mercoledì 30 gennaio 2013

SAN FEDELE DA SIGMARINGEN


  
PADRE FEDELE DA SIGMARINGEN, Sacerdote Predicatore Martire (1578-1622)

Marco Roy (Fedele) nasce a Sigmaringen, diocesi di Costanza, nei primi giorni d'ottobre del 1577
Nel 1601 ottiene la laurea di filosofia nel collegio dei gesuiti di Brisgovia.
Negli anni 1601-1604 frequenta l'università di Friburgo
Nel 1604 accompagna un gruppo di studenti in Italia
Il 7 maggio 1611 ottiene brillantemente la laurea in diritto civile ed ecclesiastico
Nel mese di settembre 1612 viene ordinato sacerdote
Il 4 ottobre 1612 entra tra i cappuccini e inizia il noviziato nel convento di Friburgo
Il 4 ottobre 1613 professione religiosa
Dal 1614 al 1618 studia teologia a Friburgo, a Fraunfeld e Costanza
È guardiano a Rheinfelden nel 1618-1619
Superiore a Feldkirch nel 1619-1620
Guardiano a Freiburg nel 1620-1621 e ancora a Feldkirch nel 1621-1622 dove assiste i soldati
Creata da Propaganda Fide la Missione nella Rezia, nel 1622 è fatto missionario apostolico a Prättigau
Il 24 aprile 1622 a Seewis è ammazzato dagli eretici
In ottobre 1622 il corpo è portato a Feldkirch
Il processo informativo inizia nel 1623
Beatificato il 24 marzo 1729 da Benedetto XIII
Dichiarato santo da Benedetto XIV il 29 giugno 1746
"O Signore, trasformami tutto in Te! Intendo in special modo supplicarti di rendermi totalmente conforme alla tua santissima Umanità in tutte le tue virtú, tribolazioni, pene e tormenti, e soprattutto nella tua abiezione, umiltà e annientamento".
(S. Fedele da Sigmaringen)
Germania
 Nella liturgia viene ricordato il 24 aprile




24 de abril
San Fidel de Sigmaringa (1577-1622)
por Ángel de Novelé, o.f.m.cap.
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San Fidel fue un capuchino alemán, nacido en Sigmaringa, pequeña ciudad de Suabia, a orillas del Danubio. Vivió entre 1577 y 1622, parte en Alemania, parte en Suiza. Para ambas naciones eran aquéllos unos tiempos movidos, inseguros y tormentosos. La Reforma protestante, que apareció en la primera mitad del siglo XVI, había echado raíces firmes y dividido inevitablemente a sus hombres y a sus pueblos. Había por doquier ambiente de lucha, de recelos, de incomodidad religiosa y política. Entre los dos sectores cristianos, el católico y el protestante, se dieron violencias lamentables, que dejaron en los ánimos prejuicios y antipatías seculares, en que, como siempre, llevaron las de perder los católicos. Sabemos bien que ninguno de los jefes de la mal llamada Reforma fue modelo de mansedumbre. Tal vez por sus propios remordimientos, y ciertamente por el orgullo que les dominó, sus ánimos se exacerbaron de manera que hasta inverosímiles nos parecen las referencias exactas que tenemos de sus desplantes, frases groseras y accesos de furor. Por su parte, las tropas católicas reprimieron a veces violentamente los avances del protestantismo con desmanes improcedentes. Todo esto trajo luchas y odios que estaban muy vivos cuando vino al mundo nuestro San Fidel de Sigmaringa.
Estas luchas tuvieron una ventaja: perfilar más y más las ideas de los católicos, su responsabilidad y su conducta. Hubo desde el principio hogares que cerraron a cal y canto sus puertas a los vientos de la herejía y supieron mantener con dignidad y fortaleza los principios salvadores de la religión católica. Uno de estos hogares fue el de Juan Rey y Genoveva Rosemberger, los padres del Santo, que fundaron el suyo sólidamente en la verdad y el amor de Dios, y lo hicieron digno hasta de las evidentes resonancias españolas que tenía el apellido paterno.
San Fidel, que en el bautismo recibió el nombre de Marcos, tiene en su haber el mérito incomparable del martirio. Ya es bastante para haber llegado a la gloria de los altares, porque el acto heroico de amor de Dios que supone el martirio hace santos en un momento a los que lo sufren. Pero San Fidel tiene, como la mayor parte de los mártires, además del mérito del martirio, el de una vida en todo conforme con tan alta vocación. Porque, al fin, el martirio es una gracia que Dios concede a quienes elige para morir por Él.
San Fidel fue algo así como una obra maestra de Dios para aquellos tiempos y aquellas regiones. Tuvo el carácter del alemán clásico, íntegro en sus costumbres, serio, constante, inflexible, ingenuo. Los biógrafos nos lo presentan maduro desde los años de su juventud, alegre, muy inteligente y sin perder nunca los estribos. Sobre todo, fue siempre hombre de gran corazón lo que, andando el tiempo, fue, sin duda, factor importante para que los ideales y estilo de vida de la Orden franciscana le vinieran como anillo al dedo.
Como era de familia noble, hizo sus estudios en la Academia Archiducal de Friburgo de Brisgovia, y los cursó tan brillantemente, que se decía que ni en la Academia ni en la ciudad había quien le igualase en talento. Salió de allí hecho un maestro en el manejo del latín, francés e italiano, y muy joven todavía consiguió el doctorado en ambos derechos.
Terminados sus estudios, el barón de Stotzingen quiso que acompañara a un hijo suyo y a otros jóvenes en un viaje instructivo por Europa, porque pensaba que la presencia de Marcos Rey era la mejor seguridad para los padres de los muchachos. Nuestro joven aceptó el encargo, que fue, creemos, providencial, porque ese aireo por fuera al final de sus estudios le puso al corriente del estado de algunas naciones en sus forcejeos con el protestantismo y de las artes que éste se daba para ganar prosélitos. Sus compañeros de viaje nos han dicho del futuro mártir cosas tan interesantes como éstas: Que no dejó un solo día sus prácticas piadosas, que discutía con energía y pasmosa seguridad con los protestantes, que nunca le vieron airado y que ya entonces tenía por lema de su vida el estudio, la oración y la penitencia.
A la vuelta del viaje abrió inmediatamente su despacho de abogado en Ensisheim (Alsacia). Mal asunto, porque la carrera de abogado es tradicionalmente peligrosa para los que hilan delgado y tienen escrupulosa conciencia. Entre los capuchinos es muy conocida una cuarteta humorística dedicada a San Fidel y que dice así:
Santo es hoy quien fue abogado. ¡Obra del poder divino! Le costó ser capuchino y morir martirizado.
Efectivamente. Comenzó la profesión con el optimismo fácil de la juventud y con la mejor buena voluntad del mundo. Pero en uno de los primeros pleitos que hubo de defender, el abogado contrincante le propuso en secreto «un arreglo» ventajoso para los dos. Aquello bastó para que abandonara irrevocablemente la toga por razones que hoy llamaríamos de incompatibilidad temperamental. Alma tan clara y sincera no había nacido para componendas de ninguna clase.
Hubo a renglón seguido una pequeña crisis en su espíritu, antes de tomar el camino de su verdadera vocación, porque ya entonces le salieron al paso voces facilitonas y doctorales que calificaron de cobardía el deseo de ir a «enterrar» en un convento los talentos superiores que poseía. Pero, al fin, Marcos Rey se decidió a meterse capuchino. Los capuchinos estaban entonces en alza. No llevaban todavía un siglo de existencia y eran ya famosos en casi todo Europa. Después de las primeras vicisitudes y no pequeñas contrariedades de la nueva rama del frondoso árbol franciscano, la austeridad inverosímil, la sencillez encantadora, el celo impetuoso y dulcísimo de los que Lacordaire llamó más tarde «los Demóstenes del pueblo», acabaron por convencer a todos y propagarse como llama por el bosque. Cuando San Fidel se decidió a ingresar en esta Orden, estaba muy extendida por Alemania y Suiza y contaba con figuras excepcionales, como la de San Lorenzo de Brindis, entonces en el cenit de su carrera de predicador y diplomático, no menos que de hombre de Dios venerado por cuantos le conocían en toda Europa. El mismo San Fidel tenía un hermano capuchino, el padre Apolinar de Sigmaringa, músico, poeta y orador celebérrimo.
Cuando tomó el hábito en Friburgo tenía treinta y cinco años y era ya sacerdote. Ambos acontecimientos, la ordenación sacerdotal que recibió por consejo del obispo de Constanza, y la toma de hábito, se realizaron en el otoño de 1612. Hizo su noviciado y profesión, y pasó en seguida al seminario de Constanza para cursar la sagrada teología. Los propios profesores eclesiásticos que tuvo en aquellos primeros años de religioso aseguran que su austeridad, humildad y devoción eran extraordinarias, y que veían en él una superioridad interior, que resaltaba entre todos los de su convento.
Apenas terminados los estudios de teología, se dedicó de lleno a la predicación, de la que esperaban grandes frutos cuantos le conocían. Recorrió gran parte de Suiza y Austria, y el sur de Alemania. En todas partes encontró la cizaña protestante haciendo estragos en el trigal evangélico. De su predicación nos dicen los biógrafos que era francamente elocuente, de buen sentido, concienzuda. San Fidel hablaba ordinariamente con suavidad y mansedumbre, bien preparado, con notable unción, haciéndose tan atractivo por estas cualidades, que hasta los herejes le oían con agrado. Tal vez fue este atractivo lo que no le perdonaron después los herejes al señalarle como víctima entre todos sus compañeros de misión. Pero no todo era suavidad en el padre Fidel. Frecuentemente le arrebataba el espíritu de Dios y entonces saltaba la valla de la humana prudencia, que le aconsejaba inútilmente la moderación. Más de una vez llegaron a sus oídos frases como ésta: «Padre, si quiere comer aquí buenas sopas modere su celo y deje correr los acontecimientos». Es ésta exactamente la impresión que nos dan los sermones que se conservan del Santo. Aparece en ellos siempre el catequista oportuno, eficaz, documentado y piadoso. Pero también el orador inflamado, el lírico contagioso, el hombre de Dios que paladea en el púlpito las suavidades del dogma católico, el fustigador del vicio con frases afiladas como puñales, impresionantes hoy, cuando tan curados estamos de espantos.
Alternó la predicación con el cargo de guardián de los conventos de Friburgo, Rheinfelden y Feldkirch. Presidiendo la comunidad de este último fue destinado a la misión de la Alta Rezia, en donde encontró el martirio.
Era el año 1622. El archiduque de Austria Leopoldo, que había emprendido una cruzada contra la herejía, llevó sus armas victoriosas hasta el país de los grisones, en Suiza, y pidió al Papa que enviase allí misioneros. Suiza fue, como sabemos, una de las naciones que más directamente padecieron las consecuencias del protestantismo. La actividad reformadora comenzó en Zúrich con Zwinglio, en 1519. Y lo malo fue que la actividad zwingliana se desarrolló tanto en el terreno político como en el religioso. Trabajaron también ardorosamente en Suiza Calvino y Ecolampadio. Al principio la Reforma tuvo poco éxito, pero ya en 1528 los católicos fueron excluidos del Consejo de la ciudad de San Gall. En algunos sitios, como Berna, la herejía fue introducida violentamente. Así, poco a poco, el país quedó totalmente dividido, de forma que en 1590 unas ciudades eran netamente católicas, como Lucerna, Zug y Friburgo, y otras, como Zúrich, Berna y Ginebra, totalmente protestantes. También hubo regiones en las que ambas confesiones, la católica y la protestante, andaban mezcladas, y una de éstas fue la de los grisones. Las comarcas que abrazaron el protestantismo se unieron entre sí y con algunos extranjeros, mientras que los cantones católicos se agruparon en propia defensa y se aliaron con Austria. De esta manera se originaron las dos famosas guerras de Capel (1529-1531), que terminaron con la victoria de los católicos y la muerte trágica de Zwinglio.
Desde el concilio de Trento (1545-1563), que fue el gran muro que la Iglesia opuso al protestantismo, hubo en Suiza celosos promotores de la fe y de la verdadera reforma, entre los que destaca San Carlos Borromeo. Después trabajaron los jesuitas y su gran apóstol San Pedro Canisio. A ellos se debe la fundación de colegios en Lucerna, Friburgo de Brisgovia, Siders y otras ciudades. Al mismo tiempo que los jesuitas llegaron los capuchinos, que erigieron su primer convento en Altdorf, en 1579, y al que siguieron otros treinta en todas las comarcas de la Confederación.
El llamamiento del archiduque Leopoldo tuvo eco en Roma, pues estaba recién fundada la Congregación de Propaganda Fide. El origen de esta Congregación, netamente misionera, se halla ya en una ordenación de Gregorio XIII, por la que encargó a cierto número de cardenales de la dirección de las Misiones de Oriente y decretó la impresión de catecismos en lenguas comunes. Pero no estaba sólidamente fundada. Ahora, en tiempos de Gregorio XV, había en Roma un gran predicador capuchino, el padre Jerónimo de Narni, con fama de santidad y a quien San Roberto Berlarmino comparó con el propio San Pablo. Fue este capuchino el que concibió el pensamiento de extender la influencia de dicha Congregación y el que, por su cargo de predicador apostólico, influyó cerca del Papa, el cual, por la constitución apostólica Inscrutabili, de 22 de enero de 1622, fundó la Congregación de Propaganda Fide, que se ocupa desde entonces de todas las Misiones del mundo, reuniendo fondos para atenderlas económicamente, destinando los misioneros, nombrando prefectos, y conociendo y tratando todos los asuntos pertenecientes a la propagación de la fe en todas partes. Para los capuchinos es motivo de satisfacción saber que no sólo tuvieron buena parte en la fundación de la misma, sino que le dieron el primer mártir, como vamos a ver.
Una de las primeras preocupaciones de esta Sagrada Congregación fue enviar misioneros a las regiones europeas más amenazadas por el protestantismo, por lo que la petición del archiduque se aceptó inmediatamente, enviando allá diez capuchinos y al frente de ellos al padre Fidel de Sigmaringa. La región de los grisones era conocida del padre Fidel, pues en alguna de sus correrías apostólicas habíala misionado y sabía por propia experiencia las grandes dificultades y los peligros que encerraba, por haber sido una de las regiones donde más lucha hubo entre católicos y protestantes. A la sazón, como sabemos, estaba dominada por los austríacos y expuesta a algún exceso de las tropas. Aceptó la invitación del Papa con la naturalidad con que los buenos apóstoles aceptan las peores consecuencias de su misión, pero sabiendo bien adónde iba. Por eso quiso despedirse de los suyos en una solemne función religiosa en la iglesia del convento de Feldkirch, y en el sermón que predicó dijo claramente que se marchaba a predicar a los herejes y que no volvería vivo. «Sé que voy a morir asesinado», dijo entre otras cosas, y partió. Era el 14 de abril, y fue martirizado diez días después, lo cual confirma que sus temores no eran infundados y que no habló a humo de paja.
Al llegar a la misión encontróla profundamente turbada. Por todas partes había facciones, insidias, reuniones secretas. Con tacto exquisito trató de insinuarse en las almas y devolver la serenidad a todos para comenzar su obra de apostolado, pero se temía por momentos un tumulto fatal. En vista de ello, y no esperando cosa buena, lo primero que hizo fue prepararse para lo que Dios quisiera y vivir con la mayor pureza de conciencia posible. Escribiendo uno de esos días al abad de San Gal, gran amigo suyo y su primer biógrafo, firmó la carta así: «Fr. Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Para el día 24 de abril fue invitado por unos herejes de Seewis, que, al parecer, querían oír la palabra de Dios de labios del famoso misionero. Era domingo. Muy temprano celebró la santa misa, después de confesarse, y partió desde Grusch a Seewis, acompañado del archiduque, del capitán Fels y una escolta de soldados. Se encontraron la iglesia completamente llena, pues los herejes, que tenían sus planes bien trazados, habían tomado todas las posiciones. El misionero subió al púlpito con ciertas esperanzas de hacer algún fruto, pero, apenas subido, palideció repentinamente. Había en el púlpito un papel que decía: «Hoy predicarás, pero será la última vez». Reaccionó valientemente y comenzó el sermón. En el transcurso del mismo, en tres o cuatro ocasiones, le pareció advertir amagos de tumulto, pero fue al final cuando los enemigos irrumpieron en el templo, después de matar a los soldados de la puerta, armados de espadas, bombardas, mazas y palos. Sonó en seguida un tiro y la bala fue a dar en la pared, muy cerca del predicador. Este descendió del púlpito y se postró ante el altar de la Virgen, encomendándole su suerte. Algunos amigos le impelieron a salir rápidamente por la puerta de la sacristía, pero apenas había andado unos trescientos pasos, ya fuera de la población, le alcanzaron los herejes, que le rodearon como lobos y le instaron a que se entregara. «No me entrego», respondió enérgicamente. «Pues te mataremos», le replicaron. «Podéis hacerlo, pues estoy en las manos de Dios y las de su Santa Madre», dijo el mártir. Y añadió: «Pero mirad bien lo que vais a hacer, no sea que tengáis que arrepentiros algún día». Un golpe tremendo de espada en la cabeza lo derribó, quedando de rodillas. «Jesús, María, valedme», exclamó. Y no pudo decir más, porque, arrojándose en tumulto todos sobre él, le atravesaron el costado con espadas y le destrozaron el cráneo a golpes de mazas y palos. Quedó envuelto en un charco de sangre en medio del campo e insepulto cerca de veinticuatro horas. Eran las 11 de la mañana del 24 de abril de 1622.
Su sepulcro está en la catedral de Coira y su cráneo se conserva en el convento de Feldkirch, su antigua guardianía. Dios quiso glorificar su memoria desde un principio, pues sus reliquias fueron un semillero de milagros. Lo cual movió a los papas a su definitiva exaltación en la tierra. Benedicto XIII le beatificó el 21 de marzo de 1729, y Benedicto XIV le canonizó, juntamente con San José de Leonisa, otro gran apóstol capuchino, el 26 de junio de 1746.

Ángel de Novelé, OFMCap, 

San Fidel de Sigmaringa, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 164-172.


San Fidel de Sigmaringa (1577-1622)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
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San Fidel, sacerdote capuchino, ejerció la abogacía con rectitud y caridad antes de ingresar en religión en 1612, cuando tenía 35 años de edad. Después, se consagró a la predicación entre los católicos y los protestantes, en una situación crítica y agitada de los cantones suizos. Realizó una gran labor en pro de la fe católica y, en el ejercicio de su sagrado ministerio, fue martirizado por los grisones. Es el primer mártir de la entonces recién instituida Congregación de Propaganda Fide.
Por sus venas corría la noble sangre española, mezclada con la vigorosa sangre alemana. Rey y Rosenberger son sus dos apellidos.
Esta figura caballeresca es digna de un retablo medieval, o mejor, de un sepulcro en las catacumbas romanas. Noble nacimiento, esmerada educación, aspecto atrayente, finos modales, alma seráfica, martirio heroico; por dondequiera que se le contemple, este santo capuchino es una estampa de perfección.
* * *
Nace en 1577, a orillas del Danubio, en la pintoresca ciudad de Sigmaringa. Esta pequeña y hermosa ciudad se levanta graciosamente en el centro del ducado de Suabia, y es capital del distrito de Hohenzollern.
Juan Rey es el burgomaestre, caballero sin miedo y sin tacha, como decían los antiguos, católico por convencimiento y por tradición, jefe de una numerosa familia que Dios ha bendecido con larga mano. La reina de este hogar es Genoveva Rosenberger: ella dirige la casa por los caminos de la oración cotidiana, con alma de artista y de santa, y va modelando los tiernos corazones de sus pequeños en todas las virtudes y en todos los sacrificios. Suavidades y energías. A su sombra crecen los niños, entre juegos y lecciones, haciéndose hombres y cristianos. Los protestantes van invadiendo todo el territorio circunvecino: la casa de Juan Rey opone a ese avance una muralla de fe y de oración.
Uno de los niños se llama Marcos; es nuestro San Fidel. Despierto, juguetón, vivaracho; pero también eminentemente piadoso y aplicado al estudio. Todavía se conserva la cuna en que Genoveva meció los primeros sueños de Marcos: hoy es una reliquia venerable, y sobre ella las madres cristianas de Sigmaringa acostumbran a depositar los cuerpecitos delicados de sus hijos, apenas son bautizados.
Marcos Rey era un prodigio de inteligencia y de buena memoria; el latín, las matemáticas, la historia, la filosofía, entraron en su cabecita con facilidad y le hicieron sabio antes que llegase a ser hombre. Dícese que los discursos latinos que más tarde pronunció parecían escritos por el mismo Cicerón.
Movido por un hermoso espíritu de caridad, cursó la carrera de abogado en la célebre Universidad de Friburgo de Brisgovia, y pensaba: «Yo seré el defensor de los oprimidos». Cómo hizo Marcos Rey sus estudios, nos lo dice el mismo rector de aquel instituto, el profesor Andrés Zimmermann: «En la ciudad y en la Academia de Friburgo no había quien le igualase».
El joven llegó en poco tiempo a ser el estudiante de mayores simpatías entre cuantos le conocieron, por su carácter bondadoso, por su sólida piedad y por su cultura y cortesía admirables. Los barones de Stotzingen se fijaron en él cuando hubo que elegir un preceptor y un guía para su hijo. Este muchacho, rico y cristiano, quiso hacer un largo viaje de recreo y de estudio por diversas naciones europeas, en compañía de varios amigos. Y el «cicerone» más apropiado y de mayor confianza fue el joven Rey. Aceptó éste la proposición lleno de gozo; y el viaje fue para todos una serie no interrumpida de bellas emociones y de útiles enseñanzas. Para nuestro héroe fue especialmente providencial, pues le sirvió para estudiar el avance de los protestantes, en cuya conversión iba más tarde a trabajar con constancia y a morir con gloria. Afortunadamente conservamos algunos relatos de este viaje, debidos a la pluma del joven Stotzingen; son pinceladas preciosas que no pueden faltar en nuestro cuadro. «Durante su viaje por Francia, Marcos Rey tomaba parte en las controversias públicas, ora en las academias, ora en los clubs protestantes, refutando la doctrina antirreligiosa y antipatriótica de los reformados. Los jurisconsultos franceses no podían disimular su admiración ante aquel caballero alemán, de cortos años, que trataba las cuestiones más arduas con tanta facilidad como los que han encanecido en el estudio del derecho y de la teología... Casi todas las mañanas se acercaba a los santos sacramentos, sobre todo en las festividades de Jesucristo, de la Virgen y de San Francisco de Asís, e invitaba a sus compañeros de viaje a hacer lo mismo... Fue siempre devoto, piadoso, ejemplar; jamás le vi airado... En la cuaresma se disciplinaba todos los días y se ceñía el cilicio, como yo mismo pude observarlo con estupor...».
Seguramente que los estudiantes universitarios de nuestro tiempo leerán estas líneas con una sonrisa de desdén. Hoy son muy distintas las «ocupaciones» de nuestros muchachos. Frente al lema de Marcos Rey «mucho estudio, mucha oración, mucha penitencia», más de uno pondrá este otro programa: «nada de oración, poco estudio, mucho gozar». Pero es evidente que el primer programa puede producir héroes y santos; mientras que el segundo sólo producirá muñecos o criminales...
* * *
Terminada la carrera de abogado con brillo excepcional, Marcos Rey abrió su bufete en Ensisheim (Alsacia), poniendo su inteligencia y su corazón al servicio de todas las causas de la justicia y de la caridad. «Un día, dice Clemente de Brescia, se suscitó un pleito entre dos personas, y ambas partes designaron su abogado respectivo. El litigante que tenía más razón a su favor, eligió a Marcos Rey; el abogado de la parte contraria era un hábil tinterillo, ducho en todas las malicias y falto de escrúpulos de conciencia. Aquel rábula intrigante, que temblaba ante la idea de tener que habérselas con los serios argumentos y acrisolada honradez de Marcos, le llamó aparte y le dijo al oído: "Mira, querido; no veo la razón de tanta meticulosidad en la interpretación de las leyes. Hagamos un arreglo entre los dos, y ambos podremos sacar partido y provecho de este litigio"».
Marcos Rey quedó estupefacto ante la insolencia de su indigno colega, abandonó su bufete, colgó la toga, y empezó a pensar seriamente en retirarse del mundo, consagrando su vida a la causa de Dios y de la Iglesia. Se le presentó entonces a la memoria el recuerdo de varios amigos y condiscípulos suyos que hacía unos años dejaron las vanidades mundanas y vistieron el hábito capuchino; pero sobre todo se acordó de Jorge, el menor y el más querido de sus hermanos, que, en 1604, había entrado capuchino con el nombre de padre Apolinar de Sigmaringa, y que ahora era un fervoroso predicador del convento de Friburgo.
Tardó mucho tiempo en decidirse, pensando en cuál orden religiosa sería más apropiada a la índole de su espíritu. Le atraían los cartujos, por el culto que rendían a la soledad y al silencio; le gustaban los jesuitas, por su exquisita cultura y celo apostólico; pero le pareció que los capuchinos, a quienes había tratado más íntimamente, reunían el celo de los unos y la soledad de los otros. La oración fervorosa a que se entregó por aquellos días vino a despejar las dudas de su alma. Añadióse a esto el clamor de la fama de varios ilustres capuchinos cuyos nombres llenaban el mundo. Alemania y Suiza pregonaban la caridad sin límites del P. Esteban de Unterwalden y de sus compañeros, «los ángeles de los apestados»; Italia, Austria y España corrían en pos de la palabra fogosa de San Lorenzo de Brindis; San José de Leonisa había sido una de las primeras antorchas del apostolado católico; los jóvenes aristócratas franceses entraban en gran número a la Orden capuchina; por todas partes el nombre de los austeros monjes iba nimbado con una aureola de santidad; quizá el mismo Marcos Rey había conversado, en su reciente viaje por Europa, con alguno de aquellos famosos capuchinos, que eran el dique más formidable opuesto a los avances del Protestantismo. Lo cierto es que su decisión fue enérgica, madura e inquebrantable.
El obispo de Constanza, sabedor de los propósitos de Marcos Rey, le aconsejó que, antes de tomar el hábito, recibiera las órdenes sagradas, para que pudiese dedicarse inmediatamente al apostolado. Aceptó el joven tan cuerdo consejo, y en septiembre de 1612, contando 35 años de edad, el brillante abogado subía las gradas del altar, ordenado de sacerdote. Su primera misa la celebró en el convento de Friburgo el día 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís. Un enorme gentío se congregó en la iglesia de los capuchinos para ver aquel insólito espectáculo de la renuncia de todas las ilusiones mundanas, ofrecido valientemente por el nuevo sacerdote. Después de la misa, fue vestido con el hábito que tanto había deseado; y en el mismo momento, Marcos Rey dejó su glorioso nombre seglar y se llamó el padre Fidel de Sigmaringa. El maestro de novicios, al imponerle el nuevo nombre, le dijo estas palabras que habrían de resultar espléndida profecía: «Sé fiel hasta la muerte, y recibirás la corona de la vida».
Hecha la profesión religiosa un año más tarde, el antiguo abogado tuvo que volver a las aulas, estudiando la teología en el seminario de Constanza. Su profesor escribió de él este bello elogio: «El padre Fidel poseía un juicio maduro y clarísima inteligencia. De genio alegre y de admirable serenidad, adivinábase toda la inocencia y candor de su alma. Me atrevo a decir que jamás cometió un pecado mortal. Sostengo que el P. Fidel era modelo de virtud, y muy superior, según creo, a todos los religiosos de su convento».
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Tanto el nuevo sacerdote como su obispo y superiores ardían en deseos de que comenzasen cuanto antes los trabajos de la predicación. Todos se prometían inmensos bienes de su virtud eminente, de su celo y caridad, y hasta de sus cualidades externas. Era alto y bien formado, la frente despejada, barba regular, cabello rubio. Su mirada viva y penetrante tenía una dulzura irresistible. La voz era vibrante y melodiosa.
Muy pronto las esperanzas se convirtieron en la más hermosa y fecunda realidad. Si es cierto, como dice el Apóstol, que a veces Dios escoge para sus obras instrumentos débiles y despreciables al parecer, también es cierto que, en otras ocasiones, los elige hábiles y robustos, y Él mismo los forma en toda perfección para decoro y gloria de su Iglesia. El P. Fidel fue uno de esos instrumentos preciosos modelados por la bondad de Dios para la empresa titánica de la salvación de las almas.
Comienza el nuevo apóstol sus correrías evangélicas en Suiza y las continúa en Austria y en el sur de Alemania. El terreno es áspero, y la mala semilla crece por doquier: otros sembradores, Lutero, Zwinglio, Calvino, le han precedido, y han dejado el campo plagado de cizaña. Su auditorio es una mezcla heterogénea de católicos y de herejes, de gente culta y de curiosos ignorantes. Su palabra va derecha a las almas, limpia de ornatos literarios, caldeada en amor de Dios, rebosante de caridad. «Hablaba con tanta suavidad, mansedumbre y eficacia, que los mismos herejes confesaban no haber oído ni visto jamás a un predicador más piadoso y atrayente... Muy pronto los adversarios se trocaron en amigos. Visitaba a los enfermos, consolaba a los tristes, apaciguaba las discordias. Protestantes y católicos le llamaban "el Ángel de la paz"».
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El secreto de su maravillosa eficacia estaba en la oración; jamás subió al púlpito sin recogerse una hora antes junto al sagrario, la primera y mejor fuente de sus sermones. Mas no descuidaba tampoco la preparación científica: las páginas que conservamos de su pluma, están salpicadas de citas y textos escriturarios y patrísticos, de observaciones místicas, de profundos pensamientos y de consideraciones originales. Se ve en esas páginas al hombre de oración y de estudio. Un día predicó sobre la resurrección de Lázaro, y comentó las lágrimas de Cristo ante el sepulcro de su amigo en esta forma: «Jesús llora, y nosotros, pecadores, permanecemos tranquilos, como si nada malo hubiéramos hecho. Hemos pecado: ¿qué hacer ahora? ¿No lloraremos lágrimas de arrepentimiento? Pobre pecador, ¿qué es lo que ve Cristo en ti, que le aflige y le hace llorar? Es tu alma muerta, y sobre ella se desconsuela y llora. Él te pregunta: ¿Dónde la has puesto? ¿En las riquezas? Sal del sepulcro; no pongas en ellas tu corazón. ¿Dónde la has puesto? ¿En la usura? ¿En los intereses? Sal del sepulcro; ¿de qué te servirá ganar todo el mundo, si pierdes tu alma? ¿Dónde la has puesto? ¿Quizá en las pasiones de la carne? Pues ni los impúdicos ni los adúlteros entrarán en el reino de los cielos. Sal del sepulcro, antes que hagas de tus pecados una costumbre maldita, antes que empieces a despedir el hedor de tus malos ejemplos, antes que tus manos y pies se vean atados por la dificultad de obrar el bien, antes que en tu rostro deje marcadas sus huellas el pecado. Sal del sepulcro. Aun cuando seas un Lázaro, muerto de cuatro días, Cristo te llama: Lazare exi foras; levántate y sal afuera».
Esta página, donde el abogado se esconde detrás del apóstol, parece arrancada de las obras de San Juan Crisóstomo; difícilmente se hallará nada más enérgico, más contundente o más oportuno.
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La verdad, en labios del P. Fidel, estaba siempre por encima de todas las otras conveniencias y respetos humanos. En Altdorf, un caballero le dijo después de escuchar uno de aquellos valientes sermones: «Padre, si queréis comer aquí buena sopa, debéis predicar de otra manera». «¿Y qué me importan a mí vuestras sopas?», le contestó el misionero. «Tened entendido -añadió- que yo no predico para que no me falte vuestra comida, sino que hablo lo que me manda la conciencia».
El valor de este apóstol es, en verdad, sorprendente. Descalzo, pobremente vestido, llevando en sus manos un crucifijo y un breviario, que eran todas sus riquezas, atravesaba los valles cubiertos de nieve, las imponentes montañas de Suiza, los ríos helados; entraba en las guaridas de los protestantes y en las chozas de los mendigos; hablaba en las iglesias y en las plazas públicas; siempre sereno y lleno de fervor, sin miedo a las continuas asechanzas que los adversarios le armaban.
El cargo de Superior, que desempeñó en los conventos de Rheinfelden, de Friburgo (Suiza) y de Feldkirch, no fue obstáculo para sus incesantes trabajos y numerosas predicaciones.
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Todas las virtudes cristianas y monásticas parecían haberse dado cita en el corazón del P. Fidel, y en todas se presenta como modelo de acabada perfección. En la pobreza, se le hubiera tomado por uno de los mejores discípulos del Pobrecillo de Asís; en la humildad era un caso excepcional, pues, a pesar de sus virtudes y talentos, vivía entre sus hermanos como si fuese el más indigno y pecador; en la pureza del corazón era un espejo claro de los cielos, sin nubes ni manchas; en la penitencia, tendríamos que escribir una página horrorosa de mortificaciones, disciplinas, ayunos y cilicios. Obediente hasta el heroísmo a la voz del superior; fervoroso y extático en la oración, como los ángeles que contemplan el rostro divino. Su devoción a la Virgen María fue una de las notas más bellas en aquel concierto de virtudes; tenía las ternuras de un enamorado, las confianzas de un hijo y las delicadezas de un poeta.
Todas estas virtudes, practicadas en grado heroico, daban a su palabra una eficacia maravillosa: un día, dos prominentes herejes, Rodolfo de Salis y Lorenzo Gopffer, caían a sus pies después de larga conversación, y abjuraban públicamente sus errores; otro día, todo un pueblo abandonaba las filas del Protestantismo, ante la virtud y la elocuencia celestial del apóstol capuchino. Los procesos de beatificación y canonización están llenos de interesantes detalles sobre las innumerables conversiones, sobre las disputas públicas y privadas con los corifeos del error, sobre los milagros y profecías del siervo de Dios.
Su actividad no cesaba un momento. Fue nombrado capellán militar, y los soldados llegaron a ser sus mejores amigos; y cuando había alguna falta que corregir o reprender, el P. Fidel no se detenía ante los galones ni ante las estrellas de los más altos jefes; los enfermos le llamaban a gritos, y los condenados a muerte pedían, como última gracia, la compañía animadora del capuchino. «En el cuartel, en el hospital, en las ambulancias, la aparición de un ángel del cielo no habría causado mayor alegría que la presencia del P. Fidel», dice un cronista.
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Para contrarrestar de alguna manera la ola de inmoralidad y de libertinaje que invadía la ciudad de Feldkirch y su comarca, emprendió una campaña tenaz; uno de sus sermones, lleno de vehemente indignación, levantó gran polvareda. Varias señoras y caballeros de la aristocracia llevaron al Senado de la ciudad una reclamación contra el predicador. El P. Fidel, lleno del espíritu de Dios, sereno, elocuentísimo, se presentó en la asamblea y habló sobre la urgencia de cortar de raíz aquellos abusos que él había denunciado desde el púlpito. «Todos unánimemente aprobaron su opinión -escribe un autor-. El Senado votó un reglamento destinado a contener el curso desbordante del lujo, del libertinaje y del desprecio a las leyes de la Iglesia; prohibió en absoluto la venta de libros o escritos contrarios a la religión católica, y mandó inspeccionar las librerías y arrojar al fuego todas las producciones de la mala prensa». Los efectos de aquella decidida intervención del padre Fidel fueron admirables: al poco tiempo, la ciudad estaba desconocida; y la modestia, la caridad y las costumbres puras y cristianas volvieron a florecer entre los habitantes.
Sólo diez años vistió el padre Fidel el hábito capuchino; pero en tan corto tiempo, el fruto de su palabra y el ejemplo de su vida santa hicieron más fruto que un ejército de misioneros. Por dondequiera que pasaba el predicador capuchino, dejaba el recuerdo inolvidable de su santidad y de su doctrina.
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El día 14 de enero de 1622 es una fecha memorable en los anales de la Iglesia Católica. El Papa Gregorio XV, después de varias tentativas y ensayos realizados por sus antecesores, celebró la primera sesión de la Congregación de la Propaganda, en el Palacio del Cardenal Sauli. Unos meses más tarde, el 22 de junio del mismo año, la Congregación quedaba definitivamente fundada por medio de la bula pontificia «Inscrutabili». El objeto de esta Congregación, uno de los organismos más eficaces de la Curia Romana, es el de preocuparse de la difusión del Evangelio en todas las naciones del orbe, fundando misiones y ayudando a los misioneros, especialmente en países de infieles. Esta Congregación está ligada, en sus orígenes, a la Orden Capuchina. El historiador protestante Ranke y otros afirman claramente que uno de los fundadores y propagadores más entusiastas de esta magnífica institución fue el célebre predicador capuchino Jerónimo de Narni, a quien el cardenal Belarmino comparaba con San Pablo, por el fuego y la elocuencia de sus predicaciones. Otro capuchino, nuestro Fidel de Sigmaringa, estaba señalado por Dios para ser el primer mártir y uno de los más bellos ornamentos de aquella Congregación.
Los cardenales que formaban parte de la Propaganda desde la primera sesión de enero, se interesaron especialmente por enviar predicadores a las regiones de Europa más amenazadas por el Protestantismo; y se organizó una expedición de capuchinos que partió inmediatamente a la Alta Rezia. El padre provincial escogió al padre Fidel de Sigmaringa, superior del convento de Feldkirch, que había conocido anteriormente toda la comarca de los grisones, como superior de los misioneros capuchinos de aquella región; y el Nuncio Apostólico monseñor Scappi le dio amplias facultades de índole espiritual.
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Por aquellos días, los grisones estaban bajo el yugo de la dominación austríaca, lo que contribuía a hacer más delicada y violenta la situación. Las tropas austríacas católicas reprimían, a veces sangrientamente, todos los avances del Protestantismo; y los grisones, exasperados por su fanatismo sectario y por el mal trato de los soldados austríacos, declararon guerra a muerte a todos los enemigos de sus errores y de su independencia. El historiador imparcial no puede aplaudir la conducta del ejército católico; pero tampoco sería justo confundir los desordenados actos de los subalternos con la recta y noble intención de sus jefes.
El padre Fidel, que lamentaba sinceramente los abusos cometidos, se propuso remediarlos con su admirable espíritu de caridad y con su intervención prudente y comedida. Anhelando con toda su alma la conversión de los grisones, emprendió su último viaje favorecido con la benevolencia de los caudillos austríacos y armado de facultades espirituales extraordinarias como misionero de la Propaganda. El correo portador de los documentos en que se nombraba al P. Fidel misionero y Prefecto dependiente de la Congregación, no pudo llegar a tiempo: el apóstol se había apresurado a dar su sangre y su vida por la fe.
El 14 de abril del mismo año, 1622, dejó su amada ciudad de Feldkirch y partió para el cantón de los grisones; pero antes quiso despedirse de sus amigos y de todo el pueblo. Subió al púlpito, alrededor del cual se había congregado una inmensa multitud, y dijo con voz serena: «Esta es la última vez que os predico; por voluntad de Dios debo ir a la Rezia, y allí seguramente, y con gran placer mío, he de acabar mi vida, asesinado por los herejes en odio a la fe católica». «Yo -dice un testigo- asistí a aquella última predicación de Feldkirch, en la que declaró abiertamente que iba a predicar a los herejes y que no volvería vivo».
A un compañero le dijo en el momento de la despedida: «Sé que voy a morir asesinado». Las últimas cartas que escribió terminaban con esta firma: «Fray Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Al llegar a su destino, viendo ante sí el abrupto valle del Pretigau, dijo a sus acompañantes en tono profético: «¡No saldré vivo de esta comarca!»
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Todas estas profecías tuvieron cumplimiento rápido y exacto. Sólo diez días pasó el P. Fidel en la última excursión por aquella tierra infestada de herejes, fanáticos discípulos de Lutero, Zwinglio y Calvino. El valle del Pretigau es frío y desolado en extremo; «y el corazón de sus habitantes -dice un escritor-, está en perfecta armonía con aquel clima y con aquellas asperezas».
El día 23 de abril, una comisión de protestantes se acercó al P. Fidel y le invitó hipócritamente a predicar en el pueblecito de Seewis, añadiéndole con falso arrepentimiento: «Estamos avergonzados del escándalo que promovimos en uno de vuestros sermones; os juramos tener más calma y seros obedientes en lo sucesivo». Pero el misionero no se engañaba, y dijo a uno de sus colegas: «No espero cosa buena de los habitantes de Seewis; no obstante, iré para cumplir hasta el fin los deberes de mi cargo».
Al día siguiente, muy de madrugada, el siervo de Dios se confesó, sabiendo que era la última vez que lo hacía, dijo devotamente su misa, predicó e hizo después larga oración, aceptando gustoso la horrible muerte que le esperaba y que Dios le había revelado; y se puso en camino para el sacrificio.
La iglesia de Seewis estaba repleta; los enemigos se habían apresurado a tomar todas las posiciones. El capuchino subió serenamente al púlpito; pero luego palideció un instante; había encontrado allí un papel con estas palabras: «Hoy predicarás; pero éste será tu último sermón». Y predicó con inaudito valor, fustigando la incredulidad, el amor propio, las pasiones y los vicios. De repente, sonó un estampido: una bala, dirigida contra el orador, pegó en la pared del púlpito. El tumulto de la gente despavorida fue espantoso; y en medio de una gritería ensordecedora, los herejes asesinaron a los soldados austríacos que custodiaban las puertas de la iglesia. Mientras tanto, el P. Fidel había descendido del púlpito y se postró ante el altar. El sacristán se acercó para aconsejarle cautela; pero el capuchino le replicó: «Estad tranquilo; no me importa la vida; ya la he puesto en manos de Dios y de su Madre». Pocos instantes después, salió por la puerta de la sacristía. El barón de Felds se acercó al misionero y le acompañó por las afueras de la ciudad; así llegaron al vecino campo de Seljanas... Una turba de protestantes cayó entonces sobre ellos. El barón fue conducido a un castillo cercano, y el P. Fidel quedó solo en medio de sus enemigos... «¿Aceptáis nuestra fe?», le dijeron. «Yo -repuso el santo- no he venido aquí para hacerme hereje, sino para extirpar la herejía. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis». Una espada que fulguró rápidamente vino a terminar aquel diálogo, cayendo con fuerza sobre la cabeza del misionero. «¡Jesús, María, ayudadme!», exclamó; y se postró de rodillas, mientras la sangre borboteaba en la herida. Pero la rabia satánica de aquellas fieras no se saciaba tan fácilmente: palos, espadas y mazas de hierro se ensañaron en la víctima que murmuraba sus últimas palabras: «Señor, perdónalos. Jesús, tened piedad de mí. María, asistidme».
Eran las once de la mañana del 24 de abril de 1622. El P. Fidel contaba 45 años de edad y 10 de vida capuchina. El mártir, aun con aliento, quedó tendido en medio del campo, cubierto de heridas y de sangre. Dícese que en aquel mismo sitio brotó una fuente milagrosa que todavía existe, «la fuente de San Fidel». Poco tiempo más tarde, unos soldados que fueron en peregrinación al lugar del martirio, hallaron una flor desconocida, de color y perfume deliciosos; los peritos botánicos que la vieron tuvieron que clasificarla con este nombre: es una flor milagrosa y celestial.
San Fidel de Sigmaringa, el apóstol de los grisones, fue beatificado por Benedicto XIII y canonizado por Benedicto XIV. Es el protomártir de la Sagrada Congregación de Propaganda.
Su sepulcro, en la catedral de Coira, ha sido un semillero de milagros y un caudal inagotable de gracias espirituales, no sólo para los católicos, sino también para muchos protestantes que han reconocido la verdadera fe junto a esa tumba gloriosa. El apóstol no ha terminado su misión: como buen soldado, sigue en su puesto de avanzada.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Fidel de Sigmaringa, en Ídem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 89-104.

<<Cor Mariæ Immaculatum, intercede pro nobis>>




San José de Leonisa (1556-1612)

4 de febrero
San José de Leonisa (1556-1612)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap.
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Junto a la ventana, por la cual entra suavemente el sol mortecino del crepúsculo, Francisca Paolini, noble y rica señora de Leonisa, está sentada con la rueca a un lado, y contempla la cuna de un hijito de pocos meses que se revuelve sin poder dormir, iniciando débiles y entrecortados vagidos. Francisca ha cantado con su vocecita tenue, ha mecido la cuna, y se ha entregado a sus quehaceres vigilando el inquieto dormitar del pequeñín. Pero el niño sigue moviendo sus bracitos, abre y cierra los ojos, estira las piernas, gime como un corderillo, mientras la rueca gira acompasada bajo los dedos ágiles de la señora. De pronto, Francisca queda atónita al observar que la cuna se balancea con un blando movimiento, como impulsada por una brisa acariciante, por una mano invisible y celestial. El niño se ha dormido, y tiene prendida en los labios la sonrisa fresca de los ángeles...
Francisca corre a contárselo a su esposo Juan Desideri, y ambos se convencen de que el ángel de la guarda ha mecido la cuna del pequeño.
Esta fue la primera señal de la futura santidad de aquel niño prodigio. Crece y se desarrolla bajo la protección visible de lo alto; en la escuela de Leonisa, todos le miran como a un predestinado; es el primero en el estudio y el primero en la iglesia, el más obediente en la casa, el más caritativo con los pobres, el más casto en sus palabras y miradas.
Los amigos de Eufranio Desideri –éste era su nombre– se contagiaron pronto con la virtud y con los gustos de su compañero: le querían como a un hermano y le seguían a todas partes. En un amplio salón de su casa, Eufranio reunía a sus mejores amigos, y entre todos remedaban las funciones litúrgicas que habían visto en la parroquia: misas cantadas, novenas, procesiones. Uno tocaba la campanilla; otro armaba, con cajones y con palos, el altar que llegaba hasta el techo; otro se subía sobre una mesa, y echaba un sermón de dos minutos; otro, vestido con un blusón que le arrastraba, decía la misa en un periquete. En todos estos juegos, Eufranio hacía de obispo y de maestro de ceremonias, y no permitía jamás una burla ni una sonrisa; todo había de ser grave y santo, como en la iglesia.
Pocas más noticias sabemos de la infancia de nuestro santo. Las crónicas nos hablan de su primera comunión, que fue un día de fiesta para toda la casa y un acontecimiento para el pueblo de Leonisa, por la piedad y fervor del niño; nos cuentan su espíritu de oración y de penitencia, su horror a las malas compañías, sus estudios, la pureza virginal de sus costumbres y la santa influencia que ejercía dentro y fuera de su casa.
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Tenía alrededor de quince años cuando quedó huérfano, y fue a vivir bajo la cariñosa tutela de su tío que moraba en Viterbo. En el gimnasio de aquella ciudad continuó sus estudios con la misma aplicación, y dio pruebas de esclarecido y ágil ingenio. Un día, víspera de público certamen en la Academia, el alumno que debía defender la tesis principal cayó enfermo. Eufranio fue encargado por su tío, que era el director del gimnasio, de reemplazar al disertante. El joven tembló; pero sobreponiéndose al punto, pidió papel y libros de consulta, y preparó en pocas horas un maravilloso discurso que arrancó aplausos y vivas al distinguido auditorio.
Uno de los presentes, rico y noble caballero, quedó prendado de la elocuencia y virtud de aquel prodigioso muchacho, y pidió a su tío que se lo mandase a su casa, donde le trataría como a verdadero hijo. Tenía el caballero una hija muy querida, prodigio de hermosura y de bondad, y al momento surgió en el corazón del padre el proyecto de la felicidad de la niña: la casaría con Eufranio. Vinieron las insinuaciones, los consejos, las hábiles descripciones de un dichoso porvenir, se apeló a la influencia del tío, a quien el joven respetaba y quería como a su padre; pero los bellos proyectos se estrellaron contra la inflexible voluntad de Eufranio: «He dado mi corazón a Dios, y ninguna criatura podrá arrebatárselo.» La Providencia vino a confirmar esa noble respuesta: una larga enfermedad alejó a Eufranio de la casa del caballero y le obligó a volver a los aires nativos de Leonisa. Todos los planes de matrimonio cayeron por tierra, y el joven respiró alegremente las auras de la victoria y de la libertad.
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A principios de 1572, siguiendo un llamamiento irresistible de la divina gracia, le hallamos vistiendo el hábito de novicio capuchino en el convento «delle Carcerelle», cerca de Asís; pero sus parientes quedaron furiosos ante aquella determinación súbita e inesperada que venía a frustrar todas las esperanzas ilusionadas de la familia. Pronto idearon un plan de ataque y de conquista: una comisión de parientes, los más audaces y decididos, fueron a Asís y se presentaron en el convento reclamando a su deudo; pero las puertas de los monjes no se abrieron ante la audacia ni ante los clamores amenazantes. Algunos de los más jóvenes, viendo que perdían el tiempo en la portería, rodearon las tapias del huerto y escalaron el muro, dispuestos a llevarse a Eufranio a viva fuerza. Con gritos destemplados pidieron hablar con el novicio, y éste se presentó ante los intrusos lleno de energía y de mansedumbre. Vestido pobremente, descalzo, con los ojos bañados de luz angelical, sonriente y sereno, comenzó a reprocharles su actitud y a defender la causa de su vocación. A las pocas palabras, sus parientes parecían esclavos: se dejaron conducir como ovejas hasta la iglesia del convento, rezaron algunas oraciones, lloraron arrepentidos, y se volvieron a Leonisa vencidos por la humildad y por la firmeza del novicio. Toda la familia comprendió que aquel muchacho estaba predestinado por Dios para ser un santo...
Fray José comenzó la nueva vida con el ardor propio de las almas heroicas: odiaba la rutina y la tibieza, y jamás estaba contento con su alma, anhelando mayores trabajos y más amplios horizontes de virtud. Su mismo maestro del noviciado, Bernardo de Espoleto, se asombraba ante los rápidos progresos del joven, y le ponía como modelo de perfección, no sólo a los novicios, sino aún a los religiosos más ancianos.
El día de la profesión religiosa fue un día de soliloquios y diálogos con su alma y con su cuerpo. A éste le echó un discurso digno de Demóstenes: «Ahora, mi hermanito asno, ya no somos novicios; es menester que nos portemos como profesos; no somos bisoños, sino veteranos; y este favor hay que agradecérselo a Dios. Prepárate pues a obedecer y a no venirme con altanerías, porque si rezongas, ya verás lo que te pasa. ¡A trabajar, a sufrir, a correr! Y se acabaron las demás ocupaciones. Si quieres subir hasta el cielo, tendrás que aligerar esa demasiada carne que llevas a cuestas. Mira, gordito; hay que enflaquecer un poco para caminar más aprisa.»
En efecto, fray José comenzó a practicar un programa que da miedo. Ayunos a pan y agua, casi todo el año; sueño en pequeñas dosis; disciplinas y cilicios, hasta que la sangre saltaba. A veces, el pobre cuerpo iniciaba una protesta, y su dueño se la hacía tragar a fuerza de azotes, mientras decía estas aleluyas: «Cocea, hermano asno, patalea y gruñe... ¿Qué te habías imaginado?»
Con tan bravas medicinas, muy pronto el hermano cuerpo debió someterse a los deseos del espíritu: los ojos no miraban sino lo que debían ver; la lengua apenas se movía fuera de la oración; el estómago no recibía otros consuelos que pan duro, agua turbia, ceniza y verduras desabridas; la espalda no conocía más caricias que los pinchazos del cilicio y los golpes de los azotes.
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Nos figuramos al lector haciendo un gesto de desagrado y formulando una pregunta: «¿No es un crimen eso de castigar al cuerpo en forma tan cruel?» A eso respondo que, en efecto, sería un crimen ensañarse en nuestra carne y mortificarla, si el cuerpo fuera un dócil instrumento del espíritu. Pero, desgraciadamente, sucede todo lo contrario. Después del pecado original, «la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne», como dice el Apóstol. Nuestra vida espiritual no es otra cosa sino esa batalla perenne entre los dos elementos antagónicos que llevamos a cuestas. El predominio de la carne nos hace animales; la victoria del espíritu nos hace santos. Hay que reconocer valientemente, y sin falsos prejuicios, que la naturaleza humana tiene una funesta propensión a todo lo malo: el ojo quiere mirar sin trabas, la lengua quiere hablar sin cortapisas, el paladar prefiere el fruto prohibido. La tierra, sujeta también a las consecuencias del pecado original, produce espinas y abrojos; para que dé flores, es necesario el arado, la simiente, el cultivo. Nosotros, tierra bravía, estamos inclinados a la concupiscencia, a la ira, al orgullo, a la vanidad, al goce; y si no hay un freno que nos contenga, seríamos capaces de atropellar por todo, con tal de dar satisfacción a nuestras pasiones. Ese freno es la penitencia, bajo el impulso de la fe. Los santos, que sabían muy bien esa fuerza de nuestras malas inclinaciones, miraron a su cuerpo de la única manera racional: como al peor de los enemigos. Y como a tal trataron de domeñarle y de vencerle. Los que no son santos ni se han preocupado jamás de serlo, no acabarán de comprender esta lógica férrea y extraña de la vida espiritual.
Discúlpenos el lector la digresión ascética que le brindamos: ha sido necesaria para nuestro relato, aunque estamos convencidos de que la lección es difícil de aprender, cuando el cuerpo está acostumbrado a lozanear a sus anchas.
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Fray José, dominando perfectamente las rebeldías de la carne, se dispuso para el heroísmo en la palestra de los apóstoles, entre los cuales brilla como otro San Pablo. Ordenado de sacerdote, comenzó sus excursiones evangélicas en Italia, alternando los sermones con la oración, el bullicio de las ciudades con la soledad del claustro.
El apostolado del padre José tenía un aspecto singularmente eficaz: era la fuerza irresistible de su caridad, virtud que él sabía ejercitar como nadie, haciéndose todo para todos, dispuesto siempre a llevar el encanto del amor allí donde la amargura o el dolor mostraban sus manos escuálidas. Un día encuentra a un pobre mendigo, viejo y moribundo, abandonado a la vera del camino; lo carga sobre sus espaldas, atraviesa la ciudad entre la admiración de los habitantes, y llega al convento, donde cuida al desgraciado con exquisita delicadeza. Otro día halla a una viuda desvalida, rodeada de sus hijos hambrientos; el padre José corre a buscar alguna cosa para acallar el hambre de aquella familia; toma un puñado de legumbres, las vuelve a plantar en el huerto del convento y las bendice; a los pocos momentos, las plantas crecen, se multiplican prodigiosamente, y el santo lleva una abundante cosecha que basta para alimentar a la pobre familia durante muchos días.
A un religioso que le pedía consejos para alcanzar la santidad le respondió: «Caridad, siempre caridad. Lleva a los pobres en tu corazón y serás santo.»
A los avaros les solía reprender ásperamente, amenazándoles con castigos espantosos en pago de su avaricia.
Cuando llegaba a un convento, su primera pregunta era siempre la misma: «¿Hay algún enfermo?» Y cuando lo había, iba directamente a visitarle, le saludaba con palabras afectuosas, le contaba cuentos y le decía que los enfermos son los favoritos de Dios. Después le tomaba el pulso, le ayudaba a cambiar de posición, abría las ventanas para que entrara la alegría del aire puro y la belleza del sol, arreglaba los objetos de la celda, cantaba y reía, esparciendo el gozoso consuelo de su caridad.
En sus correrías por los pueblos de los Abruzos, campo principal de su apostolado, la caridad era lo que le impulsaba constantemente en su penoso ministerio y le hacía olvidar las exigencias del descanso y de la salud.
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Pocos misioneros ha conocido Italia más populares que San José de Leonisa. Era el prototipo del predicador que entusiasma y conmueve a los oyentes, aun a los menos dispuestos a dejarse convencer; era el sacerdote ejemplar que está persuadido de la alteza de su dignidad, de la responsabilidad de su carácter sacerdotal y de la eficacia maravillosa de la palabra divina; en el confesonario y en el lecho de los moribundos palpa todos los días los efectos sobrenaturales de la gracia de Dios, que sabe ablandar los corazones de piedra; desde el púlpito ve en los ojos de sus oyentes como en un espejo las diversas y profundas emociones que brotan en las almas, enterneciéndolas y subyugándolas. Dios le ha dado palabra fácil, llena de expresión y de viveza, palabra que sabe reír y sollozar, palabra que se oye al principio como una música, y que más tarde penetra hasta los últimos dobleces del alma, como un riego fecundo.
El padre José no es avaro de su garganta privilegiada. Cuando va a una misión no se contenta con predicar los dos sermones diarios de costumbre; recorre los pueblos vecinos, reúne a la gente y le habla en la plaza pública o en la iglesia, llama a los niños con una campanilla de agudo sonido, les catequiza, les enseña a rezar y a cantar, organiza procesiones y romerías piadosas, no descansa en todo el día. Se cuenta que en muchas ocasiones predicó ocho, diez y más veces en un solo día.
Pero no confundamos a nuestro santo con un charlatán. Su ciencia sólida y profunda, su celo devorador y su caridad multiforme nos permiten distinguir ese inagotable río de oratoria sagrada de la vana garrulería de los habladores sin tasa. Además, ya sabemos que nuestro célebre misionero es silencioso como un sepulcro, amigo de la meditación y de la soledad, cuando no le impelen a lo contrario la caridad o el deber.
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Los primeros pasos apostólicos del padre José fueron dedicados a la gente sencilla, a los pueblos humildes y laboriosos de Italia. Más tarde, encontrando pequeña su patria, pidió ser enviado a tierras de infieles, para llevar a todas partes la semilla del Evangelio. Contaba treinta y tres años, y se sentía con ánimos y fuerzas bastantes a remover el mundo; sus riquezas eran un corazón de fuego, una voz de profeta, y el hambre insaciable de los apóstoles.
Y se embarcó en un viejo navío, y llegó a Constantinopla con varios compañeros, fervientes y animosos como él. Durante el viaje, la virtud y el milagro le acompañaron y le protegieron: una furiosa tempestad tuvo que apaciguarse ante su mandato, rubricado con la señal de la cruz; un panecillo, el último de sus alforjas, se multiplicó en sus manos y fue suficiente durante un mes para toda la tripulación; varios marineros, ignorantes en asuntos religiosos, acudían todos los días al padre José y acabaron por instruirse perfectamente. Los primeros pasos por las calles de la antigua Bizancio tuvieron por guía a un bello y misterioso niño, que desapareció en forma repentina al dejar a los misioneros en lugar seguro.
Tenían los capuchinos en Constantinopla un pequeño hospicio con su capillita desvencijada y pobre. Su misión era penosa, difícil y llena de peligros: se dedicaban, entre otras cosas, a fortalecer en la fe a los cristianos y a impedir la apostasía de los cautivos que gemían en las mazmorras de los piratas turcos. Las visitas que hacían los misioneros, sus predicaciones en las cárceles, los auxilios materiales y espirituales que prodigaban, debían ser ejecutados con exquisita prudencia e innumerables cautelas, para no irritar a los mahometanos, y sustraerse a los edictos del Sultán, que había amenazado con pena de muerte a los que propagaran la fe de Cristo.
El padre José comenzó un apostolado complejo y hermoso: hacía de enfermero, de limosnero, de catequista y de consolador. «Hacía con aquellos desgraciados –dice un biógrafo– todo lo que una madre cariñosa puede hacer con un hijo muy amado.»
Muerto el superior de la misión, nuestro santo fue nombrado para sucederle, y desde entonces amplió el campo de su actividad, sin temor alguno a las consecuencias que su conducta le pudiera acarrear. Iba por las calles y predicaba a los grupos de mahometanos, sin cuidarse de los edictos del Sultán, sin parar mientes en las torvas miradas de su auditorio.
El fruto de sus trabajos era escaso, y el fogoso misionero empezó a discurrir la manera de llegar hasta el mismo palacio del soberano. Rondó varios días para ver si le sería posible burlar la vigilancia de los guardas; y al fin, una mañana, santiguándose fervorosamente, con el corazón saltándole de gozo, con la frente erguida, el paso seguro y los ojos iluminados y alegres, pasó por la «Sublime Puerta». A los pocos metros, la voz de alto de un soldado, los pescozones de los porteros y pajes, le hicieron retroceder y volverse al convento, rechazado, mas no vencido.
Varios días estuvo meditando otro plan más hacedero y seguro para renovar su tentativa, y, en efecto, volvió a entrar en el palacio por otra puerta, si no tan «sublime», más llana y de más probable éxito que la primera. Los guardas dormían beatíficamente. El capuchino, sonriente y cauteloso, contuvo el aliento, dejó las sandalias en la puerta, caminó en las puntas de los pies y comenzó a atravesar salones y pasillos. Oyó que en una sala vecina varios soldados estaban enfrascados en el juego: risas, apuestas, juramentos, canciones. «Hasta ahora vamos bien», pensó el fraile. Pero de repente, uno de los jugadores se levanta de la mesa y aparece en el corredor, frente a frente del capuchino. Aquellas pardas vestiduras, los pies descalzos, la barba, el cordón, el crucifijo, fueron para el soldado como la visión del mismo demonio. A los pocos momentos, toda la casa era un bullicio: gritos, blasfemias, palos, puntapiés. Creyeron que el fraile era un probable asesino del Sultán. La aventura tuvo un epílogo desconsolador: unos días de cárcel, de inanición; los deseos del martirio, convertidos en un poco de hambre y en algunas tandas de azotes.
Pero la tristeza del misionero pronto se trocó en la más completa alegría: un soldado le entregó un pergamino en el cual estaba escrita la sentencia de muerte. El Sultán, Amurat III, considerando la gravedad del crimen, intento de asesinato, condenaba al reo a ser suspendido de un poste hasta morir de hambre y de dolor.
Tres días y tres noches estuvo el animoso capuchino clavado de una mano y de un pie en la plaza pública; y desde aquel extraño e incómodo púlpito no cesó un momento de predicar la verdadera fe a la multitud de curiosos, hablándoles de Cristo y bendiciendo a Dios. La gente comenzó a inquietarse ante aquel espectáculo; amontonaron leña verde debajo del mártir, para ahogarle con el humo; pero la agonía se prolongaba demasiado, y el reo continuaba siempre predicando la fe. A la tercera noche, todas las ilusiones heroicas del apóstol se desvanecieron: se encontró de repente milagrosamente desclavado, vigoroso y sin heridas; y Dios le dio a entender que al punto debía tornar a Italia, donde le esperaban nuevos trabajos y nuevos combates. El santo aceptó resignado la prueba; el martirio se escapaba otra vez de sus manos anhelantes, cuando ya la corona de gloria estaba a punto de ceñir sus sienes. Pero las señales gloriosas del suplicio le duraron toda su vida: en la mano derecha y en el pie, dos cicatrices blancas y profundas daban testimonio de la fe del héroe.
El apostolado en Constantinopla no fue estéril. Un día el padre José exclamó ingenuamente: «¡Cuántas almas ha convertido este mi crucifijo!» Se cuenta, entre otros casos, la conversión de un arzobispo griego apóstata, que dejó los honores y riquezas que le brindaba el Sultán y retornó a la Iglesia Católica por la palabra persuasiva del santo capuchino.
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Vuelto a Italia el padre José, continuó impertérrito sus predicaciones, con las mismas energías de los primeros años. Entraba a veces en los salones de baile, hacía que la danza se suspendiese, y con exquisita cortesía invitaba a los asistentes a que le acompañaran hasta la iglesia; allí les hablaba con terrible acento, recordándoles la muerte, el juicio, el infierno y la vanidad de la vida presente. Las conversiones eran innumerables en todas partes por donde pasaba la austera figura del misionero.
Huía de los aplausos y buscaba con ansia los desprecios y humillaciones; predicaba con más gusto en los pueblecitos apartados que en las grandes ciudades; desafiaba las tormentas, la lluvia y la nieve, y llegó a pasar a nado torrentes y ríos para llevar su palabra y su amor a los pobres abandonados. Ardiendo siempre en inflamada caridad, parecía que esta virtud era su pasión dominante: ante una desgracia cualquiera, el corazón le hacía discurrir hábiles recursos e ingeniosos consuelos. Conocía el modo más apto y delicado para conseguir la paz entre los enemigos, sabía cómo se enjugan las lágrimas, cómo se cierran las viejas heridas, cómo se ahuyentan las tristezas y cómo se hace sonreír a un alma atribulada. Un día se encontró con dos bandos de campesinos que peleaban entre sí furiosamente. El padre José, con el crucifijo en la diestra, se puso en medio de los combatientes, y consiguió, con sus clamores de paz, que los adversarios se reconciliaran y se dieran el abrazo de la caridad.
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Los milagros se sucedían a su lado, sin que, a veces, él mismo se diera cuenta. En un viaje por el campo, comenzó a llover torrencialmente: era la hora en que debía rezar los maitines. Sacó tranquilamente su breviario y rezó el oficio en medio de un furioso aguacero; ni el libro ni el hábito del padre José se mojaron, mientras su compañero de viaje quedaba hecho una sopa.
Muchos testigos afirman que nuestro santo despedía de toda su persona una fragancia deliciosa, como flor fresca y perfumada. Raro fenómeno en un hombre que tan mal cuidaba a su cuerpo, que no se distinguía por el aseo esmerado, y que llevaba unos hábitos pobres y despreciables. El herrero que compuso un cilicio gastado y viejo del padre José decía que aquel horrible instrumento de penitencia tenía un aroma celestial, y que por su contacto se había sentido libre de una antigua y grave dolencia.
* * *
Habiendo conocido, por especial revelación de Dios, que el fin de sus días estaba próximo, pidió permiso para ir a su pueblo natal para despedirse de sus amados compatriotas. Pasó diez días en Leonisa y volvió al convento de Amatrice, fatigado por la afectuosa despedida de sus conciudadanos, que le siguieron largo trecho por el camino. Antes de perder de vista a su pueblo, se detuvo embargado por la emoción, y con voz solemne exclamó: «Oh Leonisa, mi querida patria; ésta es la última vez que te veo, y por eso te doy mi última bendición. Yo te bendigo, bendigo tus muros, tus casas, tus habitantes, tu territorio y todo lo que hay en ti. Dios sea siempre contigo y te dé prosperidad en todas tus empresas y te mantenga siempre en la fe católica y en la práctica de la religión.» Calló un momento; y levantando la mano temblorosa, trazó la señal de la cruz sobre la amada ciudad.
En el convento de Amatrice, después de dolorosa enfermedad mitigada por los fervores y por los consuelos de los últimos sacramentos, un día, al terminar de rezar aquellas palabras de Prima: La muerte de los justos es preciosa a los ojos del Señor, se durmió piadosamente para despertar en el cielo. Era el día 4 de febrero de 1612.
Un grandioso templo, orgullo de la ciudad de Leonisa, guarda los restos preciosos del gran apóstol capuchino. La inagotable caridad que en vida fue su característica más bella, después de la muerte no se ha entibiado: el milagro florece todos los días en su sepulcro.

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San José de Leonisa, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 49-63.

Domine Iesu,
Mortificem me et vivam in te.

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San Félix de Cantalicio (1515-1587)


18 de mayo
San Félix de Cantalicio (1515-1587)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap.
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La Reforma Capuchina tuvo sus comienzos entre turbulencias y malos presagios. Si Dios no la hubiera sostenido, la nueva Orden habría desaparecido apenas nacida. Primero fueron las audacias e intrigas de Ludovico de Fossombrone; poco más tarde, la clamorosa apostasía de Ochino; finalmente, después de graves aprietos, vino a verse con claridad la Providencia del Señor que no cesaba de velar por su obra.
En estas primeras vacilaciones aparece la figura atractiva de San Félix de Cantalicio, la primera flor de santidad que crecía en los claustros de los nuevos monjes. Flor bellísima, de una blancura inmaculada, de un perfume exquisito, y de una lozanía viva y encantadora, San Félix de Cantalicio tiene la pureza de los lirios y la escondida fragancia de las violetas.
San Félix ha llegado a ser, en nuestra Orden Capuchina, el prototipo de la perfección, sobre todo entre los fervorosos hermanos legos. Miles de religiosos, al vestir el hábito capuchino, han hecho en su interior este propósito que encierra y abarca todo el campo espiritual: «Quiero ser otro San Félix.» Cuando San Serafín de Montegranario, San Conrado de Parzham, los Beatos Crispín de Viterbo y Félix de Nicosia y otros santos legos de nuestra Orden abandonaron el mundo para santificarse, aparecía en la meta de sus aspiraciones, como ejemplar sublime de perfección religiosa, la figura atrayente de San Félix de Cantalicio.
Le imitaban en su oración y en su penitencia, le copiaban en la observancia de los votos, en la devoción a la Virgen, en el fervor eucarístico, en la humildad y en la sencillez de la vida, y hasta en el modo de andar y en sus dichos y máximas. El célebre programa de San Félix: «O César o nada», ha sido repetido miles de veces por los novicios de todos nuestros conventos.
San Félix era el capuchino ideal, y todavía sigue siéndolo para todos aquellos que quieren adquirir una perfección acabada en todas las virtudes que florecen en los claustros. En un sentido amplio y puramente ejemplar, puede afirmarse que el verdadero fundador de los Capuchinos, por su influencia y por su amable atractivo, es San Félix de Cantalicio.
* * *
Había nacido en 1515, en el seno de una familia de cristianos labradores. El apellido de su padre era Santo; el de su madre, Santa. ¡Singular y sugestiva coincidencia!
El pueblecito de Cantalicio está en un rincón encantador al pie de los Apeninos. Allí todo convida a la paz del alma, a la meditación y a la poesía. Sin embargo, los habitantes de ese paraíso eran, en la época del nacimiento de San Félix, ariscos y salvajes. Alguien ha podido decir gráficamente que aquel pueblo, «más que madriguera de conejos, era una cueva de leones.» Sólo la familia de nuestro héroe era una excepción y un ejemplo que todos admiraban, pero que muy pocos deseaban imitar.
La virtud del pequeño Félix fue más poderosa que todas las resistencias, y consiguió que los niños y jóvenes de su edad se dejaran arrastrar por el atractivo de una vida pura que irradiaba por todas partes el esplendor de una inmensa piedad. Los muchachos de Cantalicio veían en Félix un futuro santo, y como a tal le reverenciaban y le seguían.
La infancia y juventud de San Félix se deslizaron apaciblemente, como uno de los innumerables arroyuelos de su tierra, hasta los treinta años, en medio de sus campos, sus bueyes y ovejas y sus aperos de labranza. Pocas letras, mucho trabajo y mucha oración.
Las vidas austeras y extrañas de los antiguos Padres del yermo, sus ejemplos y penitencias, fueron para él pan cotidiano y sabroso que nutrió su alma y le hizo concebir parecidos deseos de santidad.
A los doce años, le hallamos en Città Ducale, al servicio de un noble y cristiano caballero llamado Marco Tulio Pichi: Félix lleva al pastoreo las ovejas de su patrón, y empieza una vida de anacoreta y de contemplativo. Le basta una afilada navaja para hacerse un pequeño templo en la corteza de un árbol: con dos cortes profundos sabe dibujar una tosca cruz; y es fácil seguir los pasos del pastorcillo siguiendo la ruta marcada por las innumerables cruces de las encinas. Enfrente de alguna de ellas estará el joven arrodillado y en oración, dándose a veces golpes en el pecho con una piedra, llorando los pecados propios y ajenos, como otro San Jerónimo. Sus compañeros le miran de lejos, escondidos entre los matorrales del bosque, y no se atreven a interrumpir las oraciones de su amigo que parece un serafín bajado del cielo.
Todos saben que Félix habla poco, que es enemigo de murmuraciones y de juegos; pero saben también que siempre anda contento y que su alegría es reflejo de la bondad de su alma.
Oye misa todos los días, con admirable compostura, sacrificando cualquiera ocupación para dedicarse a sus rezos matinales. Come poco y mal; pero aun le parece demasiado; y los días que preceden a las fiestas de la Virgen sabe ejercitar la mortificación dando unos mordiscos menos a los mendrugos que suele llevar en el zurrón.
En el alma de Félix iba naciendo la firme convicción de que Dios le llamaba a una vida más perfecta y retirada; pero no acaba de decidirse ante los apremiantes llamados de la gracia.
* * *
En Città Ducale había un convento de capuchinos de reciente fundación, pero de mucha fama de santidad. Félix visitaba con frecuencia aquel pobre monasterio medio ruinoso y desvencijado, apartado de la ciudad, verdadero palacio de la pobreza, del silencio y de la oración. ¿Quiénes eran aquellos extraños frailes de barbas copiosas y pies desnudos, que se veían en los corredores o en la iglesia, que hablaban poco y rezaban mucho? ¿Y por qué, entre tanta aspereza y rigor, andaban siempre alegres y risueños, con caras de Pascua?
Al joven pastor le gustaban aquellos religiosos de hábito descolorido y remendado; encontraba una celestial poesía en aquel conventito que parecía una choza; y se quedaba extasiado ante una imagen de la Virgen que había en el huerto de los frailes, y que siempre tenía flores frescas a su alrededor.
Félix, si Dios quiere, será capuchino; pero, ¿cuándo y cómo conocerá la voluntad de lo alto?
Un suceso extraordinario le hizo conocer al fin, con absoluta claridad, la voz del Señor que no quería más dilaciones ni más titubeos. Cuentan las crónicas que un día estaba el fornido joven arando el campo de su patrón con una yunta de bueyes. Parece que Félix iba distraído y ensimismado; tal vez, como era su costumbre, totalmente absorto en la oración. De súbito se espantan los animales, dan un fuerte empellón al joven, y cae éste al suelo con tan mala suerte que el arado pasa sobre su cuerpo. Nos figuramos al pobre Félix, asustado y tembloroso, cubrirse los ojos con las manos, ante el horror de la trágica aventura. Los bueyes se detuvieron después de una carrera desordenada; Félix se levantó, y con asombro pudo constatar que el arado no le habla producido el más somero rasguño.
Desde ese momento comenzó la nueva vida. Consideró la milagrosa escapada como un aviso del cielo que le quería para mayores empresas; y al llegar a casa dijo resueltamente a su amo: «Me voy a un convento.»
Y en efecto; a los pocos momentos llamaba a la puerta de los frailes y pedía humildemente el hábito capuchino. El guardián del convento, después de comprobar el verdadero espíritu del candidato, le mandó a Roma, en donde brillaba con luz intensa el P. Bernardino de Asti, el formidable organizador de la naciente Reforma, y una de las más eminentes lumbreras de aquella época agitada.
Félix, antes de partir para Roma, quiso cumplir los deberes de la caridad y de la cortesía con sus parientes, y fue a su pueblo para despedirse definitivamente de todos. Lágrimas y reproches. El joven, de corazón sensible, sintió flaquear sus fuerzas; pero se sobrepuso al instante y emprendió el viaje gritando: «Adiós, adiós; ya no me veréis sino vestido de capuchino.»
Era el año 1544 cuando Fray Félix empezó el noviciado, después de pasar unos meses de prueba en el convento de Antícoli de Campania.
Nuestro joven, que jamás conoció el desaliento, tuvo que pasar terribles pruebas y estorbos que parecían inventados por el mismo Lucifer para impedir su vocación. Una fiebre pertinaz y un decaimiento de todas sus energías postraron al novicio en el duro jergón de su celda, y obligaron a sus superiores a mandarle al convento de Monte San Juan Campano, lugar elevado y alegre, donde corría un aire saludable.
Fray Félix comprendió muy pronto que su enfermedad era más bien una tentación solapada, y se propuso vencerla rápidamente. Un día se levantó del lecho y declaró al Padre Guardián que «ya no tenía nada.»
En efecto, comenzó a trabajar valientemente, ayunando al mismo tiempo tanto y más que los otros, levantándose a los maitines de medianoche, y madrugando para ir el primero a la oración. La enfermedad huyó de su cuerpo completamente derrotada, y ya no volvió a visitar a Fray Félix hasta sus últimos días.
El animoso novicio debió de leer en alguna parte esta frase que se le quedó profundamente grabada en la memoria: «O César o nada»; y desde entonces, cada vez que sentía los embates de una tentación, cobraba nuevos ánimos repitiendo estas palabras favoritas.
Después de la profesión solemne, fue mandado al convento de Tívoli, donde vivió tres años dando pruebas de un espíritu admirable de piedad y de penitencia, y haciéndose querer de todos por su afable caridad. De Tívoli, pasó a Roma, destinado a ser el limosnero de la comunidad, oficio penoso y difícil, que exige de los que lo practican una dosis no pequeña de humildad, de sacrificio y otras muchas virtudes.
* * *
Aquí comienza la verdadera vida de nuestro gran santo. Limosnero del convento de Roma, viósele todos los días, durante más de treinta y nueve años, recorrer la ciudad con sus alforjas al hombro, y como él decía, «con los ojos en la tierra, las manos en la manga y el corazón en el cielo.»
Apenas Fray Félix entró por la puerta del noviciado, puede decirse que para él se acabó el mundo, que se le murieron los parientes, que no hubo para su alma más anhelos que servir al Señor.
Con ese único pensar, explícanse fácilmente sus continuas y nunca interrumpidas oraciones, sus penitencias que ponen pavor al que las lee, su pobreza que muchos llamarían exagerada, su castidad deliciosa y sin mácula, su humildad profundísima, su vivir en el cielo aunque todavía pisaba la tierra.
El genial pincel de Murillo nos ha dejado un lienzo de San Félix, que sintetiza admirablemente toda esa vida de oración y trabajo. Aparece el humilde lego capuchino de rodillas, recibiendo de manos de la Virgen Madre al Niño Jesús. Es una escena encantadora: Fray Félix está radiante de felicidad, y se dispone a estrechar contra su pecho al divino Niño que comienza a jugar con las blanquísimas barbas de su viejo amigo. En el suelo, cerca del santo, se ven las alforjas, el símbolo de su vida de limosnero.
A veces iba el humilde fraile pidiendo el pan para sus hermanos por entre apretadas muchedumbres. Para abrirse paso en medio de aquel gentío, le bastaba el donaire de su saludo: «Deo gratias... ¡Paso al jumento de los Capuchinos!»
Durante cerca de cuarenta años vio el pueblo de Roma pasar todos los días por sus calles al pequeño Fray Félix, recogiendo en sus alforjas los mendrugos de pan y los manojillos de verduras que la caridad de los romanos le entregaba para el convento. Eso era lo único que pedía, y jamás admitió un solo maravedí. Un día iba pidiendo limosna, como de costumbre, cuando sintió de repente un cansancio abrumador y un peso incomportable en sus espaldas. Detúvose para respirar un poco, y revisó atentamente el contenido de sus alforjas: en el fondo de una de ellas divisó algo que le pareció la sonrisa burlona del demonio: una monedilla de plata que alguna mano caritativa había dejado descuidadamente. –«Este es el peso maldito que no me deja caminar»– pensó fray Félix; y sacudiendo las alforjas, dejó caer en el suelo la moneda, y huyó de allí con toda su carga de pan, ágil como un muchacho.
En su boca se veía siempre una oración para Dios, una palabra de caridad para todos y una burla para los asaltos de Luzbel.
Si alguien se atrevía a insultarle, fray Félix agradecía las injurias con una inclinación de cabeza y replicaba risueño: «Que Dios te haga un santo»; con lo que el culpable quedaba desarmado y conmovido.
En los días de mucho frío, cuando los demás religiosos se acercaban al fuego, fray Félix huía de allí para no caer en el pecado fácil de la murmuración, y solía decir a su cuerpo aterido: «Lejos, lejos del fuego, hermano asno; porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro.»
* * *
En las calles de Roma, fray Félix parecía el abuelo de todos los niños de la ciudad. Sus grandes y mejores amigos fueron los rapazuelos vagabundos. Ver al santo viejo y acudir a él un tropel de chiquillos vocingleros era todo uno. Entonces fray Félix estaba en sus glorias, y no podía disimular su felicidad. Dejaba que unos le dieran tirones en el hábito, que otros hurgasen en las alforjas; y no faltaban atrevidos que jugasen con sus barbas o con su capucha y se reían de él con bulliciosas carcajadas. El humilde viejo, entre burlas y donaires, aprovechaba la ocasión para enseñarles el catecismo, para darles consejos de moral y de religión, y les hacía prometer obediencia a sus padres, la misa del domingo, rezos a la Virgen, y todo cuanto quería, porque su palabra era irresistible. También solía darles su poquito de reprensión y de queja que siempre eran recibidas sin protestar por aquella turba de diablejos.
La alegría característica de fray Félix se hermanaba con un exquisito oído musical y una agradable voz de barítono; y sabía e inventaba toda clase de coplas religiosas que los niños de la calle eran los primeros en aprender; canciones que, en fuerza de ser repetidas por los barrios a todo pulmón, se convertían prontamente en la música de moda de toda la ciudad.
Dentro del convento sabía unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la oración. Su compañero fray Domingo atestiguó que «Félix era avaro en sus palabras, pero lo poco que decía era siempre bueno.» Un día entró en la celda de un fraile enfermo, a quien los médicos habían desahuciado. Fray Félix, con voces de simpático reproche, le dijo: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto.» El enfermo se levantó completamente sano.
Los niños y los pobres fueron durante toda la vida de San Félix, el campo predilecto de su fecundo apostolado. Pero tampoco faltaron los grandes y poderosos. El Cardenal San Carlos Borromeo, sapientísimo Obispo de Milán, llegó un día hasta la misma celda del lego capuchino, solicitando de él algunos consejos para la reforma de su clero diocesano. No se arredró San Félix en tan arduo trance; cerró un momento los ojos, como consultando el caso con Dios, y dirigiéndose luego al Cardenal le dijo: «Eminencia, que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu.»
Al Cardenal de la Orden franciscana, Montalto, días antes de ser elegido para el Sumo Pontificado con el nombre de Sixto V, le dijo fray Félix muy valiente: «Cuando seas Papa, pórtate como tal para gloria de Dios y bien de la Iglesia; porque si no, sería mejor que te quedaras de simple fraile.»
Este mismo Papa tuvo siempre mucha amistad con nuestro santo, y gustaba de encontrarle en la calle para saludarle afectuosamente. Si fray Félix andaba en sus trabajos de limosnero, el Sumo Pontífice le pedía un poco del pan que había recogido, y luego lo comía en su palacio con indecible devoción. Un día estaba escogiendo fray Félix el mejor panecillo de sus alforjas para dárselo al Papa, y éste le dijo: «No haga distinción, hermanito; déme lo primero que salga.» Lo primero que salió fue un mendrugo que parecía un carbón por lo negro y por lo duro; y el santo limosnero no pudiendo reprimir una sonrisa de ingenuidad, lo puso en las manos del Pontífice, añadiendo: «Tenga paciencia, Santo Padre; también vuestra Santidad ha sido fraile.»
La caridad de fray Félix no conocía límites ni distinciones. De su pobre limosna solía repartir entre los pobres todo lo que la obediencia le permitía, y hasta los pajarillos del aire y los perros de la calle participaban con frecuencia del tesoro de sus alforjas.
Hubo en 1580 una fuerte epidemia en Roma. Fray Félix pidió a Dios que le librara del azote, para poder dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de los enfermos. Su oración fue escuchada, y el santo anduvo muchos días visitando las casas y los hospitales, socorriendo a los más necesitados, inventando consuelos y remedios con la ingeniosa caridad de una madre; y cuando los cuidados materiales no bastaban, la oración de fray Félix suplía con el milagro la ineficacia de las medicinas.
* * *
La vida religiosa era para nuestro santo la idea central de su espíritu, y consiguió una perfección ejemplar en el cumplimiento de los tres votos monásticos: obediente, sin vacilaciones ni resistencias; pobre, hasta los límites del más absoluto desprendimiento; casto, con la inocencia del que no ha conocido derrotas ni sabe lo que es la malicia de la pasión.
Otro de los rasgos netamente franciscanos de San Félix era su respeto al sacerdote; rasgo que mil fervorosos hermanos legos copiarán solícitos, como un homenaje a la dignidad más sublime de la tierra.
Hay una palabra en lenguaje místico, que el mundo frívolo no acabará jamás de comprender: la santa simplicidad. Esta virtud que con frecuencia encontramos en las almas virtuosas, no es, como algunos piensan, la tontería mística, la pobreza de inteligencia o la nulidad de valer espiritual. La simplicidad de los santos es sinónima del candor e ingenuidad de las almas perfectas, para las cuales el mundo y todas sus vanidades «son como si no fueran»; la opinión de los hombres no cuenta para nada en las miras de los que practican esta altísima virtud; los desprecios y las burlas, lejos de ser aborrecibles, son fuente de ganancias y de méritos. Es la sublime simplicidad que hacía exclamar a San Pablo: «Nos stulti propter Christum»: «Somos juzgados como estúpidos por causa de Cristo.» (1 Cor 4,10).
Uno de los ejemplares más acabados de esta santa simplicidad es nuestro San Félix. Para él nada valían los honores, nada las riquezas, nada la sabiduría mundana; por lo contrario, hay en su alma una especie de hambre nunca saciada de ultrajes, privaciones y dolores. Así se explica aquel buscar en todas partes y ocasiones la humillación, aquella vida como de mendigo, llevando la clásica pobreza capuchina a límites insospechados, y aquella maravillosa «ciencia de la cruz» que él resumía tan poéticamente en unas frases que se han hecho famosas: «Toda mi ciencia está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo; y una blanca, la Virgen Inmaculada.» Así compendiaba San Félix la divina sabiduría de su espíritu.
Es célebre en la historia de nuestro santo la profunda y entrañable amistad que tuvo con el gran San Felipe Neri, fundador del Oratorio. No olvidemos lo que acabamos de decir acerca de la divina simplicidad de los santos, para comprender mejor los hechos que, a este propósito, vamos a narrar.
Los dos santos amigos habían penetrado profundamente en la doctrina del desprecio de sí mismos, anhelaban con ardor sufrir injurias y vejámenes por Cristo para ganar los tesoros riquísimos de la humildad. Y se ayudaban mutuamente en estas ganancias. Si se permite la frase, podríamos decir que «tenían el negocio a medias.»
En cierta ocasión se encontraron los dos en una plaza muy concurrida y animada. Fray Félix, al momento, se hincó de rodillas para recibir la bendición de su santo amigo. Un grupo de curiosos comenzó a sonreír al ver al capuchino postrado en medio de la calle. Pero luego las sonrisas se trocaron en burlas y carcajadas cuando vieron que Felipe Neri se arrodillaba también enfrente del humilde lego pidiéndole la misma gracia. Y comenzó entonces la más regocijada y desconcertante disputa sobre quién era el más indigno de bendecir al otro. Un abrazo terminó la curiosísima contienda. Las burlas de los transeúntes no hicieron mella en los dos santos: precisamente, eso era lo que buscaban.
Otro día topáronse los dos en una calle. San Felipe, que conocía muy bien el valor de fray Félix y su deseo de desprecios, se quitó rápidamente su enorme sombrero negro y se lo encasquetó a su amigo hasta las orejas, diciéndole al mismo tiempo: «Vete a dar una vueltecita por la ciudad.» Fray Félix, ni corto ni perezoso, siguió su camino tranquilamente, provocando a su paso, con tan grotesca indumentaria, una clamorosa explosión de regocijo. Al volver a donde le esperaba San Felipe, le dijo mirándole con ingenua picardía: «En pago de lo que me has hecho ganar con tu hermoso sombrero, te mando que bebas un trago de vino de esta botella, aquí, delante de todos.» San Felipe tomó la botella que le ofrecía su amigo..., y se ganó tan buena cosecha de burlas como fray Félix.
Los saludos que ambos solían dirigirse al encontrarse no eran muy conformes a la moda de ningún tiempo y a la buena cortesía mundana; pero para ellos era cuanto había que pedir. Habían conversado muchas veces de la inefable dicha de los mártires que pueden ofrecer a Dios tan elocuentes pruebas de fe y de amor. «Yo –decía fray Félix– sería el hombre más dichoso de la tierra, si pudiera morir quemado por el amor de Cristo. «Pues yo –le respondía Felipe– pido todos los días al Señor que me conceda ser ahorcado en su nombre.»
De estas conversaciones y deseos nacieron aquellos saludos que mutuamente se dedicaban: «Buenos días fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!» –«Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el nombre de Cristo!»
Un día iba San Felipe Neri por la ciudad, caballero en una vieja mula. De repente se encuentra con su santo amigo y le dice: «¿Qué te parece, fray Félix? ¿Has visto nunca más excelente jinete?» Y el santo limosnero, para hacerle rabiar un poco, le contestó: «Me parece, me parece que lo que estoy viendo es... un burro a caballo.» –«¡Me la ganaste!»– contestó San Felipe, siguiendo su camino. Y fray Félix le gritó riéndose con todas sus ganas: «Paciencia, Padre; ¡y buen viaje!»
¡Extrañas ocurrencias de los enamorados de la Cruz!
Los dos santos amigos, lejos de escandalizar a las gentes sencillas con aquellas palabras de fingido desprecio, llegaron a ser los personajes más populares y venerados de la ciudad; y las mismas bromas que con tanto ingenio solían hacerse, se repetían con admiración en todas partes, como lecciones prácticas de espíritu evangélico.
* * *
La devoción de fray Félix a la Virgen María es uno de los aspectos más notables y delicados de su figura espiritual, y lleva en sí la explicación de aquella inalterable alegría que da a nuestro primer santo capuchino una aureola de simpatía y un excepcional atractivo.
Cuando salía del convento, empezaba a rezar el rosario, y sólo lo interrumpía momentáneamente para saludar o para pedir la limosna. Al encontrar en la calla alguna de las muchas imágenes de María que había por toda la ciudad, se le iban los ojos hacia su Reina, la saludaba cariñosamente y le solía decir: «Querida Madre, os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix; yo deseo amaros como buen hijo; pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños que no pueden dar un paso sin la ayuda de su madre.»
Un día, el célebre predicador capuchino Alfonso Lobo fue a la iglesia del convento para observar lo que hacía fray Félix, de cuya santidad deseaba cerciorarse. El santo hermano estaba arrodillado ante el altar mayor, rodeado de una claridad celestial, extático, pronunciando palabras temblorosas, a manera de débiles quejidos. De súbito, los resplandores misteriosos se hicieron más intensos, y el Padre Lobo pudo ver, con pasmo de sus ojos, que aparecía la Virgen Santísima, y que, acercándose a fray Félix, le entregaba el divino Niño para que lo acariciara.
Esa es la escena que inmortalizó Murillo.
* * *
Así, en una atmósfera de silencio y humildad, envuelto en trabajos y fervores, el bueno de fray Félix fue haciéndose viejo, al mismo tiempo que su alma tocaba los lindes de la perfección.
Un día se preparaba a emprender sus acostumbrados trabajos, cuando notó que su férrea energía le abandonaba. «El pobre jumento ya no caminará más», exclamó proféticamente. En efecto, era el último capítulo de una vida larga y hermosa.
No perdió el enfermo su inalterable buen humor. La muerte parecía para él la más interesante aventura, una regalada esperanza, detrás de la cual no hay más que triunfos y dichas. Era el corredor que llegaba victorioso a la meta. «Bonum certamen certavi, fidem servavi.»: «He peleado en buena batalla, he guardado mi fe
Eran los días en que se celebraba en el convento de Roma el Capítulo General de la Orden. Aquellos venerables religiosos, que habían llegado de todas las provincias capuchinas, pudieron ser testigos de la santa muerte de fray Félix. La estrecha y pobre celdilla no podía contener a todos los que deseaban escuchar las postreras palabras de aquel anciano que agonizaba envuelto en transportes de amor divino. Uno de los padres, el célebre predicador Matías Bellintani de Saló, orador elegante y literato galano, se acercó al santo moribundo y le preguntó: «¿Me conoces, fray Félix?» El enfermo abrió los ojos y contestó sonriendo: «Te conozco, te conozco, mayo florido.» A veces, los ojos del moribundo se clavaban largo rato en el cielo y su rostro se iluminaba de felicidad. Los frailes le preguntaban qué era lo que veía, y fray Félix contestó una vez: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso.»
Pasó cantando las últimas fatigas de la enfermedad, y en una de sus canciones originales voló a los cielos.
«Amor mio, Gesù, Gesù, il mio cor deh! prendi tu, nè ridarmelo mai più».
«Jesús, Jesús, amor mío. Róbame el corazón y no me lo devuelvas ya.»
* * *
Un cronista de nuestra Orden, nos ha dejado este prolijo retrato de San Félix: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente, y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre, y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad, que aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosa la rusticidad.»
«En divulgándose su muerte por Roma, acudieron al convento de los Capuchinos cuantos Príncipes y caballeros ilustres había en ella...; entraron en su celda; saqueáronla, tomando de lo que encontraron allí, que fue una manta rota, las tablas que le servían de cama, el colchón y sábana que tenía por la enfermedad, una mesilla, unas alforjas, y unas sandalias. Finalmente, era tanta la devoción y el concepto de la santidad del varón bendito, que aun barrieron la celda, y el polvo y basura se llevaron para reliquias.»
Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Félix de Cantalicio, en Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 17-33.

San Félix de Cantalicio (1513-1587)
por Francisco Javier Martín Abril
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La vida de San Félix de Cantalicio es como un regatillo de agua clara al servicio de Dios. Hay en esta existencia, del que se puede considerar primer santo capuchino en el siglo XVI, una sublime sencillez, exponente de un alma transparente, purificada día tras día por la caridad, que es la forma más pura del amor. Nace este interesante ejemplar de la santidad en Cantalicio, en el año 1513. Cantalicio es una pequeña población italiana del territorio de Città Ducale, provincia de Umbría. Los padres del Santo eran pobres y temerosos del Señor. Su padre se llamaba Santo de Carato; su madre, Santa. ¿Se llamaban así o eran llamados así por su bondad? De niño, se dedica al pastoreo. Grababa una cruz en una encina, como un pequeño tallista del símbolo del sacrificio, y ante ella rezaba muchos rosarios. Junto al trabajo, humilde trabajo de pastor, la oración. De esta manera, su trabajo quedaba empenachado de plegarias, como si las avemarías fuesen salpicando las jornadas de su vigilancia del ganado. Entra después al servicio de varios labradores. En la casa de uno de éstos oye leer vidas de santos. Quiere imitar a los penitentes del desierto, y, al preguntar dónde podría hallar la fórmula de los anacoretas, alguien le respondió: «En los capuchinos». Es, entonces, cuando se decide a pedir el hábito en el convento de Città Ducale. Parece que el padre guardián, para probar la vocación del aspirante, recarga las tintas de la penitencia de los frailes y le dice, mientras le muestra un crucifijo: «Éste es el modelo a que debe conformar su vida un capuchino». Félix, enamorado del sacrificio, se arroja a los pies del padre guardián y le manifiesta que no desea sino una vida del todo crucificada. Enviado al noviciado de Áscoli, cuando tiene veintiocho años, cae enfermo: unas pesadas calenturas. Pero un día se levanta de la cama y le dice al padre guardián que ya no tiene nada. Destinado a Roma, ejerce en la Ciudad Eterna, durante casi cuarenta años, el cargo de limosnero. A su compañero de fatigas y de alegrías a lo divino le decía: «Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario». Jamás condescendió con su gusto, y toda su vida fue una constante renunciación a los pequeños muchos por el gran todo. Solía exclamar, recordando una frase que había leído: «O César o nada». Se ha dicho que sólo hay una tristeza: la de no ser santo. Sí; la de no ser «césar» de la santidad. Y llegó a «césar» de Dios por el camino de la santa simplicidad. ¿En qué consistía la ciencia de este simpático lego? «Toda mi ciencia –afirmaba– está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y una blanca, la Virgen Inmaculada». Ayunaba a pan y agua las tres cuaresmas de San Francisco, comía los mendrugos de pan que dejaban los frailes y dormía tres horas en un lecho de tarima. Pero, como si esto fuera poco –y lo era para sus aspiraciones–, no se quitaba el cilicio. A pesar de todo, o, más exactamente, por todo, tenía una contagiosa felicidad y un buen humor delicioso. Bromeaba a lo divino con su amigo Felipe de Neri. Uno y otro se saludaban de esta manera:
–Buenos días, fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!
–Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el nombre de Cristo!
Un fraile que le acompañaba en cierta ocasión, en visita al cardenal de Santa Severina, dijo a éste que mandase a fray Félix descargar la limosna. «Señor –respondió el lego–, el soldado ha de morir con la espada en la mano y el asno con la carga a cuestas. No permita Dios que yo alivie jamás a un cuerpo que sólo es de provecho para que se le mortifique». Cuando alguien le insultaba, replicaba: «¡Que Dios te haga un santo!»
Estaba rezando un día, cuando la imagen de la Virgen puso al Niño en los brazos de fray Félix. Y así le pintó Murillo. Son muchas las anécdotas con trascendencia de eternidad que se cuentan de San Félix de Cantalicio. Su hermano en religión, padre Prudencio de Salvatierra, recoge algunas verdaderamente entrañables. En cierta ocasión, iba pidiendo limosna, que era su oficio cotidiano. De pronto, siente un cansancio extraordinario. ¿Por qué le pesaba tanto el morralillo que llevaba a la espalda? Porque alguien había depositado una moneda de plata en la alforja del santo mendigo, moneda que le pareció la sonrisa burlona del demonio. «Este es el peso maldito que no me deja caminar». Y, sacudiendo la alforja, hizo que la moneda cayese al suelo, para seguir tan sólo con los regojos a cuestas. Durante las jornadas frías, quizá algunos religiosos se acercaban al fuego para confortar un poquillo sus cuerpos ateridos. Mas fray Félix huía del grato calor, a la vez que decía a su cuerpo: «Lejos, lejos del fuego, hermano asno, porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro». Venerable y al mismo tiempo jovial figura, por las calles de Roma, la de este hermano lego, al que rodeaban los chiquillos para tirarle de las barbas y curiosear en sus alforjas. El lego, sonriente y hasta riente, enseñaba el catecismo a los niños, y les daba consejos, les embelesaba con su palabra dulce y sencilla.
Inventaba coplas religiosas, que en seguida se hacían populares en la ciudad. Tenía buen oído y voz de barítono. Lo debía de pasar muy bien cantando, limpio de polvo y paja del menor gusto. «Dentro del convento sabía unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la oración». Su hermano fray Domingo decía: «Félix es avaro en sus palabras, pero lo poco que dice es siempre bueno».
Enferma un fraile, a quien los médicos desahucian. Pero entra fray Félix en la celda del paciente y profiere unas palabras como mojadas de humor y frescura celestiales: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto. »En efecto, el frailecico había sanado.
Mas no pensemos que las que pudiéramos llamar personalidades importantes de aquel tiempo dejaban de acudir a la «ciencia» del «ignorante» lego. El sabio obispo de Milán, luego San Carlos Borromeo, solicita de fray Félix algunos consejos para la reforma del clero diocesano. ¿Qué consejos iba a dar un pobre lego mendicante a un obispo intelectual? Pues sí; le da este consejo: «Eminencia: que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu».
Con empuje de alma inspirada por Dios, dice al cardenal de la Orden franciscana Montalto, en vísperas de ser elegido para el Solio Pontificio: «Cuando seas Papa, pórtate como tal para la gloria de Dios y bien de la Iglesia: porque, si no, sería mejor que te quedaras en simple fraile». Ya era papa Montalto, con el nombre de Sixto V, cuando una vez pidió al lego un poco de pan. Fray Félix busca para el Padre Santo el mejor panecillo, pero el Papa le replica: «No haga distinción, hermanito: déme lo primero que salga». Lo primero que salió fue un mendruguillo negro. El lego toma el regojo y se lo entrega a Su Santidad con estas palabras: «Tenga paciencia, Santo Padre; también Vuestra Santidad ha sido fraile». Siempre el humor junto al amor, siempre la gracia junto a la gracia. En actitud poéticamente franciscana, repartía pedacitos de pan a los pobres, a los perros, a los pájaros. A fuerza de oración consigue librarse de una epidemia, para poder seguir asistiendo a numerosos enfermos.
Con una fidelidad exacta cumple los tres votos monásticos de su vida religiosa: obediencia, pobreza y castidad. Respetaba al sacerdote y rendía homenaje a «la dignidad más sublime de la tierra». Fue fray Félix de Cantalicio un amador esforzado de la Señora, y cuando, en la calle, los ojos del lego se encontraban con una imagen de la Virgen, prorrumpía de este modo: «Querida Madre: os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix. Yo deseo amaros como buen hijo, pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños, que no pueden andar un paso sin la ayuda de su madre». Uno se acuerda de la Balada de las dudas del lego, de Pemán: «Y, apretando el paso, con simple alegría, corre que te corre... ¿Qué más oración que el ir mansamente, por la veredica, con el cantarillo, bendiciendo a Dios?» Fray Félix no iba con el cantarillo, sino con el talego del pan. Y con las alforjas de su caridad franciscana.
¿Cómo era en lo físico fray Félix de Cantalicio? He aquí una semblanza del Santo: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca, no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad que, aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosura la rusticidad».
Cargado de trabajos, de dolores, pero con una alegría desbordante, presiente su muerte. Y dice: «El pobre jumento ya no caminará más». Pretende ir a la iglesia desde el lecho, arrastrándose, mas se le prohíbe. Recibe los sacramentos, se queda en éxtasis, vuelve en sí, pide que le dejen solo. Los frailes le preguntan: «¿Qué ves?» Y él responde: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso». Sin haber entrado en agonía, muere el 18 de mayo de 1587, a los setenta y dos años de edad. Toda la ciudad corre al convento para besar el cadáver del santo lego y obtener reliquias. El papa Sixto V, que testificaba dieciocho milagros, quiso beatificar a fray Félix, pero no tuvo tiempo. Es Paulo V quien inicia el proceso de beatificación, que solemnemente será verificado por Urbano VIII. En 1712, Clemente XI canonizó a fray Félix de Cantalicio.
He aquí una vida colmada hasta los bordes de santa simplicidad, una vida clara y sencilla, alegre por sacrificada, sublime por humilde, la vida de un lego capuchino del siglo XVI, cuyo perfume llega hasta nuestros días con la fragancia de las más puras esencias de la virtud.
Francisco Javier Martín Abril,
San Félix de Cantalicio, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 410-415.
18 de mayo
San Félix de Cantalicio (1515-1587)
Un santo casi salvaje
por Julio Micó, o.f.m.cap.
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Cuando el 22 de Mayo de 1712 el Papa me declaraba «santo» de una forma oficial, el primero en extrañarme fui yo mismo. ¿Cómo era posible que mi vida, intrascendente y sin realce alguno, pudiera ser presentada como un modelo para todos los cristianos? Por mucho que pasara y repasara mi vida, como una especie de película, no podía creérmelo. ¿Yo, santo? Pero empecemos por el principio.
Me llamo Félix y nací en Cantalice [o Cantalicio], un pueblecito del centro de Italia, allá por el año 1515. Como mi familia era pobre, apenas comprendí que el pan era escaso me fui a trabajar, con apenas 10 años, a la finca de la familia Picchi. Me trataban como un hijo, y hasta que tuve la suficiente fuerza para trabajar en el campo, me dediqué a guardar el ganado.
En realidad yo siempre fui fortachón y un poco bruto. Cuando de pequeño jugaba «a las luchas» con mis compañeros, siempre salían perdiendo. Así se explica que pudiera aguantar día tras día, y de sol a sol, las pesadas faenas del campo.
Capuchino o nada
Yo siempre destaqué por mi cabezonería. Pensaba mucho las cosas; pero cuando decidía algo, no había quien me parara.
Todavía recuerdo con cariño aquella tibia mañana de Octubre. Tenía 28 años, y en vez de irme al campo, como todos los días, me fui, acompañado por la familia a la que servía, al convento de los Capuchinos. Allí estaban los frailes esperándome. Después nos fuimos a la iglesia y el P. Guardián me vistió el hábito; empezaba una nueva vida. Pero cosa curiosa; en vez de poder imitar a los «Padres del desierto», como era mi deseo, me llevaron a Roma como limosnero del convento.
Si la reciente Reforma de los Capuchinos contrastaba por su austeridad con la fastuosa Roma del Renacimiento, mi imagen de hombrachón rudo, analfabeto y vestido con un hábito lleno de remiendos debía ser como una bofetada para toda esa gente tan refinada. Sin embargo me querían; y yo a ellos.
Cada mañana, después de oír misa y hacer oración, cogía las alforjas y me dedicaba a patear Roma mendigando el pan para los frailes y ofreciendo a cambio algún consejo o alguna bendición. Roma era como un inmenso escenario en el que te podías encontrar con los más diversos personajes, desde inocentes niños que me pedían que les cantara alguna piadosa «coplilla», hasta misteriosos cardenales que me miraban con condescendencia. Sin embargo, detrás de toda esa gama tan diversa de personajes se ocultaba el hombre, o la mujer, con sus preocupaciones, valores y miserias, que me ofrecían inmensas posibilidades de servirles y servir en ellos al Jesús que tanto amaba.
La época en que yo viví necesitaba de las formas y la teatralidad para expresar los sentimientos, incluso religiosos. Y con lo bruto que yo era, los exageraba todavía más hasta pasarme algunas veces.
La persona de Jesús me fascinaba hasta el punto de sentir la necesidad de estar largas horas con él. Como durante el día me lo pasaba recorriendo las calles de Roma en busca de limosnas, tenía que aprovechar la noche para ir a la iglesia y sentirme a mis anchas con él, incluso llorando a lágrima viva si hacía falta.
En una de esas noches experimenté como si la Virgen me dejara su niño para que pudiera tenerlo en mis brazos. Pero de los brazos me pasó al corazón y sentí una inmensa ternura capaz de acoger a todo el mundo. Me sentía como un niño que sabe mirar y comprender porque tiene los ojos y el corazón limpios. Sin embargo no siempre era así; también tuve mis momentos de oscuridad en que uno no entiende nada y tiene que entregarse al Misterio de Dios. Pero, en general, mi vida no estuvo sembrada de muchas dudas. Amaba, y esto para mí era suficiente.
A los 72 años «el asnillo de los frailes», como yo me solía identificar, dijo que no andaba más y así lo hizo. Pasé a la enfermería del convento y los frailes no sabían qué hacerse conmigo; hasta me pusieron un colchón de lana, cosa que yo nunca había usado. Muchas veces -y en esto tengo que reconocer que no fui un buen enfermo- me levantaba de la cama para irme a la iglesia; no podía estar lejos del Jesús que tanto amaba. Pero al fin tuve que desistir para no causarles molestias.
Cuando noté que la hermana muerte venía a visitarme, pedí al P. Guardián que me trajera el viático; y al decirme en la recomendación del alma: «Parte, alma cristiana, de este mundo...», me sentí impulsado a caminar hacia los brazos del Padre. Era el 18 de Mayo de 1587.
Al enterarse la gente de que yo había muerto, acudieron en tropel para verme y tocarme por última vez, ya que me creían un santo. Los frailes estaban admirados de que un simple limosnero, ya muerto, pudiera atraer a tanta gente. La expresión más sincera fue la de mi «maestro» fray Bonifacio: «¡Quién lo hubiera creído, si parecía un hombre salvaje!» Pero así es la vida; Dios y el papa se encargaron de hacer de este pobre Félix un Santo.
[El Propagador de las Tres Avemarías
(Revista Mariana de los Capuchinos, Valencia), n. 816, enero-febrero de 1999, pp. 7-8]


Domine Iesu,
Quaecumque eveniant 
accipiam a te.