5. Los fines de la Misa.
Toda la Liturgia, según dejamos dicho, y principalmente la Misa, se propone cuatro grandes fines:
a) dar a Dios el culto superior de adoración, para reconocer su infinita excelencia y majestad, y a este título la Misa es un sacrificio latréutico;
b) agradecer a Dios todos sus inmensos beneficios, por lo que la Misa es también un sacrificio eucarístico;
c) pedir a Dios todos los bienes espirituales y temporales, y a este respecto es la Misa, además, un sacrificio impetratorio; y
d) satisfacer a Dios por todos los pecados y por las penas merecidas por los pecados, así propios como ajenos, de los vivos y de los difuntos, por cuya razón es la Misa, finalmente, un sacrificio propiciatorio y expiatorio.
Todos estos cuatro fines -advierte el Papa Pío XII- los cumplió Cristo Redentor durante toda su vida y de un modo especial en su muerte de Cruz, y los sigue cumpliendo ininterrumpidamente en el altar
con el Sacrificio Eucarístico.
Cuando se asiste, pues, a la Misa, débense tener siempre en cuenta estos cuatro fines, entre los cuales se puede repartir toda su liturgia, pues toda ella ha sido compuesta en vista de esas grandes y generales
intenciones. Por eso la Misa llena todas las necesidades y satisface todas las aspiraciones del alma y resume en sí toda la esencia de la Religión.
En ella es Jesucristo mismo el que actúa: Él es el que adora a su Padre
por nosotros. Él el que le agradece sus beneficios, Él el que le pide gracias, Él el que le aplaca. De ahí que sea la Misa la mejor adoración, la, mejor acción de gracias, la mejor oración impetratoria y el mejor acto de expiación. Ninguna práctica de piedad puede igualar a la Misa, y ningún acto de religión, público ni privado, puede ser más grato a Dios y útil al hombre; de ahí que deba ser ella la devoción por excelencia del cristiano.
El valor de la Misa, tomado en sí mismo, considerando la Víctima ofrecida y el Oferente principal, que es Jesucristo mismo, es infinito, tanto en la extensión como en la intensidad; si bien, en cuanto a la
aplicación de sus frutos, tiene siempre un valor limitado o finito.
La razón de esta limitación es, porque nosotros no somos capaces de recibir una gracia infinita, y, además porque la Misa no es de mayor eficacia práctica que el Sacrificio de la Cruz, el cual, aunque de un
valor infinito en sí mismo considerado, fue y sigue siendo, en su aplicación, limitado. Así lo dispuso Jesucristo, para que de ésta suerte se pudiese repetir frecuentemente este Sacrificio que es indispensable a la
Religión, y también para guardar el orden de la Providencia, que suele distribuir las gracias sucesiva y paulatinamente, no de una vez. De ahí el poder, y aun la conveniencia, de ofrecer repetidas veces por una misma persona el Santo Sacrificio.
Los frutos de la Misa son los bienes que procura el Sacrificio, y son, con respecto al valor, lo que los efectos con respecto a la causa. Tres son los frutos que emanan de la Misa:
a) el fruto general, de que participan todos los fieles no excomulgados, vivos y difuntos, y especialmente los que asisten a la Misa y toman en ella parte más activa;
b) el fruto especial, de que dispone el Sacerdote en favor de determinadas personas e intenciones, en pago de un cierto “estipendio”; y
c) el fruto especialísimo, que le corresponde al Sacerdote como cosa propia y lo enriquece infaliblemente, siempre que celebre dignamente.
Los frutos general y especialísimo se perciben sin especial aplicación, con sólo tener intención de celebrar la Misa o asistir a ella, según la mente de la Iglesia; pero, para más interesarse en la Misa e interesar más a Dios en nuestro favor, es muy conveniente proponerse cada vez algún fin determinado, en beneficio propio o del prójimo, o de la Iglesia en general.
Para poder alcanzar el fruto especial es necesaria la aplicación expresa del celebrante, ya que él, como ministro de Cristo, puede disponer libremente de ese fruto en favor de quien quisiere.
7. Aplicación de los frutos de la Misa.
Los méritos infinitos e inmensos del Sacrificio Eucarístico no tienen límite y se extienden a todos los hombres de cualquier lugar y tiempo, ya, que por él se nos aplica a todos la virtud salvadora de la Cruz.
Sin embargo, el rescate del mundo por Jesucristo no tuvo inmediatamente todo su efecto; éste se logrará cuando Cristo entre en la posesión real y efectiva de las almas por Él rescatadas, lo que no sucederá mientras no
tomen todas contacto vital con el Sacrificio de la Cruz y les sean así trasmitidos y aplicados los méritos que de él se derivan. Tal es, precisamente, la virtud del Sacrificio de la Misa: aplicar y trasmitir a todos y cada uno los méritos salvadores de Cristo, sumergirlos en las aguas purificadoras de la Redención, que manan desde el Calvario y llegan hasta el altar y hasta cada cristiano.
“Puede decirse -continúa Pío XII- que Cristo ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación, que llenó con la sangre por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en ellos las manchas de su iniquidad, no serán ciertamente purificados y salvados”
Por eso es necesaria la colaboración personal de todos los hombres en el tiempo y en el espacio, la que se efectúa por medio de la Misa y de los Sacramentos, por los cuales hace la Iglesia la distribución individual del tesoro de la Redención a ella confiado por su Divino Fundador. Por eso no puede faltar en el mundo la renovación del Sacrificio Eucarístico, que actualiza e individualiza el de la Cruz.
CORPUS CHRISTI SALVA ME!
SANGUIS CHRISTI INEBRIA ME!
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