PADRE FEDELE DA SIGMARINGEN, Sacerdote Predicatore Martire (1578-1622)
Marco Roy (Fedele) nasce a Sigmaringen, diocesi di Costanza, nei primi giorni d'ottobre del 1577
Nel 1601 ottiene la laurea di filosofia nel collegio dei gesuiti di Brisgovia.
Negli anni 1601-1604 frequenta l'università di Friburgo
Nel 1604 accompagna un gruppo di studenti in Italia
Il 7 maggio 1611 ottiene brillantemente la laurea in diritto civile ed ecclesiastico
Nel mese di settembre 1612 viene ordinato sacerdote
Il 4 ottobre 1612 entra tra i cappuccini e inizia il noviziato nel convento di Friburgo
Il 4 ottobre 1613 professione religiosa
Dal 1614 al 1618 studia teologia a Friburgo, a Fraunfeld e Costanza
È guardiano a Rheinfelden nel 1618-1619
Superiore a Feldkirch nel 1619-1620
Guardiano a Freiburg nel 1620-1621 e ancora a Feldkirch nel 1621-1622 dove assiste i soldati
Creata da Propaganda Fide la Missione nella Rezia, nel 1622 è fatto missionario apostolico a Prättigau
Il 24 aprile 1622 a Seewis è ammazzato dagli eretici
In ottobre 1622 il corpo è portato a Feldkirch
Il processo informativo inizia nel 1623
Beatificato il 24 marzo 1729 da Benedetto XIII
Dichiarato santo da Benedetto XIV il 29 giugno 1746
Negli anni 1601-1604 frequenta l'università di Friburgo
Nel 1604 accompagna un gruppo di studenti in Italia
Il 7 maggio 1611 ottiene brillantemente la laurea in diritto civile ed ecclesiastico
Nel mese di settembre 1612 viene ordinato sacerdote
Il 4 ottobre 1612 entra tra i cappuccini e inizia il noviziato nel convento di Friburgo
Il 4 ottobre 1613 professione religiosa
Dal 1614 al 1618 studia teologia a Friburgo, a Fraunfeld e Costanza
È guardiano a Rheinfelden nel 1618-1619
Superiore a Feldkirch nel 1619-1620
Guardiano a Freiburg nel 1620-1621 e ancora a Feldkirch nel 1621-1622 dove assiste i soldati
Creata da Propaganda Fide la Missione nella Rezia, nel 1622 è fatto missionario apostolico a Prättigau
Il 24 aprile 1622 a Seewis è ammazzato dagli eretici
In ottobre 1622 il corpo è portato a Feldkirch
Il processo informativo inizia nel 1623
Beatificato il 24 marzo 1729 da Benedetto XIII
Dichiarato santo da Benedetto XIV il 29 giugno 1746
"O Signore, trasformami tutto in Te! Intendo in special modo supplicarti di rendermi totalmente conforme alla tua santissima Umanità in tutte le tue virtú, tribolazioni, pene e tormenti, e soprattutto nella tua abiezione, umiltà e annientamento".
(S. Fedele da Sigmaringen)
Germania
Germania
Nella liturgia viene ricordato il 24 aprile
San Fidel de Sigmaringa
(1577-1622)
por Ángel de Novelé,
o.f.m.cap.
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San Fidel fue un capuchino alemán, nacido en Sigmaringa,
pequeña ciudad de Suabia, a orillas del Danubio. Vivió entre 1577 y 1622, parte
en Alemania, parte en Suiza. Para ambas naciones eran aquéllos unos tiempos
movidos, inseguros y tormentosos. La Reforma protestante, que apareció en la
primera mitad del siglo XVI, había echado raíces firmes y dividido
inevitablemente a sus hombres y a sus pueblos. Había por doquier ambiente de
lucha, de recelos, de incomodidad religiosa y política. Entre los dos sectores
cristianos, el católico y el protestante, se dieron violencias lamentables, que
dejaron en los ánimos prejuicios y antipatías seculares, en que, como siempre,
llevaron las de perder los católicos. Sabemos bien que ninguno de los jefes de
la mal llamada Reforma fue modelo de mansedumbre. Tal vez por sus propios
remordimientos, y ciertamente por el orgullo que les dominó, sus ánimos se
exacerbaron de manera que hasta inverosímiles nos parecen las referencias
exactas que tenemos de sus desplantes, frases groseras y accesos de furor. Por
su parte, las tropas católicas reprimieron a veces violentamente los avances del
protestantismo con desmanes improcedentes. Todo esto trajo luchas y odios que
estaban muy vivos cuando vino al mundo nuestro San Fidel de Sigmaringa.
Estas luchas tuvieron una ventaja: perfilar más y más las ideas
de los católicos, su responsabilidad y su conducta. Hubo desde el principio
hogares que cerraron a cal y canto sus puertas a los vientos de la herejía y
supieron mantener con dignidad y fortaleza los principios salvadores de la
religión católica. Uno de estos hogares fue el de Juan Rey y Genoveva
Rosemberger, los padres del Santo, que fundaron el suyo sólidamente en la verdad
y el amor de Dios, y lo hicieron digno hasta de las evidentes resonancias
españolas que tenía el apellido paterno.
San Fidel, que en el bautismo recibió el nombre de Marcos,
tiene en su haber el mérito incomparable del martirio. Ya es bastante para haber
llegado a la gloria de los altares, porque el acto heroico de amor de Dios que
supone el martirio hace santos en un momento a los que lo sufren. Pero San Fidel
tiene, como la mayor parte de los mártires, además del mérito del martirio, el
de una vida en todo conforme con tan alta vocación. Porque, al fin, el martirio
es una gracia que Dios concede a quienes elige para morir por Él.
San Fidel fue algo así como una obra maestra de Dios para
aquellos tiempos y aquellas regiones. Tuvo el carácter del alemán clásico,
íntegro en sus costumbres, serio, constante, inflexible, ingenuo. Los biógrafos
nos lo presentan maduro desde los años de su juventud, alegre, muy inteligente y
sin perder nunca los estribos. Sobre todo, fue siempre hombre de gran corazón lo
que, andando el tiempo, fue, sin duda, factor importante para que los ideales y
estilo de vida de la Orden franciscana le vinieran como anillo al dedo.
Como era de familia noble, hizo sus estudios en la Academia
Archiducal de Friburgo de Brisgovia, y los cursó tan brillantemente, que se
decía que ni en la Academia ni en la ciudad había quien le igualase en talento.
Salió de allí hecho un maestro en el manejo del latín, francés e italiano, y muy
joven todavía consiguió el doctorado en ambos derechos.
Terminados sus estudios, el barón de Stotzingen quiso que
acompañara a un hijo suyo y a otros jóvenes en un viaje instructivo por Europa,
porque pensaba que la presencia de Marcos Rey era la mejor seguridad para los
padres de los muchachos. Nuestro joven aceptó el encargo, que fue, creemos,
providencial, porque ese aireo por fuera al final de sus estudios le puso al
corriente del estado de algunas naciones en sus forcejeos con el protestantismo
y de las artes que éste se daba para ganar prosélitos. Sus compañeros de viaje
nos han dicho del futuro mártir cosas tan interesantes como éstas: Que no dejó
un solo día sus prácticas piadosas, que discutía con energía y pasmosa seguridad
con los protestantes, que nunca le vieron airado y que ya entonces tenía por
lema de su vida el estudio, la oración y la penitencia.
A la vuelta del viaje abrió inmediatamente su despacho de
abogado en Ensisheim (Alsacia). Mal asunto, porque la carrera de abogado es
tradicionalmente peligrosa para los que hilan delgado y tienen escrupulosa
conciencia. Entre los capuchinos es muy conocida una cuarteta humorística
dedicada a San Fidel y que dice así:
Santo es hoy quien fue abogado. ¡Obra del poder divino! Le
costó ser capuchino y morir martirizado.
Efectivamente. Comenzó la profesión con el optimismo fácil de
la juventud y con la mejor buena voluntad del mundo. Pero en uno de los primeros
pleitos que hubo de defender, el abogado contrincante le propuso en secreto «un
arreglo» ventajoso para los dos. Aquello bastó para que abandonara
irrevocablemente la toga por razones que hoy llamaríamos de incompatibilidad
temperamental. Alma tan clara y sincera no había nacido para componendas de
ninguna clase.
Hubo a renglón seguido una pequeña crisis en su espíritu, antes
de tomar el camino de su verdadera vocación, porque ya entonces le salieron al
paso voces facilitonas y doctorales que calificaron de cobardía el deseo de ir a
«enterrar» en un convento los talentos superiores que poseía. Pero, al fin,
Marcos Rey se decidió a meterse capuchino. Los capuchinos estaban entonces en
alza. No llevaban todavía un siglo de existencia y eran ya famosos en casi todo
Europa. Después de las primeras vicisitudes y no pequeñas contrariedades de la
nueva rama del frondoso árbol franciscano, la austeridad inverosímil, la
sencillez encantadora, el celo impetuoso y dulcísimo de los que Lacordaire llamó
más tarde «los Demóstenes del pueblo», acabaron por convencer a todos y
propagarse como llama por el bosque. Cuando San Fidel se decidió a ingresar en
esta Orden, estaba muy extendida por Alemania y Suiza y contaba con figuras
excepcionales, como la de San Lorenzo de Brindis, entonces en el cenit de su
carrera de predicador y diplomático, no menos que de hombre de Dios venerado por
cuantos le conocían en toda Europa. El mismo San Fidel tenía un hermano
capuchino, el padre Apolinar de Sigmaringa, músico, poeta y orador
celebérrimo.
Cuando tomó el hábito en Friburgo tenía treinta y cinco años y
era ya sacerdote. Ambos acontecimientos, la ordenación sacerdotal que recibió
por consejo del obispo de Constanza, y la toma de hábito, se realizaron en el
otoño de 1612. Hizo su noviciado y profesión, y pasó en seguida al seminario de
Constanza para cursar la sagrada teología. Los propios profesores eclesiásticos
que tuvo en aquellos primeros años de religioso aseguran que su austeridad,
humildad y devoción eran extraordinarias, y que veían en él una superioridad
interior, que resaltaba entre todos los de su convento.
Apenas terminados los estudios de teología, se dedicó de lleno
a la predicación, de la que esperaban grandes frutos cuantos le conocían.
Recorrió gran parte de Suiza y Austria, y el sur de Alemania. En todas partes
encontró la cizaña protestante haciendo estragos en el trigal evangélico. De su
predicación nos dicen los biógrafos que era francamente elocuente, de buen
sentido, concienzuda. San Fidel hablaba ordinariamente con suavidad y
mansedumbre, bien preparado, con notable unción, haciéndose tan atractivo por
estas cualidades, que hasta los herejes le oían con agrado. Tal vez fue este
atractivo lo que no le perdonaron después los herejes al señalarle como víctima
entre todos sus compañeros de misión. Pero no todo era suavidad en el padre
Fidel. Frecuentemente le arrebataba el espíritu de Dios y entonces saltaba la
valla de la humana prudencia, que le aconsejaba inútilmente la moderación. Más
de una vez llegaron a sus oídos frases como ésta: «Padre, si quiere comer aquí
buenas sopas modere su celo y deje correr los acontecimientos». Es ésta
exactamente la impresión que nos dan los sermones que se conservan del Santo.
Aparece en ellos siempre el catequista oportuno, eficaz, documentado y piadoso.
Pero también el orador inflamado, el lírico contagioso, el hombre de Dios que
paladea en el púlpito las suavidades del dogma católico, el fustigador del vicio
con frases afiladas como puñales, impresionantes hoy, cuando tan curados estamos
de espantos.
Alternó la predicación con el cargo de guardián de los
conventos de Friburgo, Rheinfelden y Feldkirch. Presidiendo la comunidad de este
último fue destinado a la misión de la Alta Rezia, en donde encontró el
martirio.
Era el año 1622. El archiduque de Austria Leopoldo, que había
emprendido una cruzada contra la herejía, llevó sus armas victoriosas hasta el
país de los grisones, en Suiza, y pidió al Papa que enviase allí misioneros.
Suiza fue, como sabemos, una de las naciones que más directamente padecieron las
consecuencias del protestantismo. La actividad reformadora comenzó en Zúrich con
Zwinglio, en 1519. Y lo malo fue que la actividad zwingliana se desarrolló tanto
en el terreno político como en el religioso. Trabajaron también ardorosamente en
Suiza Calvino y Ecolampadio. Al principio la Reforma tuvo poco éxito, pero ya en
1528 los católicos fueron excluidos del Consejo de la ciudad de San Gall. En
algunos sitios, como Berna, la herejía fue introducida violentamente. Así, poco
a poco, el país quedó totalmente dividido, de forma que en 1590 unas ciudades
eran netamente católicas, como Lucerna, Zug y Friburgo, y otras, como Zúrich,
Berna y Ginebra, totalmente protestantes. También hubo regiones en las que ambas
confesiones, la católica y la protestante, andaban mezcladas, y una de éstas fue
la de los grisones. Las comarcas que abrazaron el protestantismo se unieron
entre sí y con algunos extranjeros, mientras que los cantones católicos se
agruparon en propia defensa y se aliaron con Austria. De esta manera se
originaron las dos famosas guerras de Capel (1529-1531), que terminaron con la
victoria de los católicos y la muerte trágica de Zwinglio.
Desde el concilio de Trento (1545-1563), que fue el gran muro
que la Iglesia opuso al protestantismo, hubo en Suiza celosos promotores de la
fe y de la verdadera reforma, entre los que destaca San Carlos Borromeo. Después
trabajaron los jesuitas y su gran apóstol San Pedro Canisio. A ellos se debe la
fundación de colegios en Lucerna, Friburgo de Brisgovia, Siders y otras
ciudades. Al mismo tiempo que los jesuitas llegaron los capuchinos, que
erigieron su primer convento en Altdorf, en 1579, y al que siguieron otros
treinta en todas las comarcas de la Confederación.
El llamamiento del archiduque Leopoldo tuvo eco en Roma, pues
estaba recién fundada la Congregación de Propaganda Fide. El origen de esta
Congregación, netamente misionera, se halla ya en una ordenación de Gregorio
XIII, por la que encargó a cierto número de cardenales de la dirección de las
Misiones de Oriente y decretó la impresión de catecismos en lenguas comunes.
Pero no estaba sólidamente fundada. Ahora, en tiempos de Gregorio XV, había en
Roma un gran predicador capuchino, el padre Jerónimo de Narni, con fama de
santidad y a quien San Roberto Berlarmino comparó con el propio San Pablo. Fue
este capuchino el que concibió el pensamiento de extender la influencia de dicha
Congregación y el que, por su cargo de predicador apostólico, influyó cerca del
Papa, el cual, por la constitución apostólica Inscrutabili, de 22 de
enero de 1622, fundó la Congregación de Propaganda Fide, que se ocupa desde
entonces de todas las Misiones del mundo, reuniendo fondos para atenderlas
económicamente, destinando los misioneros, nombrando prefectos, y conociendo y
tratando todos los asuntos pertenecientes a la propagación de la fe en todas
partes. Para los capuchinos es motivo de satisfacción saber que no sólo tuvieron
buena parte en la fundación de la misma, sino que le dieron el primer mártir,
como vamos a ver.
Una de las primeras preocupaciones de esta Sagrada Congregación
fue enviar misioneros a las regiones europeas más amenazadas por el
protestantismo, por lo que la petición del archiduque se aceptó inmediatamente,
enviando allá diez capuchinos y al frente de ellos al padre Fidel de Sigmaringa.
La región de los grisones era conocida del padre Fidel, pues en alguna de sus
correrías apostólicas habíala misionado y sabía por propia experiencia las
grandes dificultades y los peligros que encerraba, por haber sido una de las
regiones donde más lucha hubo entre católicos y protestantes. A la sazón, como
sabemos, estaba dominada por los austríacos y expuesta a algún exceso de las
tropas. Aceptó la invitación del Papa con la naturalidad con que los buenos
apóstoles aceptan las peores consecuencias de su misión, pero sabiendo bien
adónde iba. Por eso quiso despedirse de los suyos en una solemne función
religiosa en la iglesia del convento de Feldkirch, y en el sermón que predicó
dijo claramente que se marchaba a predicar a los herejes y que no volvería vivo.
«Sé que voy a morir asesinado», dijo entre otras cosas, y partió. Era el 14 de
abril, y fue martirizado diez días después, lo cual confirma que sus temores no
eran infundados y que no habló a humo de paja.
Al llegar a la misión encontróla profundamente turbada. Por
todas partes había facciones, insidias, reuniones secretas. Con tacto exquisito
trató de insinuarse en las almas y devolver la serenidad a todos para comenzar
su obra de apostolado, pero se temía por momentos un tumulto fatal. En vista de
ello, y no esperando cosa buena, lo primero que hizo fue prepararse para lo que
Dios quisiera y vivir con la mayor pureza de conciencia posible. Escribiendo uno
de esos días al abad de San Gal, gran amigo suyo y su primer biógrafo, firmó la
carta así: «Fr. Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Para el día 24 de abril fue invitado por unos herejes de
Seewis, que, al parecer, querían oír la palabra de Dios de labios del famoso
misionero. Era domingo. Muy temprano celebró la santa misa, después de
confesarse, y partió desde Grusch a Seewis, acompañado del archiduque, del
capitán Fels y una escolta de soldados. Se encontraron la iglesia completamente
llena, pues los herejes, que tenían sus planes bien trazados, habían tomado
todas las posiciones. El misionero subió al púlpito con ciertas esperanzas de
hacer algún fruto, pero, apenas subido, palideció repentinamente. Había en el
púlpito un papel que decía: «Hoy predicarás, pero será la última vez». Reaccionó
valientemente y comenzó el sermón. En el transcurso del mismo, en tres o cuatro
ocasiones, le pareció advertir amagos de tumulto, pero fue al final cuando los
enemigos irrumpieron en el templo, después de matar a los soldados de la puerta,
armados de espadas, bombardas, mazas y palos. Sonó en seguida un tiro y la bala
fue a dar en la pared, muy cerca del predicador. Este descendió del púlpito y se
postró ante el altar de la Virgen, encomendándole su suerte. Algunos amigos le
impelieron a salir rápidamente por la puerta de la sacristía, pero apenas había
andado unos trescientos pasos, ya fuera de la población, le alcanzaron los
herejes, que le rodearon como lobos y le instaron a que se entregara. «No me
entrego», respondió enérgicamente. «Pues te mataremos», le replicaron. «Podéis
hacerlo, pues estoy en las manos de Dios y las de su Santa Madre», dijo el
mártir. Y añadió: «Pero mirad bien lo que vais a hacer, no sea que tengáis que
arrepentiros algún día». Un golpe tremendo de espada en la cabeza lo derribó,
quedando de rodillas. «Jesús, María, valedme», exclamó. Y no pudo decir más,
porque, arrojándose en tumulto todos sobre él, le atravesaron el costado con
espadas y le destrozaron el cráneo a golpes de mazas y palos. Quedó envuelto en
un charco de sangre en medio del campo e insepulto cerca de veinticuatro horas.
Eran las 11 de la mañana del 24 de abril de 1622.
Su sepulcro está en la catedral de Coira y su cráneo se
conserva en el convento de Feldkirch, su antigua guardianía. Dios quiso
glorificar su memoria desde un principio, pues sus reliquias fueron un semillero
de milagros. Lo cual movió a los papas a su definitiva exaltación en la tierra.
Benedicto XIII le beatificó el 21 de marzo de 1729, y Benedicto XIV le canonizó,
juntamente con San José de Leonisa, otro gran apóstol capuchino, el 26 de junio
de 1746.
Ángel de Novelé, OFMCap,
San Fidel de
Sigmaringa, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC
184), 1959, pp. 164-172.
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