venerdì 24 marzo 2017

Reconozco su voz...

Es María de Magdalá


De los cuadernos de María Valtorta de 1.944

        Veo una gruta pedregosa en la que hay un jergón formado por hojas secas amontonadas sobre un rústico armazón de ramas entrelazadas y atadas con juncos. ¡Debe de ser tan cómodo como un instrumento de tortura! En la gruta hay además, una piedra grande que sirve como mesa y otra más pequeña como asiento. En la zona más profunda de la gruta hay otra piedra; se trata de un fragmento saliente de la roca, que tiene una superficie bastante lisa, bruñida, no sé si este aspecto es natural o si se es el resultado de una paciente y fatigosa labor humana. En realidad parece un rústico altar, sobre el cual está apoyada una cruz hecha con dos ramas atadas con mimbres.

            Además el habitante de la gruta ha plantado una hiedra en una grieta terrosa del terreno y ha extendido sus ramos hasta abrazar y enmarcar la cruz, mientras que en dos toscos vasos, que parecen modelados en la arcilla por una mano inexperta, hay algunas flores silvestres que ha recogido en las cercanías y, justo al pié de la cruz, en una concha gigantesca, hay una pequeña planta de ciclamen silvestre, con sus hojitas lustradas y dos gemas a punto de florecer. Al pie de este altar hay un haz de ramos espinosos y un flagelo hecho con sogas anudadas. También hay una tosca tinaja con agua y nada más. 

         Por la estrecha y baja abertura se ven al fondo los montes y, dada la oscilante claridad que se entrevé aún más lejos, se diría que desde este punto se divisa el mar, pero no puedo asegurarlo. Sobre dicha abertura cuelgan ramos de yedra, madreselvas y rosales silvestres, es decir, todo el fasto vegetal de los lugares montañosos, y forman como un velo movedizo que separa el interior del exterior.

            Una mujer enjuta, que lleva un rústico vestido oscuro y, sobre este una piel de cabra que le sirve de manto, entra en la gruta apartando los ramos colgantes. Parece exhausta. Su edad es indefinible. A juzgar por su rostro ajado, se le darían muchos años, más de sesenta. A juzgar por la cabellera, aún bella, abundante, dorada, no se le darían más de cuarenta. Lleva el cabello anudado en dos trenzas que caen sobre los hombros curvos y flacos: son lo único que reluce en medio de este ambiente escuálido, habría sido hermosa, por cierto, su frente se conserve aún lisa y erguida, la nariz está bien delineada y el contorno del rostro, a pesar de estar enflaquecido por las penurias, es regular. 

              Pero sus ojos ya no brillan, están profundamente hundidos en las órbitas y cercado por dos cárdenas ojeras: son dos ojos que han vertido muchas lágrimas. Dos arrugas como dos cicatrices esculpidas desde el ángulo de los ojos y al lado de la nariz, se pierden en otra arruga, típica de los que han sufrido mucho, que desciende como un acento circunflejo, desde las fosas nasales hasta la comisura de los labios.

          Las sienes parecen hundidas y en su intensa palidez se diseñan las venas azules. Un pliegue de desaliento curva su boca de un rosa palidísimo: antaño debe de haber sido una boca espléndida, pero ahora es una boca marchita en la que la curva de los labios se asemeja a la de dos alas rotas que penden. Es una boca doliente.

            La mujer se arrastra hasta la roca que sirve de mesa y apoya en ella arándanos y fresas silvestres. Luego va hacia el altar y se arrodilla, pero está tan agotada que, al hacerlo, casi se cae y tiene que sostenerse en la piedra con una mano. Reza mirando la cruz mientras sus lágrimas descienden por el surco de las arrugas hacia los labios, que las beben. Luego deja caer la piel de cabra de modo que queda cubierta solamente con su burda túnica, y coge el flagelo y los espinos. Estrecha en torno a la cabeza y las caderas los ramos espinosos y se flagela con las cuerdas, pero está demasiado débil para lograrlo; deja caer el flagelo y, apoyándose al altar con ambas manos, dice: "¡Oh Rabí, ya no puedo, no puedo sufrir más en recuerdo de tu dolor!".

          Reconozco su voz, es María de Magdalá. Estoy en su gruta de penitente. María llora. Llama a Jesús amorosamente. Ya no puede sufrir más, pero aún puede amar. Su carne, mortificada por la penitencia ya no resiste el agobio de la flagelación, pero su corazón aún experimenta latidos de pasión y consume sus últimas fuerzas amando. Y, por eso, con la frente coronada de espinas y la cintura estrechada por ellas, ama hablándole a su Maestro en una continua profesión de amor y en un renovado acto de dolor.

       Resbala hasta quedar con la frente contra el suelo. Es la misma postura que tenía en el Calvario, frente a Jesús tendido en el regazo de su María; la misma que tenía en la casa de Jerusalén, cuando la Verónica desplegaba su velo; la misma que tenía en el huerto de José de Arimatea cuando Jesús la llamó y ella le reconoció y le adoró. Pero ahora llora porque Jesús no está.

         "Maestro mío, la vida se me escapa. ¿Tendré que morir sin volver a verte? ¿Cuándo podré deleitarme con tu Rostro? Mis pecados están frente a mí y me acusan. Tú me has perdonado y por eso creo que el Infierno no me alcanzará. Más ¡Cuanto tengo que esperar en la expiación antes de vivir en Tí! ¡Oh, buen Maestro, por el amor que me has dado, consuela mi alma! La hora de la muerte ha llegado. ¡Por tu muerte desolada en la Cruz, conforta a tu criatura! Tú me engendraste, no lo ha hecho mi madre. Tú me resucitaste más que a Lázaro, mi hermano porque él ya era bueno y no podía más que esperar la muerte en tu Limbo. Yo estaba muerta en el alma y por eso, morir quería decir morir para la eternidad. ¡Jesús en tus manos encomiendo mi espíritu! Es tuyo porque Tú lo has redimido. Como última expiación, acepto morir como Tú, la dureza de morir abandonada. Pero dame una señal que me demuestre que mi vida ha servido para expiar mi pecado".

        "¡María!". Aparece Jesús. Se diría que aparece de la rústica Cruz, pero ya no está moribundo y cubierto de llagas: ahora está tan hermoso como en la mañana de la Resurrección. Desciende del altar y va hacia la mujer arrodillada. Se inclina hacia ella. Vuelve a llamarla y, dado que ella cree que esa voz resuena porque la percibe en su espíritu y sigue con la frente contra el suelo, sin ver la luz que irradia Cristo. Él la toca posándole una mano sobre la cabeza y tomándola por el brazo para ayudarla a levantarse, como en Betania.

         Cuando ella percibe su roce y reconoce esa mano afilada, exhala un alarido, alza su rostro transfigurada por el júbilo, y vuelve a bajarlo para besar los pies de su Señor.

        "Álzate, María. Soy Yo. La vida huye, es verdad. Más Yo vengo a decirte que Cristo te espera. María no debe esperar. Todo le ha sido perdonado: tu lugar ya está listo en mi Reino. He venido a decírtelo, María. No le ordené al ángel que lo hiciera porque Yo doy cien veces más de lo que recibo y recuerdo todo lo que recibí de ti, María, revivamos juntos esa hora pasada. Acuérdate de Betanía. Era la tarde sucesiva al Sábado. Faltaban seis días para mi muerte. ¿Recuerdas tu casa? Era hermosa, envuelta en la cerca florecida de su huerto. El agua cantaba en la fuente y las primeras rosas perfumaban en torno a sus muros. Lázaro me había invitado a su cena y tú habías despojado el jardín de sus flores más bellas para adornar la mesa en donde tu Maestro iba a tomar su alimento.

        (...) Y luego llegué. Tú, más veloz que una gacela, precediste a los criados y corriste a abrir la cancela con tu grito habitual que parecía siempre el grito de una prisionera liberada. En efecto, yo era tu liberación, y tú una prisionera liberada. Los Apóstoles venían conmigo. Venían todos, también el que ya era como un miembro gangrenado del cuerpo apostólico. Pero allí estabas tú para tomar su puesto, y no sabías que, al mirar tu cabeza inclinada para besar mis pies y tu mirada sincera y llena de amor, al mirar sobre todo tu espíritu, Yo olvidaba el disgusto de tener a mi lado el traidor. Por eso te quise en el Calvario. Por eso te quise en el huerto de José. 

          Porque verte significaba estar seguro de que mi muerte no carecía de objeto y mostrarme a ti era el agradecimiento por tu fiel amor. ¡Oh María, bendita seas tu que no has traicionado nunca, que me has confirmado mi esperanza de Redentor; tu en la que vi a todos los que se salvaron por mi muerte! Mientras todos comían, tu adorabas. Me habías dado agua perfumada para mis pies cansados, besos castos y ardientes para mis manos y, aún no contenta con ello, quisiste romper el último vaso precioso que te quedaba y ungirme y ordenarme el cabello como una madre, y ungirme las manos y los pies para que todo en tu Maestro perfumara como los miembros de un Rey consagrado... Y Judas que te odiaba porque ahora eras honesta, y con tu honestidad rechazabas la avidez de los machos, te reprochó... Más Yo te defendí porque todo eso lo habías hecho por amor, un amor tan grande que su recuerdo me acompañó en la agonía, desde la tarde del Jueves hasta la hora de la nona... Ahora, por ese acto de amor que me distes en los umbrales de mi muerte, Yo vengo a devolverte amor en los umbrales de tu muerte. María, tu Maestro te ama. El está aquí para decírtelo. No temas, no te angusties con la idea de otra muerte. Tu muerte no es diferente del que derrama su sangre por Mí. 

            ¿Qué ofrece el mártir? Ofrece su vida por amor de su Dios. ¿Qué ofrece el penitente? Ofrece su vida por el amor de su Dios. ¿Qué ofrece el que ama? Ofrece su vida por el amor de su Dios. Como ves, no hay diferencia. El martirio, el amor, la penitencia, cumplen el sacrificio y lo cumplen por el mismo fin. Por lo tanto, el martirio se cumple en ti, que eres penitente y amante, como en quien perece en la arena. María, te precedo en la Gloria. Bésame la mano y reposa en paz. Reposa. Ya es tiempo para ti de reposar. Dame tus espinas. Ahora es tiempo de rosas. Reposa y espera. Te bendigo, ¡oh, bienaventurada!"

            Jesús ha obligado a María a echarse en su jergón. Y la Santa, con el rostro lavado por el llanto de su éxtasis, ha obedecido la voluntad de su Dios, y ahora parece dormir con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras las lágrimas siguen brotando, pero su boca ríe.

         Se incorpora cuando la gruta se ilumina por un vivísimo resplandor a la llegada de un ángel; este sostiene un cáliz que apoya en el altar y luego permanece en adoración. También María, que está arrodillada junto a su mísero lecho, está en adoración. Ya no puede moverse. Sus fuerzas van disminuyendo, pero se siente feliz. El ángel coge el cáliz y le da la comunión. Luego sube otra vez al Cielo.

          Como una flor abrasada por el sol excesivo, María se dobla, se dobla con los brazos cruzados aún en el pecho y cae hundiendo el rostro en la hojarasca del jergón. 

Ha muerto. El éxtasis eucarístico ha cortado la última fibra vital.
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I Quaderni del 1944


























23




























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