y con la devoción que acostumbran los santos, pronunciando el
himno: ¡Oh gloriosa Domina!, que le
era tan familiar, entró en el gozo de su Señor el día 13 de Junio del año 1231,
á los treinta y seis de su edad, y á los diez de su ingreso en la religión de
San Francisco.
Luego
que expiró, se cubrió de luto toda la ciudad, y los niños corrían por las calles
gritando: El Santo ha muerto.
Hicieron las monjas de Santa Clara todo cuanto pudieron para quedarse con el
precioso tesoro de su cuerpo ; pero no lo consiguieron de los religiosos de San
Francisco. El entierro, más pareció triunfo que pompa funeral. El prodigioso
número de milagros que obró en su vida, y el de los que se repitieron en su
glorioso sepulcro, movió al Papa Gregorío IX, que le había tratado y conocido,
á mandar se procediese sin perder tiempo á las informaciones necesarias en
orden á su canonización. Concluyéronse los procesos el año siguiente, y expidió
el Papa la bula en Espoleto, el 1 de Junio de 1232; de manera, que la primera fiesta que se celebró de nuestro Santo (sin
ejemplar hasta entonces) fué puntualmente el primer día aniversario de su
preciosa muerte.
Treinta
y dos años después de ella hizo levantar la devoción de los paduanos una de las
más suntuosas y más magnificas iglesias que se admiran en el universo, adonde
fueron trasladadas sus reliquias. Descubrióse la caja,
y se halló toda la carne consumida; pero la lengua, instrumento de tantas
conversiones, así de herejes como de pecadores, tan fresca, tan rubicunda y tan
hermosa como si él cuerpo estuviera vivo. Tomóla en sus manos San
Buenaventura, general á la sazón de la Orden, que asistió á esta traslación; y,
teniéndola en ellas, exclamó diciendo: ¡Oh bienaventurada lengua, empleada siempre en alabar á
Dios, y en hacer que otros le alabasen; tu incorrupción muestra bien cuán
agradable le fuiste! Venérase hasta el día de hoy esta admirable
reliquia, colocada en uno de los más primorosos y más ricos relicarios que se
conocen en todo el orbe cristiano. Todos saben la general devoción que profesan
los fieles á este gran Santo, y el universal recurso á su protección en todas
las necesidades, pero singularmente para hallar las cosas perdidas. Ignórase
cuál fué el verdadero origen de este particular recurso; pero es verosímil no
fuese otro que el haberse experimentado tan general su protección en todas las
necesidades que acudía á ella la devota confianza. En un manuscrito muy antiguo
se lee que un gran devoto de San Antonio, vecino de Lisboa, perdió un precioso
anillo, dejándole caer por descuido en un pozo muy profundo; pocos días después
se cayó en el mismo pozo la herrada con que se sacaba agua de él; y habiéndola
extraído un criado, se halló en el fondo de ella el perdido anillo, á cuya
vista comenzó el criado á gritar : ¡Milagro,
milagro!
Todas
las maravillas que cada día está obrando Dios por los méritos de este
prodigioso Santo se compendian en el siguiente responsorio, con que comúnmente
invoca la devoción á San Antonio:
Si buscas
milagros, hallarás que por la intercesión de San Antonio la muerte se retira,
el error se desvanece, los trabajos cesan, el demonio huye y la lepra se
disipa. Los enfermos se levantan repentinamente sanos, el mar alborotado se
sosiega y se rompen las prisiones. Acuden á Antonio los jóvenes y los ancianos,
así por los miembros como por las demás cosas que perdieron: recobran los
primeros y encuéntranse con las segundas. En una palabra, destierra los
peligros y ahuyenta la necesidad. Díganlo, si no, los paduanos y publíquenlo
cuantos lo han experimentado.
Las
reliquias de San Antonio se han distribuido en diferentes lugares de la
cristiandad. En Padua se veneran la lengua y la mandíbula inferior, que se
exponen á la pública adoración en dos preciosísimos relicarios; en Lisboa, un
hueso de sus brazos, que fué enviado al rey D. Sebastián el año 1570; y en
Venecia la, parte de un brazo, colocada en el suntuoso altar que la Serenísima
República erigió á San Antonio en la iglesia de Nuestra Señora de la Salvación.
La Misa es en honor de San Antonio de Padua,
y la oración la siguiente:
Haced,
Dios mío, que la solemne festividad de tu confesor Antonio regocije toda la
Iglesia, para que, fortificada con los socorros espirituales, merezca disfrutar
los gozos eternos. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del cap. 4 de la primera que escribió el apóstol San
Pablo á los corintios.
Hermanos:
Estamos hechos espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres.
Nosotros estultos por Cristo, y vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles,
y vosotros fuertes; vosotros gloriosos, y nosotros deshonrados. Hasta esta
hora tenemos hambre y sed, y estamos desnudos, y somos heridos con bofetadas,
y no tenemos dónde estar, y nos fatigamos trabajando con nuestras manos: somos
maldecidos, y bendecimos; padecemos persecución, y tenemos paciencia; somos
blasfemados, y hacemos súplicas; hemos llegado á ser como la basura del mundo y
la hez de todos hasta este punto. No os escribo estas cosas para confundiros,
sino que os aviso como á hijos míos muy amados en Cristo Jesús Nuestro Señor.
REFLEXIONES
Es la
virtud cristiana como cierto género de espectáculo para el mundo, que no
acierta á comprender cómo es dable que la virtud sea plausible; lo es para los
ángeles que admiran en ella la fuerza de la gracia, y lo es también para los
hombres que la reconocen por único origen de la verdadera felicidad. Ándase en
busca de milagros, y acaso ninguno hay ni más estupendo ni más universal, ni
que deba dar más golpe como tanto número de almas santas, de personas religiosas
que son el espectáculo de su siglo. Enciérranse muchos en los claustros, en la
vida retirada y en las virtudes, escondida de tantas virtuosas almas. Un joven
único heredero de una ilustre casa y opulentos mayorazgos, adornado de cuantas
nobles prendas se puedan desear, solicitado de todos los halagüeños atractivos
del mundo, en aquella edad que se considera la florida sazón de todas las
diversiones; á la entrada de una carrera donde todo le brinda, todo le halaga,
todo le sonríe; este joven sacrifica sus riquezas, sus prendas, su nobleza y
hasta sus mismas esperanzas, posponiendo por amor de Jesucristo todo el
esplendor de que el mundo se alimenta, á una vida obscura, pobre, humilde y
penitente.
Una
bizarra doncella en la flor de su edad, distinguida por su noble nacimiento,
pero mucho más por su hermosura, por su discreción y por su despejo; tan rica
como entendida, y tal vez idolatrada de todo un pueblo, prefiere generosamente
un grosero velo, un rústico sayal en que se amortaja y entierra, á todo el
fausto y aparato de joyas y de galas que, naturalmente, idolatraría ella misma.
Bien sé que estos milagros de la gracia se suelen atribuir á caprichos del
humor ó á diferencias del genio; pero examínense más de cerca, descúbranse los
motivos, considérense las consecuencias, compárese todo con nuestra natural
flaqueza, y se hará patente el milagro más claro que el medio día.
El
Evangelio es del cap. 12 de San Lacas, y el mismo que el día 12.
MEDITACIÓN
De
la pronta correspondencia á la gracia.
Punto primeko.—Considera que no habla sólo de
la hora de la muerte ni del juicio particular el Salvador del mundo, cuando tantas
veces nos exhorta en el Evangelio á que abramos la puerta luego que el Señor
llame á ella. Entonces, inútilmente nos haríamos sordos; cuando llame en
aquella hora, no tiene remedio, es necesario partir; de nada sirve nuestra
modorra ni nuestra insensibilidad, porque ni á una ni á otra se atiende. No
siempre viene el Señor como severo Juez; durante la vida nos llama muchas veces
como Padre, como Esposo y como Amigo; llámanos con sus inspiraciones, con sus
piadosos impulsos ó movimientos, con su gracia; también habla, advierte y grita
por medio de sus ministros, ya en el pulpito y en el tribunal de la penitencia;
habla al alma de cien modos en los libros espirituales, en los ejemplos santos,
y hasta en los sucesos y reveses de la vida. Pero donde más ordinaria y más
fuertemente llama es en la oración y en la meditación de las grandes, de las terribles
verdades de la religión. Considera de cuánta importancia es estar prontos á su
voz, abrirle luego que llama, oírle desde que comienza á hablar. ¡Ah, qué
preciosos, qué críticos son estos momentos! Si te niegas á oirle, calla; si no
le abres luego, pasa adelante.
Punto segundo.—Considera que si los santos no
hubieran sido prontos á aquellas primeras solicitaciones de la gracia, á las
cuales tenía Dios como aligados los grandes auxilios que los elevaron después
á tan eminente santidad, quizá no hubieran sido santos, y de cierto no lo
serían tanto. Arriesgase mucho cuando se deja apagar aquella luz sobrenatural
que con tanta claridad nos descubre la vanidad del mundo; ¡ y cuánto se
aventura cuando se cierran los oídos á la voz interior que tan fuertemente nos
llama! Si Zaqueo no hubiera bajado prontamente cuando le llamó el Salvador,
¿sería aquél día de salvación para su dichosa casa? Nota que el Salvador no le
mandó bajar comoquiera, sino bajar prontamente: festinans descende; y,
con efecto, prontamente bajó: festinans descendit. Apoco que se hubiese
descuidado, ya el Salvador se habría ido. Pues tan de paso suele venir la
gracia como lo estaba entonces el Salvador; en deteniéndose un poco, ya no es
tiempo.
Aquel
ángel que despertó á San Pedro en la cárcel, no le dijo puramente que se
levantase, sino que se levantase con velocidad: surge velociter. Levantóse
el apóstol sin demora, y al punto se vio libre de las cadenas. ¡ Ah, Señor, y á
cuántos habéis dicho: festinans descende! Baja de esas alturas
peligrosas adonde te ha elevado la altanería de tu orgullo; baja en espíritu á
la consideración de tu misma nada, y en ella encontrarás remedios muy eficaces
para curar muchas enfermedades del alma; pero, en todo caso, baja prontamente.
¡ Ah,
Señor, cuántos motivos de dolor y cuántos de temor me está haciendo presentes
la conciencia! ¡Cuánto y cuánto tengo de qué arrepentirme! ¡Tantos buenos
pensamientos sofocados, tantas inspiraciones extinguidas! No os canséis,
Señor, de hablar á vuestro siervo, que pronto estoy á prestaros dóciles oídos,
pronto á abriros la puerta de mi corazón sin tardanza: mandad, Señor, y seréis
obedecido.
JACULATORIAS
Hablad,
Señor, que vuestro siervo oye.—I Reg., 3.
Aquí me
tenéis, Señor, pues me llamasteis.—Ibid.
PROPÓSITOS
1. Es la gracia una luz sobrenatural que
fácilmente puede apagarse; es un piadoso movimiento de la voluntad, pero fugaz
y pasajero; es una saludable inspiración que enseña al alma lo que debe hacer,
y al mismo tiempo la comunica fuerzas para ejecutarlo. Pero si no corresponde
con fidelidad y sin dilación á la gracia, se apaga esta preciosa luz, cesa este
piadoso movimiento, y esta saludable inspiración se convierte en nuevo cargo.
Pues trae hoy á la memoria, si es posible, todas las gracias que has recibido
en el discurso de tu vida; tantas veces como has conocido con la mayor claridad
el vicio, la nada, la falsa brillantez de los bienes, de los deleites, de las
honras de este mundo; tantas fuertes inspiraciones para que te fabricases una
fortuna más sólida, trabajando seriamente en el importantísimo negocio de tu
salvación; tantos deseos, en fin, y aun tantos proyectos de convertirte, que
todos se desvanecieron, porque á nada te resolviste desde aquel mismo punto.
Ea, no pase adelante tu infidelidad; estas mismas reflexiones que ahora haces,
son una gracia importantísima, de la cual depende quizá tu eterna salvación. No
te contentes sólo con el vivo dolor de haber sido hasta ahora tan infiel; logra
también el consuelo de experimentar desde luego tu presente fidelidad.
2. No te contentes con decir: yo lo quiero;
ten el gusto de poder añadir: así lo he hecho. Todo lo que has leído
hasta aquí, es una prueba segura de que ahora tienes en tu mano la gracia; correspóndela
sin dilación y da principio á esta correspondencia por la modestia y la
atención en el Oficio divino y en tus oraciones; por la devoción en la Misa,
por el respeto en el templo y en todos los actos de religión, diciéndote á ti
mismo, siempre que suene el reloj, aquellas devotas palabras del Santo Rey y
Profeta David: Hoy lo dije, y hoy lo ejecuté por la gracia del Excelso; en este
día he comenzado á vivir cristianamente.