mercoledì 5 dicembre 2012

S. NICOLAS, Obispo: Su fervor crecía con sus días, y su solicitud pastoral se extendía generalmente á todas las necesidades de su pueblo. Sus rentas sólo servían para los pobres. No se le hallaba sino en la iglesia, en las cárceles y en los hospitales á la cabecera de los enfermos. Encargado de distribuir el pan de la divina palabra á su pueblo, lo hacía con tanto fruto y con tan feliz suceso, que en menos de un año mudó de aspecto toda la diócesis. Sus austeridades crecían con sus trabajos: desde el principio de su vida había ayunado dos días á la semana; de joven ayunaba tres; pero después que fue obispo los ayunaba todos.



SAN NICOLÁS, OBISPO 
Día 6 de diciembre 

P. Juan Croisset, S.J. 

San Nicolás, obispo de Mira, en Licia, tan célebre en 
todo el universo por el resplandor de sus virtudes, 
por el número de sus milagros y por la confianza de 
los pueblos en su intercesión, nació en Pátara, ciudad de 
la Licia en el Asia Menor. Sus padres eran muy ricos, pero 
todavía eran más piadosos; habían perdido toda 
esperanza de tener hijos,  cuando su madre se halló 
embarazada, lo que miró desde luego como un don del 
Cielo y como el fruto de las grandes limosnas de sus 
padres, á quienes llamaban  en el país padres de los 
pobres. Dios le previno tan visiblemente de sus 
bendiciones desde su nacimiento, que se aseguraba no 
fue posible hacerle mamar jamás los miércoles y viernes, 
como si hubiera comenzado desde entonces á ayunar 
estos dos días de la semana, que eran días de 
abstinencia y de ayuno en la Iglesia oriental. Su tío 
Nicolás, obispo de Mira, que le había puesto su nombre y 
había ido á la iglesia á dar gracias á Dios por haber 
dado á su familia un heredero, tuvo durante su oración 
una revelación en que se le manifestó que el niño que 
Dios le había dado sería un astro luminoso que 
alumbraría con su virtud á toda la Tierra. 
Tantos presagios de la  futura santidad del niño 
Nicolás movieron á sus padres á poner mucho cuidado 
para darle una educación del todo cristiana. El natural 
dichoso de este hijo de bendición no necesitó de muchas 
lecciones para salir consumado en la virtud. Su piedad se 
anticipó, por decirlo así, á  la edad de la razón. Jamás 
fueron de su gusto los entretenimientos ordinarios de los 
niños. Si querían divertirle  y darle gusto, era menester 
llevarle á la iglesia á hacer oración. Sus sentimientos por 
la religión, su respeto á las cosas santas eran mirados 
como un prodigio en un niño de cinco años. 
Como descubría un excelente ingenio, y no tenía 
otra cosa de joven que la edad, le aplicaron con tiempo 
al estudio de las ciencias,  en las que hizo maravillosos 
progresos; pero, al paso  que crecía su sabiduría, 
aventajaba todavía en santidad. Su mansedumbre, su 
docilidad y su modestia le distinguían tanto de los 
demás, que era el modelo de imitación que se proponía á 
todos los jóvenes. No había quien no admirase su 
regularidad, su devoción tierna y su prudencia en una 
edad en que, por lo común,  dominan la vivacidad y el 
amor al deleite, y en que las pasiones son regularmente 
el mayor móvil de las acciones. Perdió sus padres todavía 
muy joven, cuya pérdida sintió como era razón, pero esta 
falta en nada perjudicó á su virtud. La muerte de un 
padre y de una madre á quienes amaba con extremo, y 
que le dejaban grandes bienes, sólo sirvió para hacerle 
más devoto, más retirado y  más caritativo. Habiendo 
sabido que un caballero pobre de la ciudad tenía el 
ánimo de prostituir tres hijas, por no tener con qué 
casarlas según su calidad, Nicolás llenó de piezas de oro 
una bolsa, y al anochecer la tiró muy secretamente por 
una ventana en el cuarto de este desventurado padre, el 
cual quedó gozosamente sorprendido al encontrar una 
suma considerable, bastante para dotar á su hija mayor, 
con la que la casó al instante, esperando que la 
Providencia proveería á las otras dos. No tardó mucho 
tiempo en ver cumplida su  esperanza, pues aquella 
misma noche echó nuestro Santo por la misma ventana en 
el cuarto otra igual cantidad, la que sirvió para casar á la 
segunda. El dichoso padre, no dudando que el que le 
había hecho estas dos obras de caridad le haría también 
la que le faltaba para casar á la menor, quiso tener el   
consuelo de conocer á su bienhechor, para lo cual se 
puso en acecho. Luego que nuestro Santo, valiéndose de 
la oscuridad de la noche, hubo echado su limosna, corrió 
tras él, le abrazó, y, conociendo á su compatriota, le dio 
mil gracias por tan insignes beneficios. El Santo, tan 
mortificado como sorprendido  de verse descubierto, le 
pidió con las mayores instancias que no propalara esta 
limosna. El caballero se lo prometió, pero no le cumplió la 
palabra. La mañana siguiente ya toda la ciudad era 
sabedora y estaba admirada de una caridad tan liberal; 
sólo San Nicolás tuvo mucho que sufrir de esta 
manifestación. 

Una virtud tan eminente y tan pura no era para el 
mundo: nuestro Santo pensaba en dejarle; pero Dios, que 
le había escogido para que fuese uno de los más bellos 
ornamentos de la Iglesia, dispuso que entrara en el clero 
con la aprobación pública. Conociendo el obispo de Mira 
su virtud y su sabiduría, se dio prisa á hacerle sacerdote. 
Con la dignidad creció su piedad; y, entrando en el 
sacerdocio con unas costumbres tan puras y un alma tan 
cristiana, dio á su virtud un nuevo lustre, y un nuevo vigor 
á su fervor. 

Habiendo hecho su tío un viaje por devoción á Tierra 
Santa, dejó á nuestro Santo el gobierno de su diócesis, 
quien la gobernó con tanta prudencia y edificación, que 
no hubo quien no le deseara tener algún día por obispo. 
Habiendo muerto su tío poco después de su vuelta, 
nuestro Santo, que nada temía tanto como el obispado, 
se alejó de su país, haciendo un viaje á Palestina. Apenas 
entró en la embarcación, pronosticó al piloto una 
tempestad furiosa, la que no tardó, y fue tan horrible, que 
todo el equipaje se creyó  perdido. En este conflicto 
recurrieron al Santo, el que, lo mismo fue ponerse en 
oración, que cesar la tempestad y quedar el mar en 
calma. Como este Santo obró este prodigio muchas veces   
en  su  vida,  y  se  ha  recibido el mismo socorro por su 
intercesión después de su muerte, los marineros y los 
navegantes le han tomado por su patrón y le invocan en 
todas las borrascas. 

Después de haber visitado los Santos Lugares, se 
retiró á una cueva, donde dicen que el Niño Jesús, la 
Virgen santísima y San José pasaron la noche cuando 
salieron de la Judea para  huir á Egipto. Nuestro Santo 
tenia intención de pasar allí  el resto de sus días, pero 
Dios le dio á conocer que debía volver á Mira. Habiendo 
llegado á esta ciudad, se retiró á un monasterio, resuelto 
á pasar en él el resto de sus días en el silencio de la 
oscuridad y en los ejercicios de la más austera 
penitencia. Habiendo muerto entre tanto el obispo Juan, 
que había sucedido al tío de nuestro Santo, se juntaron 
en Mira los obispos de la  provincia para dar sucesor á 
aquella iglesia. No se convenían en la elección, cuando 
uno de los más santos de la asamblea, inspirado de Dios, 
dijo que el Señor quería que eligieran por obispo de Mira 
á un sacerdote que la mañana siguiente iría el primero á 
la iglesia. Nuestro Santo fue este elegido de Dios; pues 
sin saber nada de lo que pasaba, fue al amanecer á la 
iglesia á hacer oración,  según costumbre. Todos 
quedaron gustosamente sorprendidos cuando vieron al 
presbítero Nicolás; el cual, queriendo escaparse de sus 
manos, fue detenido, y entre las aclamaciones públicas 
del pueblo y de todo el clero fue consagrado obispo. Al 
fin de la consagración, una mujer, rompiendo por entre la 
muchedumbre, fue á arrojarse á sus pies, presentándole 
un hijo joven que, habiendo caído en el fuego, fue 
sofocado por las llamas. El nuevo prelado, habiendo 
hecho la señal de la cruz sobre el difunto, le resucitó en 
presencia de todo el concurso. 

Viéndose colocado en la Silla episcopal, se aplicó á 
cumplir con todas las obligaciones de un buen prelado, y   
á adquirir con perfección todas las virtudes de un santo 
obispo, para lo cual pasaba casi toda la noche á los pies 
de los altares, orando por  sí y por su pueblo. Nunca 
ofrecía el divino Sacrificio  que su rostro no pareciese 
inflamado de aquel fuego sagrado de que estaba 
abrasado su corazón. Su fervor crecía con sus días, y su 
solicitud pastoral se extendía generalmente á todas las 
necesidades de su pueblo. Sus rentas sólo servían para 
los pobres. No se le hallaba sino en la iglesia, en las 
cárceles y en los hospitales á la cabecera de los 
enfermos. Encargado de distribuir el pan de la divina 
palabra á su pueblo, lo hacía con tanto fruto y con tan 
feliz suceso, que en menos de un año mudó de aspecto 
toda la diócesis. Sus austeridades crecían con sus 
trabajos: desde el principio de su vida había ayunado dos 
días á la semana; de joven ayunaba tres; pero después 
que fue obispo los ayunaba todos. 

Habiendo el emperador  Licinio renovado la 
persecución de Diocleciano, envió ministros á Mira para 
restablecer la idolatría. San Nicolás hizo ver al mundo en 
esta ocasión que un Santo nunca parece más grande que 
cuando tiene poder por la religión. Su celo se manifestó 
en todas las necesidades de su pueblo, y el deseo que 
tenía del martirio le hizo menospreciar las amenazas de 
los ministros del Emperador. Fue, por último, condenado á 
un destierro, y cargado de cadenas por Jesucristo. Sufrió 
en el destierro toda especie do malos tratamientos, 
despedazándole todos los días á golpes de varas y de 
correas. Pero, habiendo sido derrotado Licinio por el gran 
Constantino, volvió triunfante á su Iglesia, y su viaje fue 
una serie continuada de insignes conversiones y de 
milagros. 

Si se mostró tan celoso contra los idólatras, no lo fue 
menos contra los arríanos. Asistió al primer concilio 
Niseno, donde resplandeció como uno de los más   
generosos confesores de Jesucristo, y como uno de los 
más grandes prelados de la  Iglesia. El número de los 
milagros que Dios obró por su intercesión es tan 
prodigioso, que con razón  se ha llamado en todos 
tiempos el Taumaturgo de su siglo. San Buenaventura  escribe que resucitó en Mira dos estudiantes que habían 
sido asesinados. El mismo milagro hizo con tres niños que 
habían sido cruelmente degollados, y cuyos cuerpos 
habían sido encerrados en  una cuba. Esto es lo que 
pretenden representar los pintores cuando le pintan con 
tres niños pequeños á sus pies. En una terrible hambre se 
vieron multiplicar entre sus manos los pequeños pedazos 
de pan, hasta saciar una muchedumbre innumerable del 
pueblo. 

Su caridad para con todos los desventurados fue 
siempre en parte el carácter y distintivo de este santo 
obispo. Estando un día con tres maestres de campo á la 
puerta de la ciudad, le vinieron á decir que se iba á 
ejecutar la muerte de tres aldeanos inocentes. Corre al 
lugar donde debía hacerse la ejecución, encuentra á los 
tres pacientes ya sobre el cadalso con los ojos vendados, 
y el verdugo en acción de irles á cortar la cabeza: le 
quita el sable con una osadía que sólo podía ser efecto 
de la santidad, y, diciendo al juez que él sabía la 
inocencia de aquellas pobres víctimas de su avaricia y de 
sus atropellamientos, le amenaza con la justicia del 
Emperador, y pone en libertad á los tres hombres. Los 
maestres de campo, que habían sido testigos de todo lo 
que había pasado, aun  no habían llegado á 
Constantinopla cuando fueron acusados por la más negra 
calumnia de haber entrado en una conspiración contra el 
Estado y condenados, como  reos de lesa majestad, á 
perder la vida. En un lance tan apurado se acordaron de 
lo que habían visto en Mira: invocan al Santo, aunque 
ausente, y, después de Dios, ponen en él toda su 
confianza. Al mismo tiempo que hacían su plegaria, que   
era la noche que precedía al día de la ejecución, se 
apareció en sueños San  Nicolás al emperador 
Constantino y le amenazó con la indignación de Dios si no 
revocaba el decreto que había expedido contra los tres 
oficiales inocentes, y al mismo tiempo se apareció á 
Alabio, su primer ministro, intimándole la misma 
amenaza. Apenas amaneció envió el Emperador á buscar 
á los tres oficiales, les declaró su visión, y les absolvió de 
su pretendido delito. Casi al mismo tiempo, viéndose unos 
navegantes en peligro de  naufragar en una furiosa 
borrasca, imploran el socorro  del Santo: al punto se les 
aparece visiblemente en la embarcación, echa la mano 
al timón y los conduce al puerto de Mira. Tantos prodigios 
hicieron tan célebre el nombre del Santo en todo el 
Universo, en donde la fama había ya hecho tan insigne su 
santidad. Finalmente, el Señor quiso recompensar su 
virtud y sus trabajos: le dio á conocer el día y la hora de 
su muerte. Esta revelación le llenó de gozo, y, después de 
haberse despedido de su pueblo, al fin de su Misa 
pontifical, se retiró al monasterio de Sión, donde después 
de una corta enfermedad, en que se hizo administrar los 
últimos sacramentos, entregó su espíritu á Dios, en medio 
de muchos ángeles, que se dejaron ver de los que 
estaban en su cuarto. Sucedió esta muerte preciosa el 
día 6 de Diciembre, hacia el ano 327; no se sabe en qué 
año de su edad. Fue enterrado en la iglesia del 
monasterio en un sepulcro de mármol, y desde entonces 
salió de su sepulcro un licor milagroso que curaba todo 
género de enfermedades. El emperador Justiniano edificó 
á honra suya una soberbia iglesia, la que Basilio reparó 
con magnificencia el año 1087. Estando los turcos 
saqueando toda la Licia, fue transportado este santo 
cuerpo á Bari de la Pulla, en Italia, donde se conserva 
con gran veneración en una iglesia de las más suntuosas, 
en la que su sepulcro es cada día más glorioso, por los 
innumerables milagros que se obran en él todos los días, 
y por esta razón se le conoce también por San Nicolás de   
Bari. 


La Misa es en honor de San Nicolás, y  la 
oración la siguiente:

¡ Oh Dios, que honraste con innumerables milagros 
al bienaventurado obispo  Nicolás! Haz que, por sus 
méritos y ruegos, seamos libertados de los fuegos del 
Infierno. Por Nuestro Señor, etc. 

La Epístola es del cap. 13 del apóstol San 
Pablo a los hebreos. 
Hermanos: acordaos de vuestros prelados, los cuales 
os anunciaron la palabra de  Dios, de los que habéis de 
imitar  la  fe,  poniendo  los  ojos  en  el  fin  de  su  vida. 
Jesucristo ayer y hoy, y el mismo es por los siglos. No os 
dejéis llevar de doctrinas varias y peregrinas. Porque es 
cosa excelente confortar el corazón por medio de la 
gracia, no por medio de aquellas comidas que nada 
aprovecharon á los que practicaron su observancia. 
Tenemos un altar, de que no pueden comer los que sirven 
al tabernáculo. Porque los cuerpos animales, cuya sangre 
es llevada por el pontífice al  Sancta Sanctorum  por el 
pecado, son quemados fuera  de poblado. Por lo cual 
también Jesús, para santificar el pueblo con su sangre, 
padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, á Él fuera de 
poblado, llevando su improperio. Porque aquí no tenemos 
ciudad estable, sino que buscamos la futura. Ofrezcamos, 
pues, siempre por El á Dios hostia de alabanza, esto es, 
el fruto de los labios que confiesan su nombre. Y no 
queráis olvidaros de la beneficencia, ni de la comunión 
de caridad, por cuanto con semejantes víctimas se gana 
á Dios. Obedeced á vuestros prelados, y estad sujetos á 
ellos; porque ellos velan, como quienes han de dar 
cuenta de vuestras almas.   

REFLEXIONES 
Lo que Jesucristo era ayer, eso es también hoy y lo 
que será por todos los siglos.  Nuestra religión es tan 
invariable como su Autor. Las mismas verdades que hubo 
antes subsisten hoy y subsistirán por todos los siglos. 
Jamás se envejecerán; jamás  se verá que las verdades 
del Evangelio pierdan un punto de su vigor y de su fuerza. 
¿Eramos cuerdos cuando vivíamos según el espíritu de 
Jesucristo y según las solas máximas del Cristianismo? 
¿Somos cuerdos el día de hoy que hemos mudado de 
dueño? El Dueño no se ha mudado; El mismo es que fue, y 
lo será eternamente; la misma soberanía tiene hoy que 
tuvo siempre; el mismo poder, la misma bondad, la misma 
misericordia. ¿Qué es lo que nos ha podido hacer dejar 
su servicio? Por ventura ¿hemos encontrado otro dueño 
mejor? Este Dueño es nuestro Dios; este Dios, nuestro 
Redentor, será nuestro Juez. Nos vamos acercando á su 
terrible Tribunal; quizá tocamos ya el término fatal de 
nuestra vida. En aquella última hora ¿nos alegraremos de 
haber dejado su servicio?  ¿Nos alabaremos de haber 
mudado de amo cuando no nos quedará otro que El por 
toda aquella espantosa eternidad, que hará tan cruel el 
pesar, el arrepentimiento sin fruto y la desesperación? 
El Evangelio es del cap. 25 de San Mateo. 

MEDITACIÓN 
Que no hay estado de donde sea más difícil 
salir que del estado de tibieza. 

PUNTO PRIMERO.—Considera cómo el estado de la 
tibieza, no sólo es muy arriesgado por lo que mira á la 
salvación, sino que lo que hay más que temer es que casi 
no tiene remedio; y que, cuando un alma está en este  
estado, es casi imposible que salga jamás de él. Para 
salir de un estado peligroso es menester conocer que se 
está en él y conocer su peligro; y esto es cabalmente lo 
que el alma tibia no conoce. Por más que un pecador esté 
abismado en los mayores desórdenes, no le cuesta 
trabajo el conocer el peligro en que está; pero un alma 
tibia jamás cree que lo es. El mismo Dios, que hace tanto 
ruido para despertar al pecador, parece que calla y que 
embaraza lo que podría excitar y avivar á un alma tibia. 
Amonestaciones saludables, sermones capaces de 
convertir al pecador más endurecido, lecciones piadosas, 
accidentes adversos que hacen abrir los ojos á las 
personas más depravadas, no hacen la menor impresión 
en un alma tibia. Y ¿cómo es capaz que piense en el 
remedio, cuando no cree temer mal alguno? La 
insensibilidad va á los alcances á la ceguedad, y el 
endurecimiento sucede siempre á una insensibilidad 
habitual. ¿Se puede imaginar  un estado más lastimoso? 
La reprobación ¿dista mucho de este funesto estado? 

PUNTO SEGUNDO.—Considera cómo  entre todas las 
enfermedades del alma no hay una, al parecer, más 
incurable que la de la tibieza. Los sacramentos, las 
meditaciones, las reflexiones, los ejemplos son unos 
remedios excelentes para los males espirituales. Pero 
¿son eficaces estos remedios  en  un  alma  tibia?  Se 
confiesa en este estado, se  comulga como en el estado 
de fervor, y tal vez con tanta frecuencia como un alma 
fervorosa; pero ¿cuál es el  fruto de estas confesiones y 
comuniones? Se confiesa sin contrición, sin propósito 
sincero de mudar de vida; casi no se sabe de qué ha de 
acusarse; tan ciega está un alma tibia. Una fórmula de 
confesión que dice siempre  una misma cosa y produce 
siempre un mismo efecto; esto es, un aumento de sopor, 
una continuación de decaimiento, una infeliz desgraciada 
hazañería y simulación que ahoga todos los 
remordimientos que da una perniciosa y mortal  
seguridad que tranquiliza al alma. Se sale del tribunal de 
la penitencia con la misma disposición con que se había 
entrado; se recae á las dos horas de haberse confesado 
en los mismos defectos de que se había acusado. 
Pero, Dios mío, ¿de qué servirá todo esto á un alma 
tibia, á no ser que Vos,  por un milagro de vuestra 
misericordia, le hagáis conocer su infelicidad? A lo menos 
haced este milagro en mi favor y no permitáis me sean 
inútiles estas saludables reflexiones. 

JACULATORIAS 
Inflamad, Señor, mi corazón en el amor de vuestra 
santa Ley, y haced que os sirva con desinterés y con 
fervor.—Ps. 118. 
Abrasad, Señor, mi corazón y llenadle de un santo 
fervor en vuestro servicio.—Ps. 25.

PROPÓSITOS 
Por más arreglada que sea  tu vida, por más santo 
que sea tu estado, por más exacto que seas en tus santos 
ejercicios, teme la tibieza; es ésta una enfermedad 
epidémica y contagiosa, y así no debes omitir cosa 
alguna para preservarte de ella. Solas las almas tibias no 
temen estar en la tibieza; para no caer en ella, ejercítate 
con frecuencia en las prácticas siguientes: Primera: 
cumple con una puntualidad escrupulosa con todos tus 
ejercicios de piedad. Segunda:  no  te  contentes  con  no 
omitirlos jamás; ten un cuidado particular de hacerlos 
siempre el mismo día y á la misma hora. Tercera: haz 
cada uno de ellos cada vez como si ésta fuera la última 
que los hicieras en toda tu  vida. Cuarta, practica estos 
avisos, con especialidad respecto de la confesión y 
comunión: esta práctica es de las más excelentes. Quinta:  
luego que hubieres caído en algún defecto, aunque sea el 
más leve, castígate el mismo día con alguna penitencia. 
Sexta: pide á Dios todos los  días el fervor, y no sirvas 
jamás al Señor con pereza, ociosidad y negligencia. 


LAUDETUR  JESUS  CHRISTUS!
LAUDETUR  CUM  MARIA!
SEMPER  LAUDENTUR!


‘I Vangeli della Fede’: Un rabbino, un teppista, un diacono


‘I Vangeli della Fede’

7 agosto.
Ieri sera ho avuto una singolarissima visione 
(La visione, che qui viene narrata con qualche incertezza e discontinuità, si ritroverà trascritta con maggior sicurezza e più ordine narrativo sul quaderno n. 100, e formerà l’episodio del “Martirio di Stefano” del ciclo della “Glorificazione” della grande opera sul Vangelo) 
che sul principio mi ha lasciata proprio sbalordita.
Poi ho capito che si riferiva alle prime persecuzioni verso
i cristiani, avvenute proprio in Gerusalemme. Ma questo l’ho capito poi, quando la visione si è animata, perché sul principio non vedevo che l’interno del Tempio, e precisamente quel portico in quel cortile presso al quale è la bocca del Tesoro, quel punto, insomma, presso il quale, appoggiato a una colonna, Gesù osservava la folla nella visione della vedova che dà i due piccioli.
Alla stessa colonna, proprio alla stessa - la riconosco per la sua posizione
presso le bocche del Tesoro e la scala che immette all’altro cortile - è un
autorevole personaggio. Un fariseo certo, tale me lo denunciano la veste e il mio interno ammonitore.


È un uomo sui sessant’anni, a giudicare dall’aspetto. Dai 55 ai 60. Alto, di nobile portamento e anche bello nei tratti fortemente semitici. La fronte deve essere alta, ma non è scoperta per un bizzarro copricapo che la copre sino a quasi le sopracciglia molto folte e dritte, che ombreggiano due occhi intelligentissimi, penetranti, neri, molto lunghi di taglio e incassati ai lati di un naso che scende diritto dalla fronte, lungo, sottile, dalle narici palpitanti, lievemente curvo in basso, alla punta. Guance di un avorio carico piuttosto incavate, non per emaciazione ma per conformazione del viso. Bocca piuttosto larga, dalle labbra sottili, ma bella, ombreggiata da baffi che non ne superano gli angoli e che si mescono ad una barba tagliata quadrata, che scende
non più di tre dita dal mento; i baffi e la barba, molto ben curati, sono di una brizzolatura tanto accentuata da esser più bianca che nera, come doveva essere inizialmente e come denunciano dei rari fili di un nero fin quasi azzurrognolo tanto è morato.
Ma quello che mi colpisce è l’abito. Sulla testa ha un copricapo fatto di un telo di lino piuttosto rigido, che cinge la fronte e si chiude sulla nuca come la cuffia delle infermiere di Croce Rossa. Il lembo libero ricade, al disopra della fermatura, sul collo e giunge alle spalle. È una specie di cappuccio, insomma, ma da adattarsi di volta in volta. L’abito invece è fatto così. Sotto, una lunga (fino a terra, a coprire i piedi, che infatti non vedo) veste di lino candidissimo, molto ampia, con maniche lunghe e larghe, tenuta a posto alla vita da una ricca cintura che è tutto un gallone di ricamo e di cordoni. La veste ha degli orli ricamati come a bordura, molto ampi.
Sopra questa vi è una specie di sopraveste curiosissima. Dietro pare una pianeta da Messa: un pezzo di stoffa tutta ricamata che pende dalle spalle sin verso il ginocchio, aperta ai lati, e che sul davanti scende a V fino all’altezza di dove finisce lo sterno facendo pieghe: 3 per parte, e sullo sterno è tenuta raccolta da una targa lavorata di metallo prezioso, che pare la borchia o chiusura di una cintura preziosa, che va ad allacciarsi ai lati posteriori della pianeta (la chiamerò così) ma non strettamente: appena quel tanto da tenere tutto a posto.
Oltre questa fibbia, la pianeta scende senza più pieghe fino al ginocchio.
Questo scarabocchio [grafico] vorrebbe essere la parte davanti di questa parte dell’abito del fariseo. Non rida di me. Tutto intorno ai suoi bordi, questa singolare casacca ha dei nastrini messi così [grafico] azzurri, fitti fitti.
Questi nastri messi a frangia si ritrovano anche sui bordi di un amplissimo
mantello di stoffa morbidissima, pare quasi una seta tanto è pieghevole e lieve, deve essere lino o lana del filato più fino, ma per la candidezza direi lino. Il mantello è tanto ampio che potrebbe bastare a coprire tre persone. Ora è aperto e pende dalle spalle sino a terra, dove si ammucchia con pieghe fastose.
Il fariseo ha le mani conserte sul petto, le braccia conserte, e guarda con
severità e direi con disgusto qualche cosa. Non è sprezzante però. Direi
addolorato.

Fin qui la prima parte della visione che ho descritto al presente per maggior vivezza, anche perché è tuttora presente alla mia vista come ieri sera. Se sapesse quanto ho studiato la veste del fariseo! Potrei dire e disegnare, se fossi capace, i ghirigori della fibbia preziosa e le greche dei bordi ricamati.

In un secondo tempo ho visto venire davanti al fariseo un giovinotto, un ebreo certo, dalle caratteristiche nette, e anzi un brutto ebreo. Bassotto, tarchiato, direi quasi un poco rachitico, con gambe molto corte e grosse, un poco divaricate ai ginocchi: le vedo bene perché ha veste corta come chi si appresta a viaggiare, me lo dice il mio ammonitore... Una veste grigiognola. Braccia pure corte e nerborute, collo corto e grosso che sostiene una testa piuttosto grossa, bruna, con capelli corti e ruvidi, dalle orecchie piuttosto sporgenti, labbra tumide, naso fortemente camuso, zigomi alti e grossi, fronte convessa e alta, occhi... tutt’altro che dolci. Piuttosto bovini ma dallo sguardo duro, iracondo.
Eppure questi occhi, nerissimi sotto i cespugli di sopracciglia arruffate, sono occhi bellissimi. Fanno pensare. Non ha barba lunga, ma le guance paiono affumicate dall’ombra di una barba foltissima e che deve esser ispida come i capelli. È un uomo decisamente brutto nel corpo e nel volto. Pare persino un poco gobbo nella spalla destra. Ma pure colpisce e attira nonostante abbia aspetto brutto e cattivo.

Va di fronte al fariseo e gli dice qualcosa, con le sue grosse labbra, che io
non capisco.
Il fariseo risponde: “Non approvo la violenza. Per nessun motivo. Da me non avrai mai adesione a un disegno violento. L’ho detto anche pubblicamente”.

“Sei forse protettore di questi bestemmiatori, seguaci del Nazareno?”

“Sono protettore della giustizia. E questa insegna ad esser cauti nel giudicare. L’ho detto: ‘Se è cosa che viene da Dio resisterà, se no cadrà da sé’. Ma io non voglio macchiarmi le mani di un sangue che non so se meriti morte”.

“Tu, fariseo e dottore, parli così? Non temi l’Altissimo?”

“Più di te. Ma penso e ricordo... Tu non eri che un piccolo, non ancora figlio della Legge, ed io insegnavo in questo Tempio con il rabbino più saggio di questo tempo... E la nostra saggezza ebbe una lezione che ci fece pensare per tutto il resto della vita. Gli occhi del saggio si chiusero sul ricordo di quell’ora e la sua mente sullo studio di quella verità che si rivelava agli onesti. I miei hanno continuato a vigilare, e la mente a pensare, coordinando le cose... Io ho udito l’Altissìmo parlare dalla bocca di un fanciullo

(Gesù dodicenne fra i dottori nel Tempio: Luca 2, 41-50. Nell’analogo episodio
scritto da Maria Valtorta per l’opera sul Vangelo, si incontrano i personaggi di
Gamaliele  - il fariseo che qui parla - e di Hillel  -  il saggio rabbino
qui ricordato-).

che poi fu uomo e giusto e che fu messo a morte per esser giusto. E quelle parole hanno avuto conferma nei fatti... Misero me che non compresi avanti! Misero popolo d’Israele!”.

“Maledizione! Tu bestemmi! Non vi è più salvezza se i maestri d’Israele
bestemmiano il Dio vero”.

“Non io l’ho bestemmiato. Tutti! E lo continuavamo a bestemmiare. Giusto hai detto: non vi è più salvezza!”.

“Mi fai orrore”.

“Denunciami al Sinedrio come colui che fu lapidato. Sarà l’inizio felice della tua missione e io sarò perdonato, per il mio sacrificio, di non aver compreso il Dio che passava”.
Il brutto giovane va via sgarbatamente e la visione cessa lì. Stamane si
ripresenta nettissima alla memoria, ma con un anticipo (o antefatto)
che me la fa capire.


Vedo l’aula del Sinedrio, la stessa e messa nello stesso modo di quando accolse il mio Gesù nella notte fra il Giovedì e Venerdì. Il Sommo Sacerdote e gli altri sono sui loro scanni; al centro dell’aula, nello spazio vuoto dove era Gesù, è ora un giovane, direi sui 25 anni, alto e bello. Intorno a lui, sgherri e allievi del Sinedrio, non so se si chiamino così, ma mi paiono studenti alle dipendenze dei rabbini, perciò allievi.
Stefano deve avere già parlato (Atti d. Apostoli 7), perché il tumulto è al colmo e ha riscontro solo nella gazzarra assassina che accompagnò 1’uscita di Gesù dall’aula. Pugni, maledizioni e bestemmie sono tesi e lanciati contro il diacono Stefano e anche percosse brutali, per cui egli traballa, stiracchiato qua e là con ferocia.

Ma egli conserva calma e dignità. Più che calma, gioia. Con viso ispirato e luminoso, senza curarsi degli sputi che vengono a rigargli il viso né di un filo di sangue che scende dal naso violentemente colpito, egli alza gli occhi e sorride ad una vista nota a lui solo. Apre le braccia in croce e le tende come per un abbraccio e cade in ginocchio così, adorando ed esclamando: “Ecco, io vedo i Cieli aperti ed il Figlio dell’Uomo, Gesù Nazareno, il Cristo di Dio che voi avete ucciso, è alla destra di Dio!”

Allora la canea cessa di avere l’ultima parvenza di umanità e di legalità e, con la furia di una muta di mastini idrofobi, si scaglia sul diacono, lo morde, lo afferra, lo mette in piedi a suon di calci, lo spinge fuori a suon di pugni, tirandolo per i capelli, facendolo cadere e trascinandolo ancora, facendo ostacolo alla sua furia con la sua stessa furia, perché nella rissa chi cerca tirare il martire è ostacolato da chi lo calpesta.

Fra i più veementi e crudeli è il giovane brutto che ho visto parlare al rabbino e fariseo e che chiamano Saulo. Mi spiace per l’apostolo... ma pareva un teppista prima di esser di Cristo...

Vedo anche il fariseo e dottore il quale, uno dei pochi che non è partecipante alla zuffa, come è stato sempre silenzioso durante l’accusa e mentre è data condanna (e con lui mi pare vedere anche Nicodemo, in un angolo semi-scuro), il quale fariseo e dottore, disgustato della scena illegale e feroce, si ammanta nel suo amplissimo mantello e si dirige verso un’uscita opposta a quella verso la quale è diretta la turba dei carnefici.

La mossa non sfugge a Saulo che grida: “Rabbi, te ne vai?” e dato che l’altro mostra di non prendere per sé la domanda, Saulo specifica: “Rabbi Gamaliel, ti astrai da questo giudizio?”.
Gamaliele si volge tutto d’un pezzo e con sguardo altero e freddo risponde semplicemente: “Sì”. Ma è un “sì” che vale un intero discorso.
Saulo comprende e, lasciando la muta, corre a lui. “Non vorrai dirmi, maestro, che disapprovi la nostra condanna”.

Silenzio.

“Quell’uomo è doppiamente colpevole per aver rinnegato la Legge seguendo un samaritano posseduto da Belzebù e per averlo fatto dopo essere stato tuo allievo”.

Silenzio.

“Sei tu forse seguace del malfattore detto Gesù?”.

“Non lo sono. Ma se egli era colui che si diceva, io prego l’Altissimo che io lo divenga”.

“Orrore!”.

“Nessun orrore. Ognuno ha una intelligenza per adoperarla e una libertà per applicarla. Ognuno l’usi secondo quella libertà che Dio ha dato e quella luce che ci ha messo in cuore. I giusti l’useranno nel bene, i malvagi nel male. Addio”. E se ne va senza curarsi d’altro.

Saulo raggiunge gli aguzzini nel cortile ed esce con loro dal Tempio e dalle porte della città, sempre fra percosse e dileggi.
Fuori le mura, in uno spazio incolto e sassoso, i carnefici si allargano a
cerchio. Al centro è il condannato con le vesti lacere e già pieno di ferite
sanguinose. Tutti si levano le sopravvesti rimanendo in corte tuniche come quella di Saulo nella visione di ieri sera. Le vesti vengono date a Saulo che non prende parte alla lapidazione. Non so se perché troppo piccolo o conscio della sua incapacità di tiratore o se perché scosso dalle parole di Gamaliele.
Fatto è che Saulo resta con la veste lunga e il mantello a custodire le vesti
degli altri, i quali, a colpi di pietra (le pietre abbondano nel luogo, ciottoli
tondi e selci aguzze), finiscono il martire.

Stefano prende i primi colpi in piedi con un sorriso di perdono sulla bocca ferita. Prima, con quella bocca, ha salutato Saulo. Gli ha detto, mentre la muta si apriva a cerchio e Saulo era intento a ritirare le vesti: “Amico, io ti attendo sulla via di Cristo”. Al che Saulo aveva risposto, accompagnando gli epiteti con un calcio vigoroso: “Porco! Ossesso!”.




Poi Stefano vacilla, e sotto la grandine dei colpi cade in ginocchio dicendo: “Signore Gesù, ricevi lo spirito mio!”. Altri colpi sul capo ferito lo fanno stramazzare, e mentre cade e si adagia col capo nel suo sangue, fra i sassi, mormora spirando: “Signore, Padre,... perdonali... non tener loro rancore per il loro peccato. Non sanno quello che...”. La morte ferma la frase qui.
I carnefici lanciano un’ultima valanga di sassi sul morto, lo seppelliscono
quasi sotto questa grandinata di pietre. Si rivestono e vanno. Tornano al Tempio e i più accesi si presentano, ebbri di zelo satanico, al Sommo Sacerdote per aver carta libera a perseguitare.
Fra questi, il più acceso è Saulo. Avuta la lettera di autorizzazione - una
pergamena col sigillo del Tempio in rosso - esce. Non perde tempo. Si appresta subito al viaggio e alla persecuzione. Il sangue di Stefano gli ha fatto l’effetto del rosso a un toro e di un vino ad un demente per alcoolismo. Lo ha portato alla furia. È più brutto che mai. Mi scusi l’apostolo. Ma devo dire ciò che vedo.

Mentre attende non so chi, vede Gamaliele appoggiato alla colonna e va a lui. Ho l’impressione che Saulo fosse di quelli che non lasciavano cadere una disputa, ma con una insistenza da mosca tornasse sempre all’assalto. Nel male prima, nel bene poi.

Rivedo esattamente la scena di ieri sera, che perciò non ripeto. E null’altro.
Io non avevo riconosciuto Gamaliele, molto più vecchio del momento della disputa di Gesù fanciullo, e ora con quel copricapo che allora non aveva. Ma dico il vero. Fin da allora mi era piaciuto. Ora mi piace più ancora. Mi impone rispetto. Non so se sia morto cristiano (Nel 1951 Maria Valtorta scriverà l’episodio della conversione di Gamaliele al cristianesimo, che sarà uno degli ultimi capitoli della grande opera sul Vangelo). Ma vorrei lo fosse perché mi pare lo
meritasse. Era giusto.

Come lei vede, una visione proprio impensabile ad aversi, specie per quello che riguarda Gamaliele. Ma è così netta! Una delle più nette e insistenti. Potrei numerare persone, pietre e colpi, tanto sono esatti i particolari.
Per ora nessun commento da parte di Gesù.


Da ‘I QUADERNI’ ( 1944, 1945-50) di Maria Valtorta.


DOMINE JESU,
ACCIPE SPIRITUM MEUM,
ET NE STATUAS ILLIS HOC PECCATUM

*** SAN PIETRO AP. e Cronologia del primo cristianesimo.


Pietro nell'alta società


Abbiamo visto come L. Vitellio, delegato da Tiberio come plenipotenziario per procedere «ad una sistemazione generale dell’Oriente» (così Tacito) avesse deposto a Gerusalemme il gran sacerdote Caifa, e così fatto cessare le persecuzioni ebraiche contro i primi cristiani. Riprendiamo la cronologia del primo cristianesimo.

Anno 41 dopo Cristo – In quell’anno, e fino al 44, Roma restituisce alla provincia di Giudea l’autonomia, sotto il governo del tirannello locale Erode Agrippa. Immediatamente, la persecuzione riprende. Erode fa uccidere l’apostolo Giacomo, fratello di Giovanni, e certamente su istigazione del sinedrio. Infatti gli Atti degli Apostoli (12, 1-3) ricordano che giusto in quel periodo Agrippa arresta anche Pietro, «visto che ciò faceva piacere ai giudei», «e prese a maltrattare alcuni membri della Chiesa».

Gesù era stato crocifisso da appena un decennio: e la Chiesa poteva finire lì. E’ certo infatti che Agrippa avesse l’intenzione di uccidere anche Pietro: voleva«farlo apparire davanti al popolo», lo stesso popolo che, sobillato dai sacerdoti, aveva fatto condannare Gesù. Pietro, dicono gli Atti, fu liberato miracolosamente da un angelo, mentre dormiva incatenato con due catene, in mezzo a due soldati: sorveglianza strettissima. Nella notte, il nostro pescatore va dritto alla casa di «Maria, madre di Giovanni soprannominato Marco,doverano molti radunati e in preghiera»: forse la prima riunione clandestina dei perseguitati.

Salutati gli sbalorditi cristiani, Pietro «uscì e andò in altro luogo». Dove? Gli Atti evitano di dirlo.
Ed anche Pietro, da latitante qual è, nella sua prima lettera (5,13), usa un linguaggio convenuto, da clandestino. Saluta infatti «la comunità degli eletti che è in Babilonia, insieme a Marco mio figlio». Marco è l’evangelista e suo segretario; Babilonia è senza dubbio Roma.

Anno 42 dopo Cristo – Pietro è dunque a Roma. Sulla sua presenza nella capitale e in quell’anno, «all’inizio del regno di Claudio» imperatore, le fonti sono molteplici, ancorchè tutte cristiane (Eusebio, Clemente Alessandrino, Gerolamo, Ireneo). Ma c’è un motivo preciso per cui Pietro, inseguito dall’odio giudaico, riparasse a Roma quasi fosse il luogo più sicuro dove nascondersi anziché la bocca del leone. Anzi due.

Primo: proprio allora Claudio, come dice Tacito, stava meditando di espellere gli ebrei dalla capitale, come aveva già  fatto Tiberio nel 19. Finì per non farlo per il momento (gli ebrei, «per la loro massanon avrebbero facilmente potuto essere espulsi», dice Tacito), ma ne limitò il potere e l’arroganza: «Ordinò loro di non riunirsi tutti insieme», attesta ancora Tacito. Dunque la lobby ebraica (esisteva già, come vedremo) non poteva nuocere al pescatore più di tanto (1).Il secondo motivo e più importante sfugge agli storici iper-critici: nel 42 si trovava sicuramente a Roma Lucio Vitellio, il potente delegato che Tiberio aveva inviato in Oriente per una sistemazione generale dei problemi, e che a Gerusalemme aveva stroncato la persecuzione ebraica contro i cristiani.

Anno 43 dopo Cristo – Che Vitellio godesse la massima fiducia anche del nuovo imperatore è certo: infatti, nel 43 Vitellio fu console, anzi Claudio, assente per la sua spedizione in Britannia, gli delegò poteri straordinari. Possiamo pensare che Pietro fu sotto la protezione di questo importante personaggio, apparentemente favorevole ai cristiani?

Un apocrifo del secondo secolo, gli Atti di Pietro, dice addirittura che il primo Papa, a Roma, fu ospite nella casa «di Marcello»: e vale la pena ricordare che Vitellio, dopo aver deposto Pilato a Gerusalemme (Giuseppe Flavio, AntichitàGiudaiche, XVIII , 89), affidò provvisoriamente il governo della Giudea ad un suo amicus di nome Marcello.

Si tratta della stessa persona? Non possiamo saperlo con certezza. Ma è certo che Pietro fu accolto e ascoltato, nella sua prima predicazione, non dalla plebe, bensì dalla classe dirigente romana. Tacito (Annali, XIII, 32) attesta che proprio nel 42-43 l’aristocratica Pomponia Grecina si convertì ad una «religione straniera», externa superstitio, che è sicuramente il cristianesimo.

Ora, Pomponia Grecina, convertita dalle parole del pescatore galileo, era una donna della più alta società nobiliare e politica: suo marito è quell’Aulo Plauzio che giusto nel 43 fu generale della spedizione in Britannia con Claudio imperatore. Di più: nella Lettera ai Romani, (16,11) San Paolo accenna a fedeli che sono «nella casa di Narciso»: che era il più influente e potente dei liberti alla corte di Claudio. E Luca dedica il suo Vangelo a un Teocrito che chiama kratistos, traduzione greca del termine egregius, il titolo che spettava ufficialmente ai cavalieri romani.

La classe equestre, l’alta borghesia che a Roma stava sostituendo i nobili (senatori) nell’amministrazione dell’impero, a fianco dei liberti d’alto rango che erano, di fatto, ministri e amministratori imperiali. L’umile Pietro, e il messaggio di Gesù, si trovarono quindi accolti e ospitati da ministri, alti burocrati e grandi manager di Stato, membri del governo imperiale: da quei «cesarianis equitibus» di cui parla Clemente d’Alessandria nella sua Ipotiposi.

Anche Paolo, nella Lettera ai Filippesi, manda saluti a «quelli della casa di Cesare» (4,22). Non sono familiari carnali dell’imperatore, ma i dirigenti e i funzionari dell’amministrazione imperiale, la domus, la corte. A questi Pietro predica. E su loro richiesta viene redatto il Vangelo di Marco.

Anno 49 dopo Cristo – Pietro dev’essere partito da Roma, ma lasciandovi Marco. A lui, dice Eusebio attingendo dagli scritti di Clemente alessandrino, «i presenti (alla predicazione di Pietro), che erano molti, invitarono Marco, che lo accompagnava e ricordava le cose che aveva dettoa metterle per iscritto. Egli lo fece e consegnò il Vangelo a quelli che lo chiedevano».

Dello stesso passo ci è giunta una versione in latino: «MarcusPetri sectator,predicante Petro evangelium palam coram quibusdam Cesarianis equitibus et multa Christi testimonia proferente, petitus ab hisut possent quae dicebantur memoriae commendare, scripsit».

Furono i cavalieri della corte di Cesare a incitare Marco a scrivere il primo Vangelo, perché «potessero fissare la memoria» di quel che aveva detto il capo degli apostoli. E come scrisse Marco il suo Vangelo?

Lo dirà Papia vescovo di Gerapoli: «Marco, l’interprete di Pietroscrisse con esattezza le cose che ricordava, ma non in ordine, sui detti e fatti del Signore. Egli (Marco) non aveva udito il Signore né lo aveva seguito, ma come ho detto più tardi aveva accompagnato Pietro. Egli dava gli insegnamenti secondo i bisogni, ma non come se facesse una raccolta sistematica dei discorsi del Signore».

E’ un’esatta descrizione del Vangelo di Marco: scritto senza pretesa di fare una storia, riportava le parole di Pietro con esattezza, ma senza ordine cronologico. Tutte invenzioni, hanno detto per un secolo gli ipercritici: i Vangeli non sono stati scritti che tardi, molto tardi, al minimo nel 70 dopo Cristo, più probabilmente dopo e lo hanno ripetuto fino al 1972, quando nelle grotte di Qumran fu trovato un piccolo frammento di papiro scritto in greco.

Prima ancora di tradurlo e capire di cosa parlava, gli archeologi – in base alla sola grafia del testo – lo datarono a prima del 50 dopo Cristo. Solo dopo ci si accorse che questo frammento conteneva un passo del Vangelo di Marco.

(D)Javid Bey
   Frammento 7Q5
E’ il celebre frammento 7Q5.

E’ la prova archeologica che dà torto agli ipercritici.

E dà ragione a Papia, Clemente, Eusebio, dimostrando lo scrupolo estremo con cui veniva tramandata la tradizione, a un secolo o due di distanza.

Non s’inventavano niente.

Anno 49 dopo Cristo (o 48) – E’ anche l’anno in cui Saulo di Tarso comincia a firmarsi con il nome latino, Paolo. Perché? Perché il proconsole di Cipro si chiamava Sergio Paulo (o Paullo) e aveva voluto conoscere Saulo e Barnaba, contro il parere di un suo mago ebreo, di nome Bar-Iesus, che aveva una certa influenza su di lui. L’incontro si trasformò in amicizia, probabilmente in conversione, come è accertato per il figlio del proconsole Sergio Paolo nel 70.

E’ per gratitudine che Saulo assume il nome del ricco benefattore (i Sergi Pauli avevano latifondi immensi in Asia Minore); è un’altra conferma del legame che si stabilì tra quei giudei primi predicatori e l’alta società di Roma. Non è inverosimile, anzi.

Anzitutto, i grandi personaggi di Roma non vivevano appartati, come gli Agnelli nelle loro ville e magioni. Si facevano un punto d’onore di essereaccessibili (faciles), diremmo democratici, aperti alle richieste di gente di rango inferiore: è l’istituzione romana della clientela, l’istituto italico mai tramontato della raccomandazione: gli umili e i senza-potere chiedevano raccomandazioni ai potenti, i quali eseguivano ed esaudivano; s’intende che in cambio, esigevano dai clientes la loro fedeltà personale: do ut des. Una fedeltà che si spingeva fino all’obbligo di partecipare alla lotta politica, e nel caso alla guerra (civile), dalla parte dei patroni. A Roma, la potenza di un grand commis si misurava dalla folla dei clienti che la mattina si accalcava davanti alla sua casa per salutare, chiedere aiuti e favori.

Ma l’attenzione cordiale di quella classe dirigente verso gli umili galilei aveva scopi più eminentemente politici. Anzitutto, era attenzione per un certo tipo di giudei non ostili all’impero: è possibile che i grandi di Stato sperassero che la diffusione della nuova fede in Palestina, se favorita, pacificasse quella provincia sempre ribelle e difficile. Del resto, quella stessa classe aveva protetto, prima dei cristiani e per lo stesso motivo, i Samaritani: sottraendoli alle vessazioni del Sinedrio, se n’era assicurata la fedeltà. Però c’era un altro motivo, più profondo.

Nell’alta politica romana, e persino nella corte imperiale, si affrontavano due ideologie opposte, inconciliabili: quella che potremmo chiamare occidentale erepubblicana, e quella che diremmo orientale e monarchica. Chi voleva dare all’impero la forma di una monarchia – i discendenti e seguaci di Marco Antonio, divenuto egiziano nella relazione con Cleopatra – associava questa al concetto di Oriente, che comprendeva insieme la divinizzazione del sovrano e uno stile di vita orientale, ossia senza regole, dato alla crapula e agli eccessi, perché il sovrano orientale è un dio e dunque sopra ogni legge, anche morale.

L’ideologia degli occidentali mirava invece a tenere la nuova realtà di fatto, che era l’impero, nel quadro dell’antica città-Stato, e nello stile dellarepubblica. Bisogna infatti ricordare che quella situazione del potere che oggi chiamiamo impero non era sentita allora come legittima: era il risultato della guerra civile, il potere supremo di qualcuno che l’aveva preso con la forza delle sue legioni private. Per questo Augusto si comportò sempre attentamente come un primus inter pares, mantenne il Senato (che gli era ostile e che poteva spazzare con i pretoriani) e gli tributò onori formali.

Giudicò necessario per la pace di Roma mantenere, con un’alta finzione, lalegalità del sistema politico precedente, quello ormai superato della città-Stato. Ebbene: la fazione repubblicana – fra cui i primi imperatori - tendeva ad uno stile di vita specifico, opposto a quello orientale: austero, semplice, alla mano. Moralistico e religioso.

La casa di Augusto era modesta in rapporto a quella di molti senatori. E Augusto si fece volentieri raffigurare come sacerdote, intento a celebrare i sacrifici della Roma prisca, il suovetaurilia dell’Ara Pacis. Gli amministratori e grand commis del primo impero, essendo borghesi e non aristocratici, avevano una ragione in più per adottare questo stile di vita, l’onesta frugalità di onesti manager di Stato, nei quali l’esibizione di lussi ed eccessi sarebbe stata interpretata come corruzione e illecito arricchimento. Non a caso, lo stoicismo era la loro filosofia di casta.

Non è dunque strano che questi grandi signori di recente potere abbiano guardato con cordialità quegli orientali (ebrei cristiani) che però praticavano, anziché le lascivie, le antiche virtù romane: la pietas, la fides (fedeltà), la verecundia, la fortitudo e nelle virtù teologali praticate dai primi cristiani costoro dovettero vedere la virtus romana.

Li sentirono affini, fratelli, anzi maestri in quelle virtù che sapevano Roma aveva perso, e che volevano restaurare per la saldezza stessa dell’impero.

Infatti, quando salirà al trono Nerone, e con lui l’ideologia orientale, il giovane imperatore proclamerà che con lui cominciava l’era della «laetitia», contro la «tristizia» degli stoici e dei repubblicani occidentali: il regno dell’allegria, delle lascivie, delle crapule a tavola, al circo e a letto, e degli eccessi d’ogni tipo. Via, gli «aerumnosi Solones» (i «Soloni arcigni» di Persio), è il momento di sesso-droga-rock’n roll.

Stiamo esagerando? Non troppo. Infatti in un graffito di Pompei, scritto sul muro tra il 64 e il 79, qualcuno deride un tale Bovio «che dà ascolto ai cristiani, questi 'saevos Solones’».

Soloni gli stoici e soloni i cristiani: unificati da un aggettivo che è un segno di tempra o volontà morale. Pomponia Grecina, la nobildonna d’altissimo rango che fu convertita da Pietro, cessò di andare a feste e ad assistere agli spettacoli del circo: a causa, diceva a chi se ne stupiva, del lutto per un’amica morta. Ma lo disse per quarant’anni. E Tacito, che detesta i cristiani, loda Pomponia per questo.

Dopotutto, Tacito è ferocemente repubblicano: perciò vede nell’austerità di Pomponia il pudore delle antiche dame della Roma arcaica, e di cui lamenta la scomparsa (2).
Maurizio Blondet






1) In quello stesso 41 dopo Cristo Claudio invia una lettera assai dura agli ebrei di Alessandria, numerosissimi nella grande città ellenistica, che procuravano continui disordini e scontri con la parte greca della popolazione. Ordina loro di «non assicurarsi più privilegi di quelli che già hanno, di non mandare ambascerie distinte quasi vivessero in due città diverse, di non infiltrarsi negli agoni (ossia di non manipolare lo sport, da cui dipendeva, allora, il favore popolare e che aveva una forza 'politica’), di accontentarsi dei beni propri (sic), e di non far venire per mare da Siria o dall’Egitto altri giudei, così da costringerci a gravi sospetti»: i sospetti, evidentemente, sono per le attività di lobby della nota comunità, così esattamente descritte e condannate. Nella lettera, l’imperatore definisce questa attività ebraica «una peste comune a tutto il mondo», ben visibile anche a Roma (Marta Sordi, «I cristiani e l’impero romano», Milano, 2004, pagina 40).
2) Pomponia Grecina verrà accusata di coltivare un culto estraneo nel 57 (primi anni del regno di Nerone): verrà salvata dai grand commis, che la faranno giudicare da un tribuinale domestico, ossia dai familiari, che l’assolsero: altra istituzione arcaica e repubblicana, rimessa in auge per l’occasione. Verranno poi i tempi in cui nobili e senatori saranno sospettati di essere segretamente cristiani se appena davano la sensazione di inertia, ossia di astenersi dalla vita politica, di appartarsi dalla società.
"IMMACOLATA MIA
E MIO TUTTO!"