venerdì 15 maggio 2015

El Matrimonio como Sacramento

El Matrimonio como Sacramento 

[15] 1º Dignidad del Matrimonio como Sacramento. — El Matrimonio, como Sacramento, tiene una condición más excelente y un fin más elevado que el Matrimonio como contrato natural. En efecto: • su fin ya no es sólo propagar el género humano, sino también engendrar y educar la prole en el culto y la religión del verdadero Dios; • Dios ha querido que esta santa unión entre el hombre y la mujer sea una señal cierta de la unión estrecha existente entre Cristo y la Iglesia (Ef. 5 22-32.), pues entre los lazos que unen entre sí a los hombres, ninguno los estrecha más que el vínculo conyugal; y por eso las Sagradas Letras proponen frecuentemente a nuestra consideración la unión de Cristo con la Iglesia por medio de la semejanza de las bodas (Mt. 22 2; 25 10; Apoc. 19 7.). 

[16-17] 2º Por qué el Matrimonio tiene razón de verdadero Sacramento. — La Iglesia, apoyada en la autoridad de San Pablo, que al exponer el simbolismo del matrimonio cristiano dice: «Gran Sacramento es éste, mas yo lo digo con respecto a Cristo y a su Iglesia» (Ef. 5 22-32.), enseñó siempre como cosa cierta e indudable que el Matrimonio es Sacramento. En efecto, como San Pablo, en dicho texto, compara el varón a Cristo, y la mujer a la Iglesia, dedúcese que la unión del varón y de la mujer, instituida por Dios, es un signo sagrado del vínculo santísimo con que Cristo nuestro Señor está unido a su Iglesia. Y que asimismo por este Sacramento se significa y da la gracia, claramente lo afirma el Concilio de Trento (Dz. 969.). 

[18-19] 3º Superioridad del Matrimonio cristiano sobre los demás matrimonios. — Cuán superior es el sacramento del Matrimonio a los matrimonios que se celebraron antes y después de la Ley de Moisés, se deduce de dos motivos: 

a) Porque estos matrimonios carecían de la virtud sacramental, aunque gozaban entre los gentiles de cierto carácter sagrado, y entre los judíos contenían mayor santidad que entre los gentiles por tener como motivo la propagación del linaje del pueblo escogido, del que había de nacer el Mesías. El Matrimonio de la Ley evangélica, en cambio, goza de la dignidad y virtud sacramental. 

b) Porque tanto en la Ley natural como en la Ley mosaica, el matrimonio decayó pronto de la grandeza y honestidad de su primer origen; pues varios antiguos patriarcas, durante la Ley natural, tuvieron a un mismo tiempo varias mujeres (Gen. 4 19; 22 20-24; 29 22.); igualmente, en la Ley de Moisés se permitió repudiar a la propia mujer y casarse con otra (Deut. 24 1.). Pero en la Ley evangélica Cristo abolió el repudio de la propia mujer y restableció el Matrimonio en su primitivo estado de unidad e indisolubilidad: • unidad, esto es, el Matrimonio quedó circunscrito a la unión solamente de dos, no de más (Mt. 19 4-6.); • indisolubilidad, esto es, no se puede dejar a la primera mujer para unirse a otra (Mt. 19 9; Mc. 10 11; Lc. 16 18.).

[20-22] 4º Indisolubilidad del Matrimonio cristiano. — Cristo afirma que «quien se separa de su mujer y vive con otra comete adulterio» (Mt. 19 9.); por su parte, San Pablo declara que la mujer está ligada a su marido mientras éste viva (I Cor. 7 39.), y que no se separe de él, o si se separa, permanezca sin casarse o vuelva a reconciliarse con él (I Cor. 7 10-11.). Por donde queda claro que el vínculo conyugal sólo puede disolverse por la muerte de uno de los cónyuges. 

Y esta indisolubilidad era conveniente por los siguientes motivos: • para que los hombres busquen en la esposa más la virtud que la riqueza o la hermosura corporal; • porque si el hombre tuviese alguna posibilidad de separarse de su esposa, cualquier pretexto bastaría para ello; mientras que así, faltándole toda esperanza de casarse con otra mujer, será menos propenso a la ira y a la discordia, y hará esfuerzos más fácilmente para volver a la vida conyugal si alguna vez llega a separarse de su mujer. Por esta última razón, quien se separó de su cónyuge por haberle sido infiel, ha de tratar de reconciliarse con él y perdonarlo si estuviese arrepentido de su pecado, según el consejo de San Agustín. 

[23-25] 5º Bienes del Matrimonio. — Tres son los bienes del matrimonio, que compensan las penas que conlleva (I Cor. 7 28.) y revisten de honestidad el comercio carnal, reprobable fuera del matrimonio: 

• el primero es la prole, esto es, los hijos que se tienen de la mujer propia y legítima, por los cuales se santificará la mujer, engendrándolos y educándolos (I Tim. 2 15; Eclo. 7 25.); 

• el segundo es la fidelidad por la que mutuamente se obligan el marido con su mujer y la mujer con su marido, entregándose mutuamente el dominio sobre el propio cuerpo, prometiendo no faltar nunca a este sagrado pacto (Gen. 2 24; Mt. 19 5; I Cor. 7 4; Ef. 5 31.), y amándose santamente, como Cristo amó a la Iglesia (Ef. 5 25.); 

• el tercero es el vínculo matrimonial, que jamás puede disolverse (I Cor. 7 10.), porque significa la unión de Cristo con la Iglesia, que es indisoluble. 

[26] 6º Deberes de los cónyuges. — 

a) Es deber del marido: • tratar a su mujer con agrado y dignidad, esto es, como compañera (Gen. 2 18; 3 12.); • estar siempre ocupado en el ejercicio de alguna profesión honesta, para proveer al sustento de la familia y para no afeminarse por la ociosidad; • gobernar rectamente su casa, corregir las costumbres de todos y hacer que todos cumplan con su deber. [27] 

b) Es deber de la esposa: • obedecer a su marido, vivir sujeta a él (I Ped. 3 1-6.), y agradarlo en todo, no amando ni estimando a nadie más que a él después de Dios; • educar a los hijos en la Religión; • cuidar diligentemente de las cosas domésticas, no saliendo de casa si la obligación no las obliga a ello, ni sin la licencia de su marido.

giovedì 14 maggio 2015

5 DOMANDE A GESU' E CINQUE RISPOSTE.



Ecco come viene introdotta la trattazione:


Capitò una volta che Brigida andava a cavallo a Vadstena essendo
accompagnata da parecchi dei suoi amici, che erano anch'essi a
cavallo. E mentre cavalcava elevò lo spirito a Dio e subitamente fu
rapita e come alienata dai sensi in maniera singolare, sospesa nella
contemplazione. Vide allora come una scala fissata a terra, la cui
sommità toccava il cielo; e nell'alto del cielo vedeva Nostro Signor
Gesù Cristo seduto su un trono solenne e ammirevole, come un
giudice giudicante; ai suoi piedi era seduta la Vergine Maria e intorno
al trono vi era una innumerevole compagnia di angeli e una grande
assemblea di santi.

A metà della scala vedeva un religioso che conosceva e che
viveva ancora, conoscitore della teologia, fine e ingannatore, pieno di
diabolica malizia, che dall'espressione del volto e dai modi mostrava
di essere impaziente, più diavolo che religioso. Ella vedeva i pensieri e
i sentimenti interiori del cuore di quel religioso e come si esprimeva
nei confronti di Gesù Cristo... E vedeva e udiva come Gesù Cristo
giudice rispondeva dolcemente e onestamente a queste domande con
brevità e saggezza e come ogni tanto Nostra Signora dicesse qualche
parola a Brigida.

Il Libro delle Domande contiene sedici interrogazioni, ognuna
delle quali è suddivisa in quattro, cinque o sei domande, a ognuna
delle quali Gesù risponde dettagliatamente.

Per dare subito un'idea precisa della struttura e del contenuto del
libro, riportiamo per intero la prima interrogazione che contiene
cinque domande legate alla nostra fisicità.

LIBRO 5 - PRIMA INTERROGAZIONE
1. O giudice, io ti interrogo. Tu mi hai donato la bocca: non debbo
forse parlare di cose piacevoli?
2. Tu mi hai donato gli occhi: non devo vedere gli oggetti che mi
dilettano?
3. Tu mi hai donato le orecchie: perché non dovrei ascoltare i
suoni e le armonie che mi piacciono?
4. Tu mi hai donato le mani: perché non dovrei farne ciò che mi
piace?
5. Tu mi hai donato i piedi: perché non dovrei andare dove mi
conducono i miei desideri?

RISPOSTE DI GESÙ CRISTO

1. Il giudice, seduto su un trono sublime, con gesti molto dolci e
molto onesti rispose: Amico mio, ti ho dato la bocca per parlare
ragionevolmente delle cose utili all'anima e al corpo, e delle cose che
sono in mio onore.
2. Ti ho dato gli occhi affinché tu veda il male e lo eviti e affinché
tu veda il bene e ad esso ti ispiri.
3. Ti ho dato le orecchie per ascoltare la verità e per udire ciò che
è onesto.
4. Ti ho dato le mani affinché con esse tu faccia ciò che è
necessario al corpo e che non nuoce all'anima.
5. Ti ho dati i piedi perché tu ti allontani dall'amore del mondo e
ti avvicini al riposo eterno, all'amore della tua anima e a me, tuo
Creatore.

I Miracoli


... 6. “E questi sono i miracoli che accompagneranno quelli che credono”. Il miracolo è chiamato in latino signum, segno. I segni accompagneranno coloro che hanno dato il cuore a Dio, perché già sul loro cuore c’è il segno di cui parla il Cantico dei Cantici: “Méttimi come un segno sopra il tuo cuore” (Ct 8,6).
Quando vogliamo difendere dai ladri una nostra proprietà, la nostra casa o i nostri beni, siamo soliti apporvi un segno, un marchio, come la bandiera del re o di qualche potente, perché vedendolo, i ladri non osino penetrarvi. Così se vogliamo difendere il nostro cuore dai demoni, mettiamo su di esso, come segno, Gesù, che è la salvezza: dove c’è salvezza c’è incolumità.
Ed ecco i segni, i miracoli: “Nel mio nome scacceranno i demoni” (Mc 16,17). “Demoni” è un termine preso dalla lingua greca. In greco dàimon significa “esperto”, “perito”, che conosce le cose. I demoni raffigurano la sapienza della carne e l’astuzia del mondo, le quali, a guisa di demoni, tormentano l’uomo, lo spirito dell’uomo e con insistenza affliggono il suo corpo.
La sapienza della carne simboleggia il demonio notturno, l’astuzia del mondo il demonio meridiano. La sapienza della carne è cieca, per quanto essa sia convinta di vederci molto bene: solo nella notte ha la vista acuta, come il gatto. 
L’astuzia del mondo, poiché arde del calore della malizia, è come il sole a mezzogiorno. Chi ha dato il cuore a Dio, scaccia via da sé questi demoni e farà anche tutti gli altri segni di cui parla il vangelo.
“Parleranno lingue nuove” (Mc 16,17). La lingua del mondo è una lingua vecchia, perché dice cose vecchie dell’uomo vecchio. Coloro che sono tormentati dai demoni sopraddetti, parlano questa lingua; ma quando li scacciano via da sé, parlano lingue nuove nella novità della loro vita. Dice infatti Isaia: “In quel giorno ci saranno cinque città nella terra d’Egitto che parleranno la lingua di Canaan e giureranno per il Signore degli eserciti: la prima si chiamerà “Città del Sole” (Is 19,18).
La terra d’Egitto, nome che significa “tenebre”, raffigura il corpo dell’uomo, coperto dalle tenebre della colpa e dei castighi: in esso ci sono cinque città, cioè i cinque sensi del corpo, il primo dei quali, cioè la vista, è chiamato “Città del Sole”, perché, come il sole illumina tutto il mondo, così la vista illumina tutto il corpo. Queste città parlano la lingua di Canaan, che significa “cambiata”: per il cambiamento operato dalla destra dell’Altissimo (cf. Sal 76,11), si spogliano dell’uomo vecchio con le sue azioni e indossano l’uomo nuovo, vivendo nella giustizia e nella verità (cf. Ef 4,24; Col 3,9).
Come parlando si porta all’esterno la parola che è nascosta nel cuore, così i cinque sensi dell’uomo, ormai cambiati e convertiti a Dio, parlano di lui all’esterno come lo hanno all’interno, e in questo appunto consiste il giurare: affermare la verità. Infatti la verità della coscienza si afferma e si conferma con la testimonianza della vita santa, a lode del Signore degli eserciti, cioè del Signore degli angeli.
E ancora: “Prenderanno i serpenti” (Mc 16,18), nei quali sono simboleggiate l’adu­lazione e la detrazione, che avanzano serpeggiando di nascosto e inòculano il veleno. L’adulatore avanza serpeggiando e il detrattore inòcula il veleno. Coloro che parlano lingue nuove, scacciano da sé questi serpenti: “Siano lontane dalla vostra bocca le cose vec­chie” (1Re 2,3). La saliva dell’uomo digiuno uccide il serpente; la lingua digiuna, cioè mortificata, è come una lingua nuova, il cui contravveleno annulla il veleno.
Ma l’antico serpente adulava, per così dire, ...quando diceva: “Non morirete affatto!”, e quasi calunniava Dio dicendo: “Dio sa che nel giorno in cui mangerete dell’al­bero proibito, si apriranno i vostri occhi e sarete come dèi, conoscendo il bene e il male” (Gn 3,4­5). Come dicesse: Dio vi ha proibito questo perché è invidioso, e non vuole che voi diventiate simili a lui nella scienza. Ecco come l’adula­zione avanza serpeggiando, e la detrazione inòcula il veleno. Chi invece ha la lingua digiuna, sputi in bocca al serpente e lo uccida, e così lo scacci da sé.


 7. Ancora: “Se berranno qualche veleno, non recherà loro danno” (Mc 16,18). Dice la Glossa: Quando sentono le pestifere sugge­stioni diaboliche, è come se bevessero qualcosa di micidia­le, che però non reca loro danno, perché non le portano ad esecuzione. E dice Isaia: “Non berranno più vino cantando: ogni bevan­da sarà amara per i bevitori” (Is 24,9), e quindi non recherà loro danno. Non beve, cantando, il vino della suggestione diabolica, colui che non vi acconsente, anzi la respinge, ne soffre e piange; e quindi la bevanda stessa, cioè la suggestione del diavolo, è amara per coloro che la bevono, cioè per quelli che l’avvertono e sono costretti a subirla. Al contrario Gioele dice: “Alzatevi, ubriachi, e piangete e mandate lamenti voi tutti che bevete il vino con piacere, perché sarà tolto dalla vostra bocca” (Gl 1,5). E così avviene proprio alla lettera, perché il piacere del vino sparisce immediatamente dalla bocca, non appena scende per la gola. Quanti mali cagiona un brevissimo piacere a colui che, con il consenso della mente e delle opere, beve il vino della suggestione diabolica! Agli ubriachi di questo vino è detto: “Alzatevi!” nel ricordo del vostro peccato, “piange­te” nella contrizione del cuore, “mandate lamenti” nella confessione.
Chi avrà realizzato in sé i quattro segni di cui abbiamo parlato, potrà certamente operare anche il quinto a favore del prossimo: “Imporranno le mani ai malati, e questi guariranno” (Mc 16,18). Ammalato si dice in lat. æger, che suona come egens, bisognoso, perché ha bisogno di un rimedio, di una medici­na. L’ammalato è il peccatore che ha veramente bisogno della medicina, cioè dell’esempio delle buone opere. E impone le mani su di lui perché si senta meglio, cioè perché ritorni alla penitenza, colui che non solo lo incoraggia con la parola della predicazione, ma anche lo sostiene con l’esempio della vita santa. Amen.


Bellissima Omelia di Papa BENEDETTO XVI, Basilica di San Giovanni in Laterano. Sabato, 7 maggio 2005


CELEBRAZIONE EUCARISTICA
E INSEDIAMENTO SULLA CATHEDRA ROMANA
DEL VESCOVO DI ROMA
BENEDETTO XVI
OMELIA DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI
Basilica di San Giovanni in Laterano
Sabato, 7 maggio 2005

Questo giorno, nel quale posso per la prima volta insediarmi sulla Cattedra del Vescovo di Roma quale successore di Pietro, è il giorno in cui in Italia la Chiesa celebra la Festa dell’Ascensione del Signore. Al centro di questo giorno, troviamo Cristo. E solo grazie a Lui, grazie al mistero del suo ascendere, riusciamo a comprendere il significato della Cattedra, che è a sua volta il simbolo della potestà e della responsabilità del Vescovo. Cosa ci vuol dire allora la Festa dell’Ascensione del Signore? Non vuol dirci che il Signore se ne è andato in qualche luogo lontano dagli uomini e dal mondo. L’Ascensione di Cristo non è un viaggio nello spazio verso gli astri più remoti; perché, in fondo, anche gli astri sono fatti di elementi fisici come la terra. 

L’Ascensione di Cristo significa che Egli non appartiene più al mondo della corruzione e della morte che condiziona la nostra vita. Significa che Egli appartiene completamente a Dio. Egli – il Figlio Eterno – ha condotto il nostro essere umano al cospetto di Dio, ha portato con sé la carne e il sangue in una forma trasfigurata. L’uomo trova spazio in Dio; attraverso Cristo, l’essere umano è stato portato fin dentro la vita stessa di Dio. E poiché Dio abbraccia e sostiene l’intero cosmo, l’Ascensione del Signore significa che Cristo non si è allontanato da noi, ma che adesso, grazie al Suo essere con il Padre, è vicino ad ognuno di noi, per sempre. Ognuno di noi può darGli del tu; ognuno può chiamarLo. Il Signore si trova sempre a portata di voce. Possiamo allontanarci da Lui interiormente. Possiamo vivere voltandoGli le spalle. Ma Egli ci aspetta sempre, ed è sempre vicino a noi.

Dalle letture della liturgia odierna impariamo anche qualcosa in più sulla concretezza con cui il Signore realizza questo Suo essere vicino a noi. Il Signore promette ai discepoli il Suo Spirito Santo. La prima lettura ci dice che lo Spirito Santo sarà "forza" per i discepoli; il Vangelo aggiunge che sarà guida alla Verità tutt’intera. Gesù ha detto tutto ai Suoi discepoli, essendo Egli stesso la Parola vivente di Dio, e Dio non può dare più di sé stesso. In Gesù, Dio ci ha donato tutto sé stesso - cioè - ci ha donato tutto. Oltre a questo, o accanto a questo, non può esserci nessun’altra rivelazione in grado di comunicare maggiormente o di completare, in qualche modo, la Rivelazione di Cristo. In Lui, nel Figlio, ci è stato detto tutto, ci è stato donato tutto. Ma la nostra capacità di comprendere è limitata; perciò la missione dello Spirito è di introdurre la Chiesa in modo sempre nuovo, di generazione in generazione, nella grandezza del mistero di Cristo. Lo Spirito non pone nulla di diverso e di nuovo accanto a Cristo; non c’è nessuna rivelazione pneumatica accanto a quella di Cristo - come alcuni credono - nessun secondo livello di Rivelazione. No: "prenderà del mio", dice Cristo nel Vangelo (Gv 16, 14). E come Cristo dice soltanto ciò che sente e riceve dal Padre, così lo Spirito Santo è interprete di Cristo. "Prenderà del mio". Non ci conduce in altri luoghi, lontani da Cristo, ma ci conduce sempre più dentro la luce di Cristo. Per questo, la Rivelazione cristiana è, allo stesso tempo, sempre antica e sempre nuova. Per questo, tutto ci è sempre e già donato. Allo stesso tempo, ogni generazione, nell’inesauribile incontro col Signore - incontro mediato dallo Spirito Santo - impara sempre qualcosa di nuovo.

Così, lo Spirito Santo è la forza attraverso la quale Cristo ci fa sperimentare la sua vicinanza. Ma la prima lettura dice anche una seconda parola: mi sarete testimoni. Il Cristo risorto ha bisogno di testimoni che Lo hanno incontrato, di uomini che Lo hanno conosciuto intimamente attraverso la forza dello Spirito Santo. Uomini che avendo, per così dire, toccato con mano, possono testimoniarLo. È così che la Chiesa, la famiglia di Cristo, è cresciuta da "Gerusalemme… fino agli estremi confini della terra", come dice la lettura. Attraverso i testimoni è stata costruita la Chiesa – a cominciare da Pietro e da Paolo, e dai Dodici, fino a tutti gli uomini e le donne che, ricolmi di Cristo, nel corso dei secoli hanno riacceso e riaccenderanno in modo sempre nuovo la fiamma della fede. Ogni cristiano, a suo modo, può e deve essere testimone del Signore risorto. Quando leggiamo i nomi dei santi possiamo vedere quante volte siano stati – e continuino ad essere – anzitutto degli uomini semplici, uomini da cui emanava - ed emana - una luce splendente capace di condurre a Cristo.

Ma questa sinfonia di testimonianze è dotata anche di una struttura ben definita: ai successori degli Apostoli, e cioè ai Vescovi, spetta la pubblica responsabilità di far sì che la rete di queste testimonianze permanga nel tempo. Nel sacramento dell’ordinazione episcopale vengono loro conferite la potestà e la grazia necessarie per questo servizio. In questa rete di testimoni, al Successore di Pietro compete uno speciale compito. Fu Pietro che espresse per primo, a nome degli apostoli, la professione di fede: "Tu sei il Cristo, il Figlio del Dio vivente" (Mt 16, 16). Questo è il compito di tutti i Successori di Pietro: essere la guida nella professione di fede in Cristo, il Figlio del Dio vivente. La Cattedra di Roma è anzitutto Cattedra di questo credo. 

Dall’alto di questa Cattedra il Vescovo di Roma è tenuto costantemente a ripetere: Dominus Iesus – "Gesù è il Signore", come Paolo scrisse nelle sue lettere ai Romani (10, 9) e ai Corinzi (1 Cor 12, 3). Ai Corinzi, con particolare enfasi, disse: "Anche se vi sono cosiddetti dèi sia nel cielo sia sulla terra… per noi c’è un solo Dio, il Padre…; e un solo Signore Gesù Cristo, in virtù del quale esistono tutte le cose e noi esistiamo per lui" (1 Cor 8, 5). La Cattedra di Pietro obbliga coloro che ne sono i titolari a dire - come già fece Pietro in un momento di crisi dei discepoli - quando tanti volevano andarsene: "Signore, da chi andremo? Tu hai parole di vita eterna; noi abbiamo creduto e conosciuto che tu sei il Santo di Dio" (Gv 6, 68ss). Colui che siede sulla Cattedra di Pietro deve ricordare le parole che il Signore disse a Simon Pietro nell’ora dell’Ultima Cena: "….e tu, una volta ravveduto, conferma i tuoi fratelli…." (Lc 22, 32). Colui che è il titolare del ministero petrino deve avere la consapevolezza di essere un uomo fragile e debole - come sono fragili e deboli le sue proprie forze - costantemente bisognoso di purificazione e di conversione. Ma egli può anche avere la consapevolezza che dal Signore gli viene la forza per confermare i suoi fratelli nella fede e tenerli uniti nella confessione del Cristo crocifisso e risorto. Nella prima lettera di san Paolo ai Corinzi, troviamo il più antico racconto della risurrezione che abbiamo. Paolo lo ha fedelmente ripreso dai testimoni. Tale racconto dapprima parla della morte del Signore per i nostri peccati, della sua sepoltura, della sua risurrezione, avvenuta il terzo giorno, e poi dice: "Cristo apparve a Cefa e quindi ai Dodici…" (1 Cor 15, 4), Così, ancora una volta, viene riassunto il significato del mandato conferito a Pietro fino alla fine dei tempi: essere testimone del Cristo risorto.

Il Vescovo di Roma siede sulla sua Cattedra per dare testimonianza di Cristo. Così la Cattedra è il simbolo della potestas docendi, quella potestà di insegnamento che è parte essenziale del mandato di legare e di sciogliere conferito dal Signore a Pietro e, dopo di lui, ai Dodici. Nella Chiesa, la Sacra Scrittura, la cui comprensione cresce sotto l’ispirazione dello Spirito Santo, e il ministero dell’interpretazione autentica, conferito agli apostoli, appartengono l’una all’altro in modo indissolubile. Dove la Sacra Scrittura viene staccata dalla voce vivente della Chiesa, cade in preda alle dispute degli esperti. Certamente, tutto ciò che essi hanno da dirci è importante e prezioso; il lavoro dei sapienti ci è di notevole aiuto per poter comprendere quel processo vivente con cui è cresciuta la Scrittura e capire così la sua ricchezza storica. Ma la scienza da sola non può fornirci una interpretazione definitiva e vincolante; non è in grado di darci, nell’interpretazione, quella certezza con cui possiamo vivere e per cui possiamo anche morire. Per questo occorre un mandato più grande, che non può scaturire dalle sole capacità umane. Per questo occorre la voce della Chiesa viva, di quella Chiesa affidata a Pietro e al collegio degli apostoli fino alla fine dei tempi.

Questa potestà di insegnamento spaventa tanti uomini dentro e fuori della Chiesa. Si chiedono se essa non minacci la libertà di coscienza, se non sia una presunzione contrapposta alla libertà di pensiero. Non è così. 

Il potere conferito da Cristo a Pietro e ai suoi successori è, in senso assoluto, un mandato per servire. La potestà di insegnare, nella Chiesa, comporta un impegno a servizio dell’obbedienza alla fede. Il Papa non è un sovrano assoluto, il cui pensare e volere sono legge. 

Al contrario: il ministero del Papa è garanzia dell’obbedienza verso Cristo e verso la Sua Parola. Egli non deve proclamare le proprie idee, bensì vincolare costantemente se stesso e la Chiesa all’obbedienza verso la Parola di Dio, di fronte a tutti i tentativi di adattamento e di annacquamento, come di fronte ad ogni opportunismo. Lo fece Papa Giovanni Paolo II, quando, davanti a tutti i tentativi, apparentemente benevoli verso l’uomo, di fronte alle errate interpretazioni della libertà, sottolineò in modo inequivocabile l’inviolabilità dell’essere umano, l’inviolabilità della vita umana dal concepimento fino alla morte naturale. La libertà di uccidere non è una vera libertà, ma è una tirannia che riduce l’essere umano in schiavitù. 
Il Papa è consapevole di essere, nelle sue grandi decisioni, legato alla grande comunità della fede di tutti i tempi, alle interpretazioni vincolanti cresciute lungo il cammino pellegrinante della Chiesa. Così, il suo potere non sta al di sopra, ma è al servizio della Parola di Dio, e su di lui incombe la responsabilità di far sì che questa Parola continui a rimanere presente nella sua grandezza e a risuonare nella sua purezza, così che non venga fatta a pezzi dai continui cambiamenti delle mode.

La Cattedra è - diciamolo ancora una volta - simbolo della potestà di insegnamento, che è una potestà di obbedienza e di servizio, affinché la Parola di Dio - la sua verità! - possa risplendere tra di noi, indicandoci la strada. Ma, parlando della Cattedra del Vescovo di Roma, come non ricordare le parole che Sant’Ignazio d’Antiochia scrisse ai Romani? Pietro, provenendo da Antiochia, sua prima sede, si diresse a Roma, sua sede definitiva. Una sede resa definitiva attraverso il martirio con cui legò per sempre la sua successione a Roma. Ignazio, da parte sua, restando Vescovo di Antiochia, era diretto verso il martirio che avrebbe dovuto subire in Roma. Nella sua lettera ai Romani si riferisce alla Chiesa di Roma come a "Colei che presiede nell’amore", espressione assai significativa. Non sappiamo con certezza che cosa Ignazio avesse davvero in mente usando queste parole. Ma per l’antica Chiesa, la parola amore, agape, accennava al mistero dell’Eucaristia. In questo Mistero l’amore di Cristo si fa sempre tangibile in mezzo a noi. Qui, Egli si dona sempre di nuovo. Qui, Egli si fa trafiggere il cuore sempre di nuovo; qui, Egli mantiene la Sua promessa, la promessa che, dalla Croce, avrebbe attirato tutto a sé. Nell’Eucaristia, noi stessi impariamo l’amore di Cristo. E’ stato grazie a questo centro e cuore, grazie all’Eucaristia, che i santi hanno vissuto, portando l’amore di Dio nel mondo in modi e in forme sempre nuove. Grazie all’Eucaristia la Chiesa rinasce sempre di nuovo! La Chiesa non è altro che quella rete - la comunità eucaristica! - in cui tutti noi, ricevendo il medesimo Signore, diventiamo un solo corpo e abbracciamo tutto il mondo. Presiedere nella dottrina e presiedere nell’amore, alla fine, devono essere una cosa sola: tutta la dottrina della Chiesa, alla fine, conduce all’amore. E l’Eucaristia, quale amore presente di Gesù Cristo, è il criterio di ogni dottrina. Dall’amore dipendono tutta la Legge e i Profeti, dice il Signore (Mt 22, 40). L’amore è il compimento della legge, scriveva San Paolo ai Romani (13, 10).

Cari Romani, adesso sono il vostro Vescovo. Grazie per la vostra generosità, grazie per la vostra simpatia, grazie per la vostra pazienza! In quanto cattolici, in qualche modo, tutti siamo anche romani. Con le parole del salmo 87, un inno di lode a Sion, madre di tutti i popoli, cantava Israele e canta la Chiesa: "Si dirà di Sion: L’uno e l’altro è nato in essa…" (v. 5). Ugualmente, anche noi potremmo dire: in quanto cattolici, in qualche modo, siamo tutti nati a Roma. Così voglio cercare, con tutto il cuore, di essere il vostro Vescovo, il Vescovo di Roma. E tutti noi vogliamo cercare di essere sempre più cattolici – sempre più fratelli e sorelle nella grande famiglia di Dio, quella famiglia in cui non esistono stranieri. Infine, vorrei ringraziare di cuore il Vicario per la Diocesi di Roma, il Cardinale Camillo Ruini, e anche i Vescovi ausiliari e tutti i suoi collaboratori. Ringrazio di cuore i parroci, il clero di Roma e tutti coloro che, come fedeli, offrono il loro contributo per costruire qui la casa vivente di Dio. Amen.

Copyright © Libreria Editrice Vaticana

ASCENSIO D. N. J. C.



14 Maji Pridie Idus
ASCENSIO D. N. J. C., dupl1. cl.
cum Oct. privil. III ord. Statio ad S.
Petrum> V S

VIRI  GALILÆI  
QVID  ADMIRAMINI
ASPICIENTES  IN  CÆLVM
ALLELVJA
QVEMADMODVM  VIDISTIS  EVM
ASCENDENTEM  IN CÆLVM
ITA  VENIET  ALLELVJA
ALLELVJA  ALLELVJA

 





ASCENSIONE DI NOSTRO SIGNORE

L'ineffabile successione dei misteri dell'Uomo-Dio è sul punto di ricevere l'ultimo complemento. Ma l'allegrezza della terra è salita fino al cielo; le angeliche gerarchie si preparano a ricevere il capo già promesso, mentre i loro principi sono vigili alle porte, pronti ad aprirle, quando risuonerà il segnale del divino Trionfatore. Le sante anime, liberate dal limbo già da quaranta giorni, attendono il felice momento in cui la via del cielo, chiusa per il peccato, si aprirà improvvisamente, ed essi potranno percorrerla al seguito del loro Redentore. L'ora incalza, ed è tempo ormai che il divin Risorto venga a mostrarsi, ed a ricevere l'addio di coloro che l'attendono di minuto in minuto, e che deve lasciare ora in questa valle di lacrime.

Al Cenacolo.
Tutto ad un tratto egli appare in mezzo al Cenacolo. Trasalisce il cuore di Maria; i discepoli e le pie donne adorano con emozione colui che si mostra quaggiù per l'ultima volta. Gesù si degna prendere posto a tavola con loro; accondiscende a dividere ancora una volta il pasto, non più con lo scopo di renderli sicuri della sua Risurrezione - sa che non ne dubitano, ormai - ma tiene a dar loro questo segno affettuoso della sua divina familiarità, nel momento di andare ad assidersi alla destra del Padre. Quale pasto ineffabile è questo in cui Maria gusta per l'ultima volta sulla terra l'incanto di essere seduta vicino al Figliolo; in cui la santa Chiesa, rappresentata dai discepoli e dalle pie donne, è ancora visibilmente presieduta dal suo Capo e suo Sposo!
Chi potrebbe esprimere il rispetto, il raccoglimento, l'attenzione dei convitati; riprodurre gli sguardi posati con affetto così intenso sul Maestro tanto amato? Essi aspirano ad ascoltare ancora una volta la sua parola; parola tanto cara in questo momento della separazione! Finalmente Gesù schiude le sue labbra; ma il suo accento è più grave che tenero. Comincia col ricordare loro l'incredulità con la quale accolsero la notizia della sua Risurrezione (Mc 16,14). Al momento di affidare la missione più imponente che sia mai stata trasmessa agli uomini, egli vuole richiamarli all'umiltà. Tra pochi giorni dovranno essere gli oracoli del mondo, e il mondo dovrà credere la loro parola, credere ciò che non ha visto, ma quello che essi soli hanno veduto. È la fede che mette gli uomini in comunicazione con Dio; e questa fede essi stessi, in principio, non l'ebbero: Gesù vuole ricevere un'ultima riparazione di quella incredulità passata, per fondare il loro apostolato sull'umiltà.

L'evangelizzazione del mondo.
Prendendo poi quel tono di autorità che conviene a lui solo, disse loro: "Andate per tutto il mondo e predicate il vangelo ad ogni creatura. Chi crede e sarà battezzato si salverà; chi non crede sarà condannato" (Mc 16,15-16). Come compiranno essi questa missione di predicare il Vangelo nel mondo intero? Con quali mezzi riusciranno ad accreditare la loro parola? Gesù lo indica: "Or questi sono i miracoli che accompagneranno i credenti: nel nome mio scacceranno demoni; parleranno lingue nuove; prenderanno in mano serpenti, e se berranno qualche veleno mortifero non ne avranno danno; imporranno le mani agli ammalati e guariranno" (ivi 16,17-18)". Egli vuole che il miracolo sia il fondamento della sua Chiesa, come l'aveva scelto quale argomento della sua missione divina. La sospensione della legge della natura annunzia agli uomini che l'autore di questa stessa natura sta per pronunciarsi: ad essi, allora, il dovere di ascoltare e credere umilmente.
Ecco dunque questi uomini sconosciuti dal mondo, sprovvisti di ogni mezzo umano, eccoli investiti della missione di conquistar la terra e di farvi regnare Gesù Cristo. Il mondo ignora anche la loro esistenza; assiso sul trono, Tiberio, che vive nel terrore delle congiure, non suppone affatto tale spedizione di nuovo genere che si sta iniziando, dalla quale l'impero romano sarà conquistato. A questi guerrieri, occorre un'armatura ma di tempra divina, e Gesù annuncia che stanno per riceverla. "Voi però rimanete in città, finché siate dall'alto investiti di vigoria" (Lc 24,49). Ma quale sarà quest'armatura? Gesù lo spiegherà, ricordando la promessa del Padre, "la promessa che avete udito dalla mia bocca. Perché Giovanni battezzò nell'acqua, ma voi sarete battezzati nello Spirito Santo di qui a non molti giorni" (At 1).

Verso il Monte degli Ulivi.
Ma l'ora della separazione è giunta. Gesù si alza, e tutti i presenti, al completo, si dispongono a seguire i suoi passi. Centoventi persone si trovano là riunite, insieme con la Madre del Trionfatore che il cielo reclamava. Il Cenacolo era situato sulla montagna di Sion, una delle due colline situate entro le mura di Gerusalemme; il corteo traversa una parte della città, dirigendosi verso la porta orientale che si apre sulla vallata di Giosafat. È l'ultima volta che Gesù percorre le strade della città reproba. Invisibile ormai agli occhi del popolo che l'ha rinnegato, avanza alla testa dei suoi, come un tempo la colonna luminosa che dirigeva i passi degli Israeliti. Quanto è bello ed imponente questo incedere di Maria, dei discepoli, e delle pie donne, al seguito di Gesù, che non dovrà più fermarsi che in cielo alla destra del Padre! La devozione nel medio evo lo ricordava con una processione solenne che precedeva la messa di questo grande giorno. Secoli felici, i cui cristiani amavano seguire tutte le orme del Redentore, e non si contentavano, come noi, di qualche vaga nozione che non può suscitare che una pietà altrettanto vaga!

La gioia di Maria.
Allora si meditava sui sentimenti che dovevano avere invaso il cuore di Maria durante questi ultimi istanti in cui godeva la presenza del suo figliolo. Ci si domandava se in questo cuore materno era superiore la tristezza di non vedere più Gesù, oppure la felicità di sapere che Egli entrava finalmente nella gloria che gli era dovuta. Nel pensiero di questi veri cristiani la risposta era immediata ed ora la rivolgeremo a noi stessi. Gesù aveva detto ai suoi discepoli: "Se mi amaste, vi rallegrereste che io vada al Padre" (Gv 14,28). Ora, chi amò Gesù quanto Maria? Il cuore della Madre era dunque nell'allegrezza al momento di questo ineffabile addio. Ella non poteva pensare a se stessa, trattandosi del trionfo del suo Figliolo e del suo Dio! Dopo gli orrori del calvario, poteva essa aspirare ad altro che a veder glorificato finalmente colui che sapeva essere il sommo Signore di tutte le cose, colui che aveva visto, pochi giorni prima, rinnegato, bestemmiato, spirare in mezzo alle torture?
Il corteo ha attraversato la valle di Giosafat, ha passato il torrente Cedron, e si dirige verso il pendio del monte degli Ulivi. Quanti ricordi si affollano nella mente! Questo torrente, di cui il Messia nella sua umiliazione aveva bevuta l'acqua fangosa, oggi è divenuto per lui il cammino della gloria, secondo quanto aveva annunciato David (Sal 109,7). Si lascia a sinistra l'orto che fu testimone dell'Agonia, la grotta in cui il calice per l'espiazione del mondo fu presentato a Gesù e da lui accettato. Dopo aver superato una distanza che san Luca stima essere press'a poco quella che permettevano gli Ebrei di percorrere in giorno di sabato, si arriva nel territorio di Betania, il villaggio in cui Gesù chiedeva ospitalità a Lazzaro e alle sue sorelle. Da tale punto della montagna degli Ulivi si godeva la vista di Gerusalemme, che appariva magnifica col suo Tempio e i suoi palazzi. Questo spettacolo commuove i discepoli. La patria terrestre fa battere ancora il cuore di questi uomini; per un momento essi dimenticano la maledizione pronunciata sull'ingrata città di Davide, e sembrano non ricordarsi più che Gesù li ha fatti poco prima cittadini e conquistatori di tutto il mondo. Il sogno della grandezza umana di Gerusalemme li ha sedotti improvvisamente ed essi osano indirizzare questa domanda al Maestro: "Signore, lo ricostituirai il regno d'Israele?" Gesù risponde a questa richiesta indiscreta: "Non sta a voi di sapere i tempi e i momenti che il Padre si è riservato in suo potere". Queste parole non toglievano la speranza che Gerusalemme fosse un giorno riedificata dallo stesso Israele divenuto cristiano; ma la restaurazione della città di Davide non dovrà aver luogo che verso la fine dei tempi. Non era dunque conveniente che il Salvatore facesse conoscere allora questo segreto divino. La conversione del mondo pagano e la fondazione della Chiesa: ecco ciò che doveva adesso preoccupare i discepoli. Gesù li riporta subito alla missione che aveva loro affidato poco prima, esclamando: "Riceverete la virtù dello Spirito Santo che verrà sopra di voi, e mi sarete testimoni in Gerusalemme, e in tutta la Giudea, e nella Samaria, e sino all'estremità del mondo" (At 1,6-8).

L'Ascensione al cielo.
Secondo una tradizione che rimonta ai primi secoli del cristianesimo [1], si era sull'ora del mezzogiorno, l'ora stessa in cui Gesù era stato alzato in croce. Ed ecco che, volgendo sugli astanti uno sguardo di tenerezza, che dovette arrestarsi su Maria con speciale compiacenza filiale, elevò le mani e li benedisse tutti. In quel momento i suoi piedi si staccarono dalla terra, e cominciò ad innalzarsi verso il cielo (Lc 24,51). I presenti lo seguivano con lo sguardo; ma presto egli entrò in una nube che lo nascose ai loro occhi (At 1,9).
I discepoli guardavano ancora il cielo, quando improvvisamente due Angeli bianco vestiti si presentarono dicendo: "Uomini di Galilea, che state a guardare il Cielo? Quel Gesù che, tolto a voi, è asceso al Cielo, verrà come l'avete visto andare in cielo" (At 1, 10-11). Ora il Signore è risalito al cielo, da dove un giorno ne ridiscenderà a giudicare: tutto il destino della Chiesa è compreso tra questi due termini. Noi viviamo dunque presentemente sotto il regime del Salvatore, poiché egli ci ha detto che "Dio non ha mandato il Figlio suo nel mondo per condannare il mondo, ma affinché il mondo sia salvato per opera di lui" (Gv 3,17). Ed è per questo fine misterioso che i discepoli hanno ricevuto poc'anzi la missione di andare per tutta la terra ed invitare gli uomini alla salvezza, mentre v'è ancora tempo.
Quale compito immenso Gesù ha loro affidato! e, nel momento in cui si tratta d'iniziarlo, egli li lascia! Soli, dovranno scendere dal monte degli Ulivi, dal quale egli è partito per il cielo! Eppure il loro cuore non è triste; hanno con sé Maria, e la generosità di questa Madre incomparabile, si comunica alle loro anime. Amano il Maestro: d'ora in avanti la felicità sarà quella di pensare che è entrato nel riposo. I discepoli tornarono a Gerusalemme, "pieni di gioia", ci dice san Luca (Lc 24,52), esprimendo con questa sola parola una delle caratteristiche della festa dell'Ascensione, improntata ad una dolce malinconia, ma nella quale si respira, allo stesso tempo e più che in qualunque altra, la gioia ed il trionfo. Durante la sua Ottava, cercheremo di penetrarne i misteri e di mostrarla in tutta la sua magnificenza; per oggi ci limiteremo a dire che questa solennità è il complemento di tutti i misteri del nostro Redentore, e che essa ha reso per sempre sacro il giovedì di ogni settimana, giorno già così degno di rispetto per l'istituzione della santa Eucarestia.

Antichi Riti.
Abbiamo parlato della processione solenne con la quale si celebrava nel medio evo il cammino di Gesù e dei suoi discepoli verso il monte degli Ulivi; dobbiamo ricordare pure che, in quel giorno, si benediceva solennemente il pane ed alcuni frutti novelli, in memoria dell'ultimo pasto che il Salvatore aveva fatto nel Cenacolo. Imitiamo la pietà di quei tempi, in cui i cristiani avevano a cuore di raccogliere anche i minimi episodi dell'Uomo-Dio, e di farli propri, per così dire, riproducendo nella loro vita attuale tutte le circostanze rivelate dal santo Vangelo. Gesù Cristo, in quei tempi, era veramente amato e adorato; e gli uomini si ricordavano senza tregua che è l'onnipotente Signore. Ai nostri giorni, è l'uomo che regna, a suo rischio e pericolo; Gesù Cristo è confinato nel più intimo della vita privata. Ma egli è in diritto di essere la nostra preoccupazione di tutti i giorni e di tutte le ore! Gli Angeli dissero agli Apostoli: "verrà come l'avete visto andare in Cielo". Ci sia dato il potere di amarlo, servirlo con tanto zelo, durante la sua assenza, in modo da poter osare di sostenere il suo sguardo quando egli apparirà!

MESSA
La Chiesa Romana ci indica oggi, come chiesa stazionale, la Basilica di S. Pietro. È stata una bella idea, quella di riunire in questo giorno la comunità dei fedeli intorno alla tomba di uno dei principali testimoni dell'Ascensione del Maestro. In questa Basilica, come nella chiesa più umile della cristianità, il simbolo liturgico di questa festa è il Cero pasquale, che vedemmo accendere durante la notte della Risurrezione, e che era destinato, per mezzo della sua luce, lungo i quaranta giorni, a raffigurare la durata del soggiorno del Signore risorto tra coloro che egli si era degnato chiamare fratelli. Gli sguardi dei fedeli radunati insieme, si fermano con compiacenza sulla sua fiamma, che sembra brillare di più vivo splendore, man mano che si avvicina l'istante in cui dovrà soccombere. Benediciamo la santa Madre Chiesa, alla quale lo Spirito Santo ha ispirato l'arte d'istruirci e di commuoverci con l'aiuto di tanti simboli; e rendiamo gloria al Figlio di Dio che ci dice: "Io sono la luce del mondo" (Gv 8,12).

EPISTOLA (At 1,1-11). - Nel primo libro parlai, o Teofilo, di tutto quello che Gesù fece ed insegnò dal principio fino al giorno in cui, dati, per mezzo dello Spirito Santo, i suoi ordini agli Apostoli, che aveva eletti, ascese al cielo; ai quali si fece anche vedere vivo, dopo la sua passione, con molte riprove, apparendo ad essi per quaranta giorni e ragionando del regno di Dio. Ed essendo insieme a mensa, comandò loro di non allontanarsi da Gerusalemme, ma di aspettare la promessa del Padre, la quale avete udita (disse) dalla mia bocca, perché Giovanni battezzò con l'acqua, ma voi sarete battezzati con lo Spirito Santo, di qui a non molti giorni. Ma i convenuti gli domandavano: Signore, lo ricostituirai ora il regno d'Israele? Rispose loro : non sta a voi di sapere i tempi e i momenti che il Padre si è riservato in suo potere; ma voi riceverete la virtù dello Spirito Santo che verrà sopra di voi, e mi sarete testimoni in Gerusalemme e in tutta la Giudea, e nella Samaria e fino all'estremità della terra. E detto questo, mentre essi lo guardavano, si levò in alto; ed una nuvola lo tolse agli occhi loro. E mentre stavano a mirarlo ascendere al cielo, ecco due personaggi in bianche vesti presentarsi loro e dire: uomini di Galilea, perché guardate il cielo? Questo Gesù, che, tolto a voi, è asceso al cielo, verrà come l'avete visto andare in cielo.

Gesù risale in cielo.
Abbiamo assistito, leggendo questa narrazione, alla dipartita dell'Emmanuele per il cielo. Può esservi qualcosa di più commovente di quello sguardo dei discepoli, fisso sul Maestro che improvvisamente s'innalza benedicendoli? Ma una nube viene ad interporsi fra Gesù ed essi, e i loro occhi bagnati di lacrime hanno perduto la traccia del suo passaggio. Ormai sono soli sulla montagna; Gesù li ha privati della sua presenza visibile. Nel deserto di questo mondo quale sarebbe la loro pena, se la grazia non li sostenesse, se lo Spirito divino non fosse prossimo a discendere su di essi, creandovi un nuovo essere? Non è più che in cielo, dunque, che rivedranno colui il quale, pure essendo Dio, si degnò di essere loro Maestro durante tre anni e di chiamarli amici suoi, nell'ultima Cena! Ma tale lutto non esiste solamente per loro. Questa terra che riceveva, fremendo di felicità, l'impronta delle orme del Figlio di Dio, non sarà calpestata più dai suoi sacri piedi. Ha perduto quella gloria attesa da sì lungo tempo, la gloria, ossia, di servire d'abitazione al suo Creatore. Le nazioni vivono nell'attesa di un Liberatore; però, all'infuori, della Giudea e della Galilea, gli uomini ignorano che egli è venuto e che è risalito al cielo. Ma l'opera di Gesù non si fermerà qui. Il genere umano conoscerà la sua venuta; e, in quanto all'Ascensione al cielo avvenuta in questo giorno, ascoltate la voce della Chiesa, che risuona nelle cinque parti del mondo, proclamando il trionfo dell'Emmanuele. Diciannove secoli sono trascorsi dalla sua dipartita, e il nostro addio, pieno di rispetto e d'amore, si unisce ancora a quello che gl'indirizzarono i discepoli, mentre s'innalzava al cielo. Noi pure piangiamo la sua assenza ma siamo felici di vederlo glorificato, incoronato, assise alla destra del Padre. Tu sei entrato nel riposo, Signore; ti adoriamo ai piedi del trono, noi che siamo oggetto del tuo riscatto e della tua conquista. Degnati benedirci, attirarci a te e fa' che la tua ultima venuta, sia per noi speranza e non timore.

VANGELO (Mc 16,14-20). - In quel tempo: Gesù apparve agli undici mentre erano a tavola, e li rimproverò della loro incredulità e durezza di cuore, per non aver creduto a quelli che l'avevano visto risuscitato. E disse loro: Andate per tutto il mondo e predicate il Vangelo ad ogni creatura. Chi crederà e sarà battezzato sarà salvo; chi poi non avrà creduto sarà condannato. Or questi sono i segni che accompagneranno coloro che avranno creduto: In nome mio scacceranno i demoni, parleranno nuove lingue, maneggeranno i serpenti e, se avranno bevuto qualche veleno, non farà loro male; imporranno le mani agli infermi ed essi guariranno. E il Signore Gesù dopo aver loro parlato, ascese al cielo e siede alla destra di Dio. Quelli poi andarono a predicare da per tutto, con la cooperazione del Signore, il quale confermava la parola coi prodigi che l'accompagnavano.

Desiderare Gesù Cristo.
Appena il diacono ha pronunciato queste parole, un accolito sale l'ambone e spegno il Cero che ci ricordava la presenza di Gesù risorto. Questo rito espressivo annuncia il principio della vedovanza della Santa Chiesa, e avverte le anime nostre che d'ora in avanti, per contemplare il nostro Salvatore devono aspirare al cielo dove egli risiede. Come è passato rapidamente il suo soggiorno quaggiù! Quante generazioni si sono succedute, quante ne seguiranno ancora, prima che egli si mostri di nuovo!
Lontano da lui, la Santa Chiesa prova i languori dell'esilio; nondimeno persevera ad abitare in questa valle di lacrime, poiché è qui che ella deve allevare quei figli dei quali lo Sposo divino l'ha resa Madre, per mezzo del suo Spirito; ma la vista di Gesù le manca, e, se siamo cristiani, essa deve mancare anche a noi. Oh! quando verrà quel giorno in cui, nuovamente rivestiti della nostra carne, "saremo rapiti sulle nubi in aria incontro al Signore, e così saremo sempre col Signore?" (1Ts 4,16). Allora, e solamente allora, avremo raggiunto il fine per il quale fummo creati.
Tutti i misteri del Verbo incarnato che noi abbiamo visto svolgersi fin qui, dovevano concludersi con la sua Ascensione; tutte le grazie che noi riceviamo, giorno per giorno, avranno termine con la nostra. "Passa l'apparenza di questo mondo" (1Cor 7,31) e noi siamo in cammino per andare a raggiungere il nostro Capo. In lui è la nostra vita, la nostra felicità; sarebbe vano volerlo cercare altrove. Per noi è buono tutto ciò che ci riavvicina a Gesù; mentre quello che ne allontana è cattivo e funesto. Il mistero dell'Ascensione è l'ultimo bagliore che Dio fa splendere ai nostri sguardi per mostrarci la via. Se il nostro cuore aspira a ritrovare Gesù, è segno che vive della vera vita; ma se resta concentrato nelle cose create, in modo che non senta più l'attrazione di quel celeste amante che è Gesù, vuoi dire che esso è morto. Alziamo dunque gli occhi come i discepoli e seguiamo, col desiderio, colui che oggi risale al cielo per prepararci un posto. In alto i cuori! Sursum corda! È il grido di addio che ci mandano i nostri fratelli che vi salgono al seguito del divin Trionfatore; è il grido dei santi Angeli che accorsero incontro all'Emmanuele e che c'invitano ad andare ad accrescere le loro file.

MEZZOGIORNO

Una tradizione venutaci dai primi secoli e confermata dalla rivelazione dei santi, c'informa che l'ora dell'Ascensione del Salvatore fu quella del mezzogiorno. Le Carmelitane della riforma di santa Teresa onorano con un culto particolare questo pio ricordo. All'ora in cui siamo esse sono riunite in coro, assorte nella contemplazione dell'ultimo dei misteri di Gesù, seguendo col pensiero e col cuore l'Emmanuele, lassù in alto dove il suo volo divino lo condusse!
Seguiamolo anche noi; ma prima di fissare lo sguardo su questo radioso meriggio che illumina il suo trionfo, torniamo un momento col pensiero al punto di partenza. Egli apparve nella stalla di Betlemme, a mezzanotte, nel più fitto delle tenebre. Quell'ora notturna e silenziosa conveniva all'inizio della sua missione. Tutta la sua opera era davanti a lui; per compierla dovevano esservi impiegati trentatré anni. Questa missione doveva svolgersi anno per anno, giorno per giorno, e stava andando alla fine, quando gli uomini, nella loro malizia, s'impadronirono di lui e l'inchiodarono su di una croce. Si era nel mezzo della giornata, allorché egli vi fu innalzato; ma il Padre suo non volle che il sole illuminasse ciò che era una umiliazione e non un trionfo. Dense tenebre coprirono tutta la terra; il mezzodì non rifulse in questa giornata. Quando il sole riapparve, era già l'ora Nona. Tre giorni dopo, Gesù usciva dal sepolcro alle prime luci dell'aurora. Oggi la sua opera è compiuta. Egli ha pagato col suo sangue il riscatto dei nostri peccati, ha vinto la morte risuscitando gloriosamente; non ha, allora, il diritto di scegliere per la sua dipartita l'ora in cui il sole, immagine sua, riversa tutti i suoi raggi infuocati e inonda di luce tutta questa terra che il suo Redentore lascerà per andare in cielo? Salve, dunque, ora del mezzodì due volte sacra, poiché tu torni a parlarci ogni giorno della misericordia e della vittoria dell'Emmanuele! Gloria a te per la doppia aureola che porti: la salvezza degli uomini per mezzo della croce, e l'entrata dell'uomo nei regni dei cieli!

Ma non sei forse tu stesso la piena luce delle anime nostre, o Gesù, Sole di giustizia? E questa medesima pienezza di luce alla quale noi aspiriamo, questo ardore dell'amore eterno che solo può renderci felici, dove trovarlo se non in te che sei venuto sulla terra per rischiarare le nostre tenebre e fonderne il ghiaccio? Con questa speranza, ascoltiamo la parole melodiose di Geltrude, tua Sposa fedele, e sollecitiamo la grazia di poterle un giorno ripetere insieme con lei: "Oh! amore, oh! meriggio dall'ardore così dolce, tu sei l'ora del riposo sacro; e la pace completa che si gode in te forma la nostra delizia. Oh! amato mio Bene, eletto e scelto al disopra di tutte le creature, fammi conoscere, mostrami il luogo dove pasci il tuo gregge, dove prendi il tuo riposo nell'ora del mezzogiorno. Il mio cuore s'infiamma al pensiero di questi dolci momenti. Oh! se mi fosse dato di avvicinarmi a te, non soltanto per esserti vicina, ma per restare in te! Sotto la tua influenza, o sole di giustizia, tutti i fiori delle virtù spunterebbero in me che sono soltanto cenere e polvere.
Fecondata dai tuoi raggi, o mio Maestro e mio Sposo, l'anima mia produrrebbe nobili frutti di ogni perfezione. Rapita da questa misera valle, ammessa a contemplare la tua immagine tanto desiderata, la mia felicità eterna consisterebbe nel pensare che tu, specchio senza macchia, non avevi disdegnato di unirti ad una peccatrice quale sono io" [2].

SERA
Preghiera.
O nostro Emmanuele! sei giunto finalmente al termine della tua opera ed oggi stesso ti vediamo entrare nel celeste riposo. Al principio del mondo, impiegasti sei giorni per lo sviluppo di tutte le parti dell'universo create dalla tua potenza; dopo di che ti riposasti. Più tardi, quando volesti risollevare la tua opera decaduta per la malizia dell'Angelo ribelle, il tuo amore, durante il corso di trentatré anni, ti fece passare attraverso una successione sublime di opere, per mezzo delle quali si compì la nostra redenzione, ristabilendoci così in quel grado di santità e di gloria che avevamo perduto. Nulla hai dimenticato, o Gesù, di quanto eternamente era stato deciso dai voleri della Trinità, di quanto i Profeti avevano annunciato. La tua Ascensione mette il suggello a quella missione che compisti nella tua misericordia. Per la seconda volta, torni nel riposo; ma vi entri con la natura umana innalzata, d'ora in avanti, agli onori divini. I giusti della nostra stirpe che liberasti dal limbo prendono posto nelle fila dei cori angelici, e tu ci dicesti nel lasciarci: "Io vado a preparare un posto per voi" (Gv 14,2).
Fiduciosi nella tua parola, risoluti a seguirti in tutti i misteri che non furono compiuti che per noi, ad accompagnarti nell'umiltà di Betlemme, nella partecipazione dei dolori del Calvario, nella Risurrezione della Pasqua, aspiriamo ad imitarti anche, quando l'ora sarà venuta, nella tua trionfale Ascensione. In questa attesa noi ci uniamo al coro degli Apostoli ed al loro saluto, ai nostri Padri, la cui moltitudine ti accompagna e ti segue,
Volgi i tuoi sguardi sopra di noi, o divino Pastore! il momento della riunione non è ancora giunto. Proteggi le tue pecorelle, e veglia affinché neppure una si perda e manchi all'incontro. Istruiti, d'ora in avanti, sulla nostra fine, saldi nell'amore e nella meditazione dei misteri che ci hanno condotti a quello di oggi, noi l'adottiamo in questo stesso giorno, quale oggetto di nostra attesa e meta dei nostri desideri. È stato lo scopo della tua venuta in questo mondo, discendendo così fino alla bassezza nostra, per elevarci, poi, alla gloria, facendoti uomo per far di noi degli dèi.
Ma finché venga quel momento che ci riunirà a te, cosa faremmo quaggiù se la Virtù dell'Altissimo, che ci hai promesso, non scenderà presto sopra di noi, se non verrà a portarci la pazienza nell'esilio, la fedeltà nell'assenza, l'amore che solo può sostenere un cuore che sospira per il possesso? Vieni dunque, o divino Spirito! Non ci lasciare languire, affinché il nostro sguardo resti fisso nel cielo, ove regna e ci attende il nostro Salvatore, e non permettere che questo nostro occhio umano sia tentato, nella sua stanchezza, di abbassarsi su di un mondo terrestre, dove Gesù non si lascerà più vedere.

PREGHIAMO
O Dio onnipotente, te ne preghiamo, concedi a noi che crediamo nell'Ascensione al cielo del tuo Unigenito, nostro Redentore, di vivere sempre con la mente in cielo.


[1] Costit. Apost., l. v, c. xix.
[2] Esercizi di santa Geltrude, V giorno.

da: dom Prosper Guéranger, L'anno liturgico. - II. Tempo Pasquale e dopo la Pentecoste, trad. it. L. Roberti, P. Graziani e P. Suffia, Alba, 1959, p. 213-223
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CONCEDE  QVÆSVMVS
OMNIPOTENS  DEVS
VT  QVI  HODIERNA  DIE
VNIGENITVM  TVVM
REDEMPTOREM  NOSTRVM
AD  CÆLOS  ASCENDISSE
CREDIMVS
IPSI  QVOQVE  MENTE
IN  CÆLESTIBVS
HABITEMVS

L'anno liturgico di dom Prosper Guéranger