San Bernardino de Siena
(1380-1444)
por Bernardino Llorca,
s.j.
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San Bernardino de Siena fue uno de aquellos predicadores de
penitencia que en el siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron
eficazmente a la reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y
apostólico y su oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos
vivientes del celo y de la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos
predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y
otros.
Nacido en 1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de
los Albiceschi, recibió Bernardino en Siena una educación completa en las
ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito de San Francisco; en 1404
recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue destinado a la
predicación.
Pero transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades
oratorias le ayudaban a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas
como, por otra parte, se distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece
el año 1417 como guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues,
de una manera inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere
que recibió la orden divina, transmitida por un novicio: «Hermano Bernardino, ve
a predicar a Lombardía».
El hecho es que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y
comienza aquella carrera de grandes misiones o predicaciones populares, cuya
característica era un intenso amor a Jesucristo, que llegaba al interior de sus
oyentes y arrancaba lágrimas de penitencia. Este amor a Jesucristo lo
sintetizaba en el anagrama del nombre de Jesús, tal como, precisamente desde
entonces, se ha ido popularizando cada vez más: I H S. Llevábalo a guisa de
banderín y procuraba fuera grabado en todas las formas posibles, en estampas de
propaganda, en grandes carteles y, sobre todo, en los testeros de las iglesias,
casas consistoriales y domicilios particulares de las poblaciones donde
misionaba. Aquello debía servirles de recuerdo perenne de las verdades
predicadas y de las decisiones tomadas. De ello pueden verse, aun en nuestros
días, multitud de ejemplos en los territorios donde él predicó.
Efectivamente, en 1418 predica la Cuaresma en la iglesia
principal de Milán, donde el último de los Visconti daba el triste ejemplo de
una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se revela un orador popular de
cualidades extraordinarias. El pueblo se siente transformado por el fuego de su
predicación. Vuelve al año siguiente y se repiten los mismos resultados de
grandes conversiones y reforma de costumbres. De 1419 a 1423 recorre las
poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces predica en la misa,
otras durante el día; unas veces organiza una misión, otras es un sermón de
circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación de las costumbres
y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad reformadora en Mantua, y por
vez primera aparece allí su fuerza taumatúrgica. Según los relatos
contemporáneos, al negarse el barquero a conducirle al otro lado del lago, lo
atraviesa sobre su manteo, y a nadie sorprende tan estupendo milagro, pues todos
son testigos de su ascetismo extraordinario y del abrasado amor de Dios que
respira en su predicación.
Pero el fruto de su apostolado no se limita a la transformación
de costumbres y reforma de vastos territorios. En Venecia, donde predica en
1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un hospital para infecciosos.
Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos relatan los cronistas del
tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando hace retornar a la vida a un
hombre muerto en un accidente. La fama de su santidad y de la fuerza
arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca oídas. A partir del año
1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores iglesias para contener las
grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra ardiente de un santo. En Vicenza
habla en la plaza pública a una multitud de veinte mil personas. En Venecia
desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria y acude la población entera a
las plazas públicas para escucharle. Los grandes carteles, en que ostenta el
anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De allí pasa a Ferrara, donde
consigue tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en masa al lujo y a
las diversiones pecaminosas.
Parece imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda
resistir un trabajo tan agotador, sobre todo si se tiene presente que lo
acompaña con una vida extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos
lo transmitieron los más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo
del ascetismo más exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su obra
apostólica. Predica la Cuaresma en Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el
romano pontífice Martín V (1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo pintar
el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y el mercader que se
compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al fin, terminan todos por
entusiasmarse con el invento, que trae consigo una transformación completa de la
ciudad. Siguiendo la llamada de los florentinos, predica en Florencia durante el
verano de 1424, y esta ciudad, prototipo de la elegancia y del lujo más
exagerados, termina la misión organizando grandes hogueras, a las que las damas
de la más elegante sociedad arrojan los objetos más preciados de sus vanidades.
Más aún. Como recuerdo de tan importantes acontecimientos se hace pintar el
anagrama de Jesús y se coloca en la fachada de la iglesia de la Santa Cruz.
En medio de esta carrera de predicación en grande estilo de San
Bernardino no podía faltar su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después
de predicar la Cuaresma en Prato, en 1425, llega a Siena a fines de abril, y
allí derrocha tesoros de su más ardiente palabra apostólica durante cincuenta
días. Entre sus oyentes se encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini,
el futuro papa Pío II (1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama
de Jesús en el testero del Palazzo publico. En Asís, en Perusa, en otras
poblaciones renueva todas las maravillas de su predicación. En 1427 se hallaba
en Viterbo, donde predica la Cuaresma y ataca duramente la usura, una de las
plagas del tiempo.
Esta campaña de 1418-1427, extraordinariamente fecunda en
frutos de conversiones, renovación de costumbres y reforma fundamental de vida,
constituye la primera etapa de la gran obra reformadora realizada por San
Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las características de la
predicación de este gran orador cristiano debemos poner a la cabeza de todas su
eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a las multitudes y
arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo que se refiere a
la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como ejemplos los
esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en sus obras, por
ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha publicado en nuestros
días. Porque su palabra viva y ardiente era completamente diversa de estos
esbozos eruditos, a manera de tratados teológicos. De la verdadera elocuencia de
su lenguaje popular y vivo nos dan una idea aproximada los Sermones
vulgares, que uno de sus oyentes copió en su predicación de Siena en 1427 y
han sido recientemente publicados. Aquí es todo vida, naturalidad, comunicación
íntima con el auditorio. El orador, sin perder de vista el objeto primordial de
su discurso, sigue la inspiración del momento, repite las cosas más difíciles,
mezcla su discurso con frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en
ardientes exclamaciones y apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu
sobrenatural y divino, que lleva la convicción a las almas y arranca de sus
oyentes lágrimas de compunción y propósitos de reforma.
Es admirable la maestría de esta oratoria, eminentemente
popular y profundamente teológica y cristiana. Conserva siempre la dignidad de
la cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le es posible, a los oyentes que le
escuchan y a las circunstancias del tiempo; fustiga las divisiones de partidos y
los vicios más típicos de la época, sobre todo la usura, la sensualidad, el
despilfarro, la vanidad, el espíritu pendenciero; pero siempre en una forma tan
digna y elevada que aparecen su espíritu verdaderamente apostólico y las
entrañas de misericordia de Dios, siempre dispuesto a acoger en sus brazos a los
que de veras se arrepienten de sus vicios y pecados. En particular se observa
que, a diferencia de Jerónimo Savonarola, se mantiene siempre alejado de los
partidos y de toda significación política, y nunca se expresa de un modo
desconsiderado contra ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun
civiles.
Esto no obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en
Viterbo, fue citado y tuvo que presentarse en Roma ante el Papa Martín V.
Habíase elevado una acusación contra él por la novedad que ofrecía su
predicación sobre el nombre de Jesús y la propaganda que hacía de las estampas,
tabletas e inscripciones de su anagrama. Al llegar a Roma se le prohibió subir
al púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta que se examinara y
decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde resignación y con la
confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de resistencia. Pero
entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo predilecto, San Juan de
Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma que el Papa se convenció de
que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía ninguna dificultad teológica y,
por el contrario, podía ser un resorte eficaz para fomentar la devoción del
pueblo. La respuesta a los acusadores se dio públicamente, permitiendo el Papa
que San Bernardino predicara en Roma durante ochenta días, en los que dirigió al
pueblo romano ciento catorce sermones.
Puesta así de relieve la santidad, y habiendo aumentado
extraordinariamente la popularidad y reputación de su compaisano, los sienenses
suplicaron al Papa que nombrara obispo de Siena a San Bernardino. El Papa
accedió a tan justificados ruegos, pero el Santo se resistió. En cambio,
entonces precisamente dio él comienzo a la segunda etapa de su vida apostólica.
Desde agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa campaña en Siena,
desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los cuarenta y cinco
sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un copista y publicados
en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia popular, fuerza
persuasiva y unción religiosa y aun mística de su predicación.
Luego siguió un amplio recorrido por la Toscana, Lombardía,
Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su criterio y experiencia, la eximia
santidad de su vida y la aureola de reputación que lo acompañaba, todas estas
circunstancias juntas producían un efecto sin precedentes. Nada se resiste a su
arrolladora elocuencia. Así, con su palabra de fuego, consigue fácilmente
detener a los sienenses en su ya iniciada guerra contra Florencia. Precisamente
en esta ocasión el emperador Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la
más íntima amistad, y en abril de 1433 le lleva consigo a Roma.
Desde 1433 se inicia la última etapa de la vida de San
Bernardino. Retirado al convento de Capriola, se dedica tres años al trabajo de
redacción de sus obras.
En 1436 dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es
nombrado vicario general de los conventos de la observancia, y en inteligencia
con Eugenio IV (1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde
entonces en fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido, la
carta dirigida el 31 de julio de 1440 a todos sus súbditos. Con la anuencia de
Eugenio IV toma como ayudante en esta obra de reforma regular a San Juan de
Capistrano, su más insigne discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la
eximia santidad de su vida. En esta forma visita las provincias de Génova, Milán
y Bolonia. Es un nuevo campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.
Finalmente, en 1442, admite el Papa su renuncia a este cargo.
Parece que podía entonces dedicarse al descanso. Pero su espíritu apostólico no
se lo permite. Agotado por las fatigas de tantos años de predicación y por una
vida de continuas austeridades y la observancia más estricta de la disciplina
religiosa, siente reanimarse su espíritu entregándose de nuevo a la predicación.
Así lo vemos en Milán, en el otoño de 1442, donde combate la herejía de un tal
Amadeo; predica en Padua en 1443 una serie de sesenta sermones, que, copiados
literalmente por uno de sus oyentes, constituyen una de las mejores joyas de la
elocuencia sagrada; tiene que negarse a predicar en Ferrara, y aparece luego en
Vicenza. A principios de 1444 tiene un breve descanso en su querido convento de
Capriola, donde acaba de revisar algunas de sus obras, en particular sus
Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al exponer el Bienaventurados
los que lloran da suelta a su tierno corazón por la honda pena que acaba de
experimentar por la muerte del hermano Vicente, compañero suyo inseparable
durante veintidós años. «Débil de cuerpo –exclama–, con frecuencia yo he estado
enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil,
él me alentaba. Si me sentía decaído o negligente en el servicio de Dios, él me
excitaba. Yo era imprevisor, olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has
sido arrebatado, oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una
misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?»
Tal es San Bernardino al final de su vida: el gran predicador
popular, que ha transformado con su palabra y ejemplo comarcas enteras de
Italia; el gran propagador de la devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó
escritos maravillosos; el gran entusiasta de la devoción a María; el gran
reformador y defensor de la observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su
padre, San Francisco de Asís. Es un sol que se halla en su ocaso. Todavía quiere
predicar a Cristo. Sacando fuerzas de flaqueza, se decide a ir a predicar a
Nápoles. En el camino predica en varios lugares; obra varios milagros; se
detiene en Asís, en Santa María de los Angeles; pero, llegado a Áquila, rendido
al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de la Ascensión. Seis años después,
el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555), cediendo a los clamores
del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.
San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más
grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación
popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido
amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del
espíritu franciscano de todos los tiempos.
Bernardino Llorca, S. I., San Bernardino de Sena,
en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp.
436-443.
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