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San Fidel fue un capuchino alemán, nacido en Sigmaringa,
pequeña ciudad de Suabia, a orillas del Danubio. Vivió entre 1577 y 1622, parte
en Alemania, parte en Suiza. Para ambas naciones eran aquéllos unos tiempos
movidos, inseguros y tormentosos. La Reforma protestante, que apareció en la
primera mitad del siglo XVI, había echado raíces firmes y dividido
inevitablemente a sus hombres y a sus pueblos. Había por doquier ambiente de
lucha, de recelos, de incomodidad religiosa y política. Entre los dos sectores
cristianos, el católico y el protestante, se dieron violencias lamentables, que
dejaron en los ánimos prejuicios y antipatías seculares, en que, como siempre,
llevaron las de perder los católicos. Sabemos bien que ninguno de los jefes de
la mal llamada Reforma fue modelo de mansedumbre. Tal vez por sus propios
remordimientos, y ciertamente por el orgullo que les dominó, sus ánimos se
exacerbaron de manera que hasta inverosímiles nos parecen las referencias
exactas que tenemos de sus desplantes, frases groseras y accesos de furor. Por
su parte, las tropas católicas reprimieron a veces violentamente los avances del
protestantismo con desmanes improcedentes. Todo esto trajo luchas y odios que
estaban muy vivos cuando vino al mundo nuestro San Fidel de Sigmaringa.
Estas luchas tuvieron una ventaja: perfilar más y más las ideas
de los católicos, su responsabilidad y su conducta. Hubo desde el principio
hogares que cerraron a cal y canto sus puertas a los vientos de la herejía y
supieron mantener con dignidad y fortaleza los principios salvadores de la
religión católica. Uno de estos hogares fue el de Juan Rey y Genoveva
Rosemberger, los padres del Santo, que fundaron el suyo sólidamente en la verdad
y el amor de Dios, y lo hicieron digno hasta de las evidentes resonancias
españolas que tenía el apellido paterno.
San Fidel, que en el bautismo recibió el nombre de Marcos,
tiene en su haber el mérito incomparable del martirio. Ya es bastante para haber
llegado a la gloria de los altares, porque el acto heroico de amor de Dios que
supone el martirio hace santos en un momento a los que lo sufren. Pero San Fidel
tiene, como la mayor parte de los mártires, además del mérito del martirio, el
de una vida en todo conforme con tan alta vocación. Porque, al fin, el martirio
es una gracia que Dios concede a quienes elige para morir por Él.
San Fidel fue algo así como una obra maestra de Dios para
aquellos tiempos y aquellas regiones. Tuvo el carácter del alemán clásico,
íntegro en sus costumbres, serio, constante, inflexible, ingenuo. Los biógrafos
nos lo presentan maduro desde los años de su juventud, alegre, muy inteligente y
sin perder nunca los estribos. Sobre todo, fue siempre hombre de gran corazón lo
que, andando el tiempo, fue, sin duda, factor importante para que los ideales y
estilo de vida de la Orden franciscana le vinieran como anillo al dedo.
Como era de familia noble, hizo sus estudios en la Academia
Archiducal de Friburgo de Brisgovia, y los cursó tan brillantemente, que se
decía que ni en la Academia ni en la ciudad había quien le igualase en talento.
Salió de allí hecho un maestro en el manejo del latín, francés e italiano, y muy
joven todavía consiguió el doctorado en ambos derechos.
Terminados sus estudios, el barón de Stotzingen quiso que
acompañara a un hijo suyo y a otros jóvenes en un viaje instructivo por Europa,
porque pensaba que la presencia de Marcos Rey era la mejor seguridad para los
padres de los muchachos. Nuestro joven aceptó el encargo, que fue, creemos,
providencial, porque ese aireo por fuera al final de sus estudios le puso al
corriente del estado de algunas naciones en sus forcejeos con el protestantismo
y de las artes que éste se daba para ganar prosélitos. Sus compañeros de viaje
nos han dicho del futuro mártir cosas tan interesantes como éstas: Que no dejó
un solo día sus prácticas piadosas, que discutía con energía y pasmosa seguridad
con los protestantes, que nunca le vieron airado y que ya entonces tenía por
lema de su vida el estudio, la oración y la penitencia.
A la vuelta del viaje abrió inmediatamente su despacho de
abogado en Ensisheim (Alsacia). Mal asunto, porque la carrera de abogado es
tradicionalmente peligrosa para los que hilan delgado y tienen escrupulosa
conciencia. Entre los capuchinos es muy conocida una cuarteta humorística
dedicada a San Fidel y que dice así:
Santo es hoy quien fue abogado. ¡Obra del poder divino! Le
costó ser capuchino y morir martirizado.
Efectivamente. Comenzó la profesión con el optimismo fácil de
la juventud y con la mejor buena voluntad del mundo. Pero en uno de los primeros
pleitos que hubo de defender, el abogado contrincante le propuso en secreto «un
arreglo» ventajoso para los dos. Aquello bastó para que abandonara
irrevocablemente la toga por razones que hoy llamaríamos de incompatibilidad
temperamental. Alma tan clara y sincera no había nacido para componendas de
ninguna clase.
Hubo a renglón seguido una pequeña crisis en su espíritu, antes
de tomar el camino de su verdadera vocación, porque ya entonces le salieron al
paso voces facilitonas y doctorales que calificaron de cobardía el deseo de ir a
«enterrar» en un convento los talentos superiores que poseía. Pero, al fin,
Marcos Rey se decidió a meterse capuchino. Los capuchinos estaban entonces en
alza. No llevaban todavía un siglo de existencia y eran ya famosos en casi todo
Europa. Después de las primeras vicisitudes y no pequeñas contrariedades de la
nueva rama del frondoso árbol franciscano, la austeridad inverosímil, la
sencillez encantadora, el celo impetuoso y dulcísimo de los que Lacordaire llamó
más tarde «los Demóstenes del pueblo», acabaron por convencer a todos y
propagarse como llama por el bosque. Cuando San Fidel se decidió a ingresar en
esta Orden, estaba muy extendida por Alemania y Suiza y contaba con figuras
excepcionales, como la de San Lorenzo de Brindis, entonces en el cenit de su
carrera de predicador y diplomático, no menos que de hombre de Dios venerado por
cuantos le conocían en toda Europa. El mismo San Fidel tenía un hermano
capuchino, el padre Apolinar de Sigmaringa, músico, poeta y orador
celebérrimo.
Cuando tomó el hábito en Friburgo tenía treinta y cinco años y
era ya sacerdote. Ambos acontecimientos, la ordenación sacerdotal que recibió
por consejo del obispo de Constanza, y la toma de hábito, se realizaron en el
otoño de 1612. Hizo su noviciado y profesión, y pasó en seguida al seminario de
Constanza para cursar la sagrada teología. Los propios profesores eclesiásticos
que tuvo en aquellos primeros años de religioso aseguran que su austeridad,
humildad y devoción eran extraordinarias, y que veían en él una superioridad
interior, que resaltaba entre todos los de su convento.
Apenas terminados los estudios de teología, se dedicó de lleno
a la predicación, de la que esperaban grandes frutos cuantos le conocían.
Recorrió gran parte de Suiza y Austria, y el sur de Alemania. En todas partes
encontró la cizaña protestante haciendo estragos en el trigal evangélico. De su
predicación nos dicen los biógrafos que era francamente elocuente, de buen
sentido, concienzuda. San Fidel hablaba ordinariamente con suavidad y
mansedumbre, bien preparado, con notable unción, haciéndose tan atractivo por
estas cualidades, que hasta los herejes le oían con agrado. Tal vez fue este
atractivo lo que no le perdonaron después los herejes al señalarle como víctima
entre todos sus compañeros de misión. Pero no todo era suavidad en el padre
Fidel. Frecuentemente le arrebataba el espíritu de Dios y entonces saltaba la
valla de la humana prudencia, que le aconsejaba inútilmente la moderación. Más
de una vez llegaron a sus oídos frases como ésta: «Padre, si quiere comer aquí
buenas sopas modere su celo y deje correr los acontecimientos». Es ésta
exactamente la impresión que nos dan los sermones que se conservan del Santo.
Aparece en ellos siempre el catequista oportuno, eficaz, documentado y piadoso.
Pero también el orador inflamado, el lírico contagioso, el hombre de Dios que
paladea en el púlpito las suavidades del dogma católico, el fustigador del vicio
con frases afiladas como puñales, impresionantes hoy, cuando tan curados estamos
de espantos.
Alternó la predicación con el cargo de guardián de los
conventos de Friburgo, Rheinfelden y Feldkirch. Presidiendo la comunidad de este
último fue destinado a la misión de la Alta Rezia, en donde encontró el
martirio.
Era el año 1622. El archiduque de Austria Leopoldo, que había
emprendido una cruzada contra la herejía, llevó sus armas victoriosas hasta el
país de los grisones, en Suiza, y pidió al Papa que enviase allí misioneros.
Suiza fue, como sabemos, una de las naciones que más directamente padecieron las
consecuencias del protestantismo. La actividad reformadora comenzó en Zúrich con
Zwinglio, en 1519. Y lo malo fue que la actividad zwingliana se desarrolló tanto
en el terreno político como en el religioso. Trabajaron también ardorosamente en
Suiza Calvino y Ecolampadio. Al principio la Reforma tuvo poco éxito, pero ya en
1528 los católicos fueron excluidos del Consejo de la ciudad de San Gall. En
algunos sitios, como Berna, la herejía fue introducida violentamente. Así, poco
a poco, el país quedó totalmente dividido, de forma que en 1590 unas ciudades
eran netamente católicas, como Lucerna, Zug y Friburgo, y otras, como Zúrich,
Berna y Ginebra, totalmente protestantes. También hubo regiones en las que ambas
confesiones, la católica y la protestante, andaban mezcladas, y una de éstas fue
la de los grisones. Las comarcas que abrazaron el protestantismo se unieron
entre sí y con algunos extranjeros, mientras que los cantones católicos se
agruparon en propia defensa y se aliaron con Austria. De esta manera se
originaron las dos famosas guerras de Capel (1529-1531), que terminaron con la
victoria de los católicos y la muerte trágica de Zwinglio.
Desde el concilio de Trento (1545-1563), que fue el gran muro
que la Iglesia opuso al protestantismo, hubo en Suiza celosos promotores de la
fe y de la verdadera reforma, entre los que destaca San Carlos Borromeo. Después
trabajaron los jesuitas y su gran apóstol San Pedro Canisio. A ellos se debe la
fundación de colegios en Lucerna, Friburgo de Brisgovia, Siders y otras
ciudades. Al mismo tiempo que los jesuitas llegaron los capuchinos, que
erigieron su primer convento en Altdorf, en 1579, y al que siguieron otros
treinta en todas las comarcas de la Confederación.
El llamamiento del archiduque Leopoldo tuvo eco en Roma, pues
estaba recién fundada la Congregación de Propaganda Fide. El origen de esta
Congregación, netamente misionera, se halla ya en una ordenación de Gregorio
XIII, por la que encargó a cierto número de cardenales de la dirección de las
Misiones de Oriente y decretó la impresión de catecismos en lenguas comunes.
Pero no estaba sólidamente fundada. Ahora, en tiempos de Gregorio XV, había en
Roma un gran predicador capuchino, el padre Jerónimo de Narni, con fama de
santidad y a quien San Roberto Berlarmino comparó con el propio San Pablo. Fue
este capuchino el que concibió el pensamiento de extender la influencia de dicha
Congregación y el que, por su cargo de predicador apostólico, influyó cerca del
Papa, el cual, por la constitución apostólica Inscrutabili, de 22 de
enero de 1622, fundó la Congregación de Propaganda Fide, que se ocupa desde
entonces de todas las Misiones del mundo, reuniendo fondos para atenderlas
económicamente, destinando los misioneros, nombrando prefectos, y conociendo y
tratando todos los asuntos pertenecientes a la propagación de la fe en todas
partes. Para los capuchinos es motivo de satisfacción saber que no sólo tuvieron
buena parte en la fundación de la misma, sino que le dieron el primer mártir,
como vamos a ver.
Una de las primeras preocupaciones de esta Sagrada Congregación
fue enviar misioneros a las regiones europeas más amenazadas por el
protestantismo, por lo que la petición del archiduque se aceptó inmediatamente,
enviando allá diez capuchinos y al frente de ellos al padre Fidel de Sigmaringa.
La región de los grisones era conocida del padre Fidel, pues en alguna de sus
correrías apostólicas habíala misionado y sabía por propia experiencia las
grandes dificultades y los peligros que encerraba, por haber sido una de las
regiones donde más lucha hubo entre católicos y protestantes. A la sazón, como
sabemos, estaba dominada por los austríacos y expuesta a algún exceso de las
tropas. Aceptó la invitación del Papa con la naturalidad con que los buenos
apóstoles aceptan las peores consecuencias de su misión, pero sabiendo bien
adónde iba. Por eso quiso despedirse de los suyos en una solemne función
religiosa en la iglesia del convento de Feldkirch, y en el sermón que predicó
dijo claramente que se marchaba a predicar a los herejes y que no volvería vivo.
«Sé que voy a morir asesinado», dijo entre otras cosas, y partió. Era el 14 de
abril, y fue martirizado diez días después, lo cual confirma que sus temores no
eran infundados y que no habló a humo de paja.
Al llegar a la misión encontróla profundamente turbada. Por
todas partes había facciones, insidias, reuniones secretas. Con tacto exquisito
trató de insinuarse en las almas y devolver la serenidad a todos para comenzar
su obra de apostolado, pero se temía por momentos un tumulto fatal. En vista de
ello, y no esperando cosa buena, lo primero que hizo fue prepararse para lo que
Dios quisiera y vivir con la mayor pureza de conciencia posible. Escribiendo uno
de esos días al abad de San Gal, gran amigo suyo y su primer biógrafo, firmó la
carta así: «Fr. Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Para el día 24 de abril fue invitado por unos herejes de
Seewis, que, al parecer, querían oír la palabra de Dios de labios del famoso
misionero. Era domingo. Muy temprano celebró la santa misa, después de
confesarse, y partió desde Grusch a Seewis, acompañado del archiduque, del
capitán Fels y una escolta de soldados. Se encontraron la iglesia completamente
llena, pues los herejes, que tenían sus planes bien trazados, habían tomado
todas las posiciones. El misionero subió al púlpito con ciertas esperanzas de
hacer algún fruto, pero, apenas subido, palideció repentinamente. Había en el
púlpito un papel que decía: «Hoy predicarás, pero será la última vez». Reaccionó
valientemente y comenzó el sermón. En el transcurso del mismo, en tres o cuatro
ocasiones, le pareció advertir amagos de tumulto, pero fue al final cuando los
enemigos irrumpieron en el templo, después de matar a los soldados de la puerta,
armados de espadas, bombardas, mazas y palos. Sonó en seguida un tiro y la bala
fue a dar en la pared, muy cerca del predicador. Este descendió del púlpito y se
postró ante el altar de la Virgen, encomendándole su suerte. Algunos amigos le
impelieron a salir rápidamente por la puerta de la sacristía, pero apenas había
andado unos trescientos pasos, ya fuera de la población, le alcanzaron los
herejes, que le rodearon como lobos y le instaron a que se entregara. «No me
entrego», respondió enérgicamente. «Pues te mataremos», le replicaron. «Podéis
hacerlo, pues estoy en las manos de Dios y las de su Santa Madre», dijo el
mártir. Y añadió: «Pero mirad bien lo que vais a hacer, no sea que tengáis que
arrepentiros algún día». Un golpe tremendo de espada en la cabeza lo derribó,
quedando de rodillas. «Jesús, María, valedme», exclamó. Y no pudo decir más,
porque, arrojándose en tumulto todos sobre él, le atravesaron el costado con
espadas y le destrozaron el cráneo a golpes de mazas y palos. Quedó envuelto en
un charco de sangre en medio del campo e insepulto cerca de veinticuatro horas.
Eran las 11 de la mañana del 24 de abril de 1622.
Su sepulcro está en la catedral de Coira y su cráneo se
conserva en el convento de Feldkirch, su antigua guardianía. Dios quiso
glorificar su memoria desde un principio, pues sus reliquias fueron un semillero
de milagros. Lo cual movió a los papas a su definitiva exaltación en la tierra.
Benedicto XIII le beatificó el 21 de marzo de 1729, y Benedicto XIV le canonizó,
juntamente con San José de Leonisa, otro gran apóstol capuchino, el 26 de junio
de 1746.
Ángel de Novelé, OFMCap,
San Fidel de
Sigmaringa, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC
184), 1959, pp. 164-172.
San Fidel de Sigmaringa
(1577-1622) por Prudencio de Salvatierra,
o.f.m.cap.
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San Fidel, sacerdote capuchino, ejerció la
abogacía con rectitud y caridad antes de ingresar en religión en 1612, cuando
tenía 35 años de edad. Después, se consagró a la predicación entre los católicos
y los protestantes, en una situación crítica y agitada de los cantones suizos.
Realizó una gran labor en pro de la fe católica y, en el ejercicio de su sagrado
ministerio, fue martirizado por los grisones. Es el primer mártir de la entonces
recién instituida Congregación de Propaganda Fide.
Por sus venas corría la noble sangre española,
mezclada con la vigorosa sangre alemana. Rey y Rosenberger son sus dos
apellidos.
Esta figura caballeresca es digna de un retablo
medieval, o mejor, de un sepulcro en las catacumbas romanas. Noble nacimiento,
esmerada educación, aspecto atrayente, finos modales, alma seráfica, martirio
heroico; por dondequiera que se le contemple, este santo capuchino es una
estampa de perfección.
* * *
Nace en 1577, a orillas del Danubio, en la
pintoresca ciudad de Sigmaringa. Esta pequeña y hermosa ciudad se levanta
graciosamente en el centro del ducado de Suabia, y es capital del distrito de
Hohenzollern.
Juan Rey es el burgomaestre, caballero sin miedo
y sin tacha, como decían los antiguos, católico por convencimiento y por
tradición, jefe de una numerosa familia que Dios ha bendecido con larga mano. La
reina de este hogar es Genoveva Rosenberger: ella dirige la casa por los caminos
de la oración cotidiana, con alma de artista y de santa, y va modelando los
tiernos corazones de sus pequeños en todas las virtudes y en todos los
sacrificios. Suavidades y energías. A su sombra crecen los niños, entre juegos y
lecciones, haciéndose hombres y cristianos. Los protestantes van invadiendo todo
el territorio circunvecino: la casa de Juan Rey opone a ese avance una muralla
de fe y de oración.
Uno de los niños se llama Marcos; es nuestro San
Fidel. Despierto, juguetón, vivaracho; pero también eminentemente piadoso y
aplicado al estudio. Todavía se conserva la cuna en que Genoveva meció los
primeros sueños de Marcos: hoy es una reliquia venerable, y sobre ella las
madres cristianas de Sigmaringa acostumbran a depositar los cuerpecitos
delicados de sus hijos, apenas son bautizados.
Marcos Rey era un prodigio de inteligencia y de
buena memoria; el latín, las matemáticas, la historia, la filosofía, entraron en
su cabecita con facilidad y le hicieron sabio antes que llegase a ser hombre.
Dícese que los discursos latinos que más tarde pronunció parecían escritos por
el mismo Cicerón.
Movido por un hermoso espíritu de caridad, cursó
la carrera de abogado en la célebre Universidad de Friburgo de Brisgovia, y
pensaba: «Yo seré el defensor de los oprimidos». Cómo hizo Marcos Rey sus
estudios, nos lo dice el mismo rector de aquel instituto, el profesor Andrés
Zimmermann: «En la ciudad y en la Academia de Friburgo no había quien le
igualase».
El joven llegó en poco tiempo a ser el estudiante
de mayores simpatías entre cuantos le conocieron, por su carácter bondadoso, por
su sólida piedad y por su cultura y cortesía admirables. Los barones de
Stotzingen se fijaron en él cuando hubo que elegir un preceptor y un guía para
su hijo. Este muchacho, rico y cristiano, quiso hacer un largo viaje de recreo y
de estudio por diversas naciones europeas, en compañía de varios amigos. Y el
«cicerone» más apropiado y de mayor confianza fue el joven Rey. Aceptó éste la
proposición lleno de gozo; y el viaje fue para todos una serie no interrumpida
de bellas emociones y de útiles enseñanzas. Para nuestro héroe fue especialmente
providencial, pues le sirvió para estudiar el avance de los protestantes, en
cuya conversión iba más tarde a trabajar con constancia y a morir con gloria.
Afortunadamente conservamos algunos relatos de este viaje, debidos a la pluma
del joven Stotzingen; son pinceladas preciosas que no pueden faltar en nuestro
cuadro. «Durante su viaje por Francia, Marcos Rey tomaba parte en las
controversias públicas, ora en las academias, ora en los clubs protestantes,
refutando la doctrina antirreligiosa y antipatriótica de los reformados. Los
jurisconsultos franceses no podían disimular su admiración ante aquel caballero
alemán, de cortos años, que trataba las cuestiones más arduas con tanta
facilidad como los que han encanecido en el estudio del derecho y de la
teología... Casi todas las mañanas se acercaba a los santos sacramentos, sobre
todo en las festividades de Jesucristo, de la Virgen y de San Francisco de Asís,
e invitaba a sus compañeros de viaje a hacer lo mismo... Fue siempre devoto,
piadoso, ejemplar; jamás le vi airado... En la cuaresma se disciplinaba todos
los días y se ceñía el cilicio, como yo mismo pude observarlo con
estupor...».
Seguramente que los estudiantes universitarios de
nuestro tiempo leerán estas líneas con una sonrisa de desdén. Hoy son muy
distintas las «ocupaciones» de nuestros muchachos. Frente al lema de Marcos Rey
«mucho estudio, mucha oración, mucha penitencia», más de uno pondrá este otro
programa: «nada de oración, poco estudio, mucho gozar». Pero es evidente que el
primer programa puede producir héroes y santos; mientras que el segundo sólo
producirá muñecos o criminales...
* * *
Terminada la carrera de abogado con brillo
excepcional, Marcos Rey abrió su bufete en Ensisheim (Alsacia), poniendo su
inteligencia y su corazón al servicio de todas las causas de la justicia y de la
caridad. «Un día, dice Clemente de Brescia, se suscitó un pleito entre dos
personas, y ambas partes designaron su abogado respectivo. El litigante que
tenía más razón a su favor, eligió a Marcos Rey; el abogado de la parte
contraria era un hábil tinterillo, ducho en todas las malicias y falto de
escrúpulos de conciencia. Aquel rábula intrigante, que temblaba ante la idea de
tener que habérselas con los serios argumentos y acrisolada honradez de Marcos,
le llamó aparte y le dijo al oído: "Mira, querido; no veo la razón de tanta
meticulosidad en la interpretación de las leyes. Hagamos un arreglo entre los
dos, y ambos podremos sacar partido y provecho de este litigio"».
Marcos Rey quedó estupefacto ante la insolencia
de su indigno colega, abandonó su bufete, colgó la toga, y empezó a pensar
seriamente en retirarse del mundo, consagrando su vida a la causa de Dios y de
la Iglesia. Se le presentó entonces a la memoria el recuerdo de varios amigos y
condiscípulos suyos que hacía unos años dejaron las vanidades mundanas y
vistieron el hábito capuchino; pero sobre todo se acordó de Jorge, el menor y el
más querido de sus hermanos, que, en 1604, había entrado capuchino con el nombre
de padre Apolinar de Sigmaringa, y que ahora era un fervoroso predicador del
convento de Friburgo.
Tardó mucho tiempo en decidirse, pensando en cuál
orden religiosa sería más apropiada a la índole de su espíritu. Le atraían los
cartujos, por el culto que rendían a la soledad y al silencio; le gustaban los
jesuitas, por su exquisita cultura y celo apostólico; pero le pareció que los
capuchinos, a quienes había tratado más íntimamente, reunían el celo de los unos
y la soledad de los otros. La oración fervorosa a que se entregó por aquellos
días vino a despejar las dudas de su alma. Añadióse a esto el clamor de la fama
de varios ilustres capuchinos cuyos nombres llenaban el mundo. Alemania y Suiza
pregonaban la caridad sin límites del P. Esteban de Unterwalden y de sus
compañeros, «los ángeles de los apestados»; Italia, Austria y España corrían en
pos de la palabra fogosa de San Lorenzo de Brindis; San José de Leonisa había
sido una de las primeras antorchas del apostolado católico; los jóvenes
aristócratas franceses entraban en gran número a la Orden capuchina; por todas
partes el nombre de los austeros monjes iba nimbado con una aureola de santidad;
quizá el mismo Marcos Rey había conversado, en su reciente viaje por Europa, con
alguno de aquellos famosos capuchinos, que eran el dique más formidable opuesto
a los avances del Protestantismo. Lo cierto es que su decisión fue enérgica,
madura e inquebrantable.
El obispo de Constanza, sabedor de los propósitos
de Marcos Rey, le aconsejó que, antes de tomar el hábito, recibiera las órdenes
sagradas, para que pudiese dedicarse inmediatamente al apostolado. Aceptó el
joven tan cuerdo consejo, y en septiembre de 1612, contando 35 años de edad, el
brillante abogado subía las gradas del altar, ordenado de sacerdote. Su primera
misa la celebró en el convento de Friburgo el día 4 de octubre, fiesta de San
Francisco de Asís. Un enorme gentío se congregó en la iglesia de los capuchinos
para ver aquel insólito espectáculo de la renuncia de todas las ilusiones
mundanas, ofrecido valientemente por el nuevo sacerdote. Después de la misa, fue
vestido con el hábito que tanto había deseado; y en el mismo momento, Marcos Rey
dejó su glorioso nombre seglar y se llamó el padre Fidel de Sigmaringa. El
maestro de novicios, al imponerle el nuevo nombre, le dijo estas palabras que
habrían de resultar espléndida profecía: «Sé fiel hasta la muerte, y recibirás
la corona de la vida».
Hecha la profesión religiosa un año más tarde, el
antiguo abogado tuvo que volver a las aulas, estudiando la teología en el
seminario de Constanza. Su profesor escribió de él este bello elogio: «El padre
Fidel poseía un juicio maduro y clarísima inteligencia. De genio alegre y de
admirable serenidad, adivinábase toda la inocencia y candor de su alma. Me
atrevo a decir que jamás cometió un pecado mortal. Sostengo que el P. Fidel era
modelo de virtud, y muy superior, según creo, a todos los religiosos de su
convento».
* * *
Tanto el nuevo sacerdote como su obispo y
superiores ardían en deseos de que comenzasen cuanto antes los trabajos de la
predicación. Todos se prometían inmensos bienes de su virtud eminente, de su
celo y caridad, y hasta de sus cualidades externas. Era alto y bien formado, la
frente despejada, barba regular, cabello rubio. Su mirada viva y penetrante
tenía una dulzura irresistible. La voz era vibrante y melodiosa.
Muy pronto las esperanzas se convirtieron en la
más hermosa y fecunda realidad. Si es cierto, como dice el Apóstol, que a veces
Dios escoge para sus obras instrumentos débiles y despreciables al parecer,
también es cierto que, en otras ocasiones, los elige hábiles y robustos, y Él
mismo los forma en toda perfección para decoro y gloria de su Iglesia. El P.
Fidel fue uno de esos instrumentos preciosos modelados por la bondad de Dios
para la empresa titánica de la salvación de las almas.
Comienza el nuevo apóstol sus correrías
evangélicas en Suiza y las continúa en Austria y en el sur de Alemania. El
terreno es áspero, y la mala semilla crece por doquier: otros sembradores,
Lutero, Zwinglio, Calvino, le han precedido, y han dejado el campo plagado de
cizaña. Su auditorio es una mezcla heterogénea de católicos y de herejes, de
gente culta y de curiosos ignorantes. Su palabra va derecha a las almas, limpia
de ornatos literarios, caldeada en amor de Dios, rebosante de caridad. «Hablaba
con tanta suavidad, mansedumbre y eficacia, que los mismos herejes confesaban no
haber oído ni visto jamás a un predicador más piadoso y atrayente... Muy pronto
los adversarios se trocaron en amigos. Visitaba a los enfermos, consolaba a los
tristes, apaciguaba las discordias. Protestantes y católicos le llamaban "el
Ángel de la paz"».
* * *
El secreto de su maravillosa eficacia estaba en
la oración; jamás subió al púlpito sin recogerse una hora antes junto al
sagrario, la primera y mejor fuente de sus sermones. Mas no descuidaba tampoco
la preparación científica: las páginas que conservamos de su pluma, están
salpicadas de citas y textos escriturarios y patrísticos, de observaciones
místicas, de profundos pensamientos y de consideraciones originales. Se ve en
esas páginas al hombre de oración y de estudio. Un día predicó sobre la
resurrección de Lázaro, y comentó las lágrimas de Cristo ante el sepulcro de su
amigo en esta forma: «Jesús llora, y nosotros, pecadores, permanecemos
tranquilos, como si nada malo hubiéramos hecho. Hemos pecado: ¿qué hacer ahora?
¿No lloraremos lágrimas de arrepentimiento? Pobre pecador, ¿qué es lo que ve
Cristo en ti, que le aflige y le hace llorar? Es tu alma muerta, y sobre ella se
desconsuela y llora. Él te pregunta: ¿Dónde la has puesto? ¿En las riquezas? Sal
del sepulcro; no pongas en ellas tu corazón. ¿Dónde la has puesto? ¿En la usura?
¿En los intereses? Sal del sepulcro; ¿de qué te servirá ganar todo el mundo, si
pierdes tu alma? ¿Dónde la has puesto? ¿Quizá en las pasiones de la carne? Pues
ni los impúdicos ni los adúlteros entrarán en el reino de los cielos. Sal del
sepulcro, antes que hagas de tus pecados una costumbre maldita, antes que
empieces a despedir el hedor de tus malos ejemplos, antes que tus manos y pies
se vean atados por la dificultad de obrar el bien, antes que en tu rostro deje
marcadas sus huellas el pecado. Sal del sepulcro. Aun cuando seas un Lázaro,
muerto de cuatro días, Cristo te llama: Lazare exi foras; levántate y
sal afuera».
Esta página, donde el abogado se esconde detrás
del apóstol, parece arrancada de las obras de San Juan Crisóstomo; difícilmente
se hallará nada más enérgico, más contundente o más oportuno.
* * *
La verdad, en labios del P. Fidel, estaba siempre
por encima de todas las otras conveniencias y respetos humanos. En Altdorf, un
caballero le dijo después de escuchar uno de aquellos valientes sermones:
«Padre, si queréis comer aquí buena sopa, debéis predicar de otra manera». «¿Y
qué me importan a mí vuestras sopas?», le contestó el misionero. «Tened
entendido -añadió- que yo no predico para que no me falte vuestra comida, sino
que hablo lo que me manda la conciencia».
El valor de este apóstol es, en verdad,
sorprendente. Descalzo, pobremente vestido, llevando en sus manos un crucifijo y
un breviario, que eran todas sus riquezas, atravesaba los valles cubiertos de
nieve, las imponentes montañas de Suiza, los ríos helados; entraba en las
guaridas de los protestantes y en las chozas de los mendigos; hablaba en las
iglesias y en las plazas públicas; siempre sereno y lleno de fervor, sin miedo a
las continuas asechanzas que los adversarios le armaban.
El cargo de Superior, que desempeñó en los
conventos de Rheinfelden, de Friburgo (Suiza) y de Feldkirch, no fue obstáculo
para sus incesantes trabajos y numerosas predicaciones.
* * *
Todas las virtudes cristianas y monásticas
parecían haberse dado cita en el corazón del P. Fidel, y en todas se presenta
como modelo de acabada perfección. En la pobreza, se le hubiera tomado por uno
de los mejores discípulos del Pobrecillo de Asís; en la humildad era un caso
excepcional, pues, a pesar de sus virtudes y talentos, vivía entre sus hermanos
como si fuese el más indigno y pecador; en la pureza del corazón era un espejo
claro de los cielos, sin nubes ni manchas; en la penitencia, tendríamos que
escribir una página horrorosa de mortificaciones, disciplinas, ayunos y
cilicios. Obediente hasta el heroísmo a la voz del superior; fervoroso y
extático en la oración, como los ángeles que contemplan el rostro divino. Su
devoción a la Virgen María fue una de las notas más bellas en aquel concierto de
virtudes; tenía las ternuras de un enamorado, las confianzas de un hijo y las
delicadezas de un poeta.
Todas estas virtudes, practicadas en grado
heroico, daban a su palabra una eficacia maravillosa: un día, dos prominentes
herejes, Rodolfo de Salis y Lorenzo Gopffer, caían a sus pies después de larga
conversación, y abjuraban públicamente sus errores; otro día, todo un pueblo
abandonaba las filas del Protestantismo, ante la virtud y la elocuencia
celestial del apóstol capuchino. Los procesos de beatificación y canonización
están llenos de interesantes detalles sobre las innumerables conversiones, sobre
las disputas públicas y privadas con los corifeos del error, sobre los milagros
y profecías del siervo de Dios.
Su actividad no cesaba un momento. Fue nombrado
capellán militar, y los soldados llegaron a ser sus mejores amigos; y cuando
había alguna falta que corregir o reprender, el P. Fidel no se detenía ante los
galones ni ante las estrellas de los más altos jefes; los enfermos le llamaban a
gritos, y los condenados a muerte pedían, como última gracia, la compañía
animadora del capuchino. «En el cuartel, en el hospital, en las ambulancias, la
aparición de un ángel del cielo no habría causado mayor alegría que la presencia
del P. Fidel», dice un cronista.
* * *
Para contrarrestar de alguna manera la ola de
inmoralidad y de libertinaje que invadía la ciudad de Feldkirch y su comarca,
emprendió una campaña tenaz; uno de sus sermones, lleno de vehemente
indignación, levantó gran polvareda. Varias señoras y caballeros de la
aristocracia llevaron al Senado de la ciudad una reclamación contra el
predicador. El P. Fidel, lleno del espíritu de Dios, sereno, elocuentísimo, se
presentó en la asamblea y habló sobre la urgencia de cortar de raíz aquellos
abusos que él había denunciado desde el púlpito. «Todos unánimemente aprobaron
su opinión -escribe un autor-. El Senado votó un reglamento destinado a contener
el curso desbordante del lujo, del libertinaje y del desprecio a las leyes de la
Iglesia; prohibió en absoluto la venta de libros o escritos contrarios a la
religión católica, y mandó inspeccionar las librerías y arrojar al fuego todas
las producciones de la mala prensa». Los efectos de aquella decidida
intervención del padre Fidel fueron admirables: al poco tiempo, la ciudad estaba
desconocida; y la modestia, la caridad y las costumbres puras y cristianas
volvieron a florecer entre los habitantes.
Sólo diez años vistió el padre Fidel el hábito
capuchino; pero en tan corto tiempo, el fruto de su palabra y el ejemplo de su
vida santa hicieron más fruto que un ejército de misioneros. Por dondequiera que
pasaba el predicador capuchino, dejaba el recuerdo inolvidable de su santidad y
de su doctrina.
* * *
El día 14 de enero de 1622 es una fecha memorable
en los anales de la Iglesia Católica. El Papa Gregorio XV, después de varias
tentativas y ensayos realizados por sus antecesores, celebró la primera sesión
de la Congregación de la Propaganda, en el Palacio del Cardenal Sauli. Unos
meses más tarde, el 22 de junio del mismo año, la Congregación quedaba
definitivamente fundada por medio de la bula pontificia «Inscrutabili». El
objeto de esta Congregación, uno de los organismos más eficaces de la Curia
Romana, es el de preocuparse de la difusión del Evangelio en todas las naciones
del orbe, fundando misiones y ayudando a los misioneros, especialmente en países
de infieles. Esta Congregación está ligada, en sus orígenes, a la Orden
Capuchina. El historiador protestante Ranke y otros afirman claramente que uno
de los fundadores y propagadores más entusiastas de esta magnífica institución
fue el célebre predicador capuchino Jerónimo de Narni, a quien el cardenal
Belarmino comparaba con San Pablo, por el fuego y la elocuencia de sus
predicaciones. Otro capuchino, nuestro Fidel de Sigmaringa, estaba señalado por
Dios para ser el primer mártir y uno de los más bellos ornamentos de aquella
Congregación.
Los cardenales que formaban parte de la
Propaganda desde la primera sesión de enero, se interesaron especialmente por
enviar predicadores a las regiones de Europa más amenazadas por el
Protestantismo; y se organizó una expedición de capuchinos que partió
inmediatamente a la Alta Rezia. El padre provincial escogió al padre Fidel de
Sigmaringa, superior del convento de Feldkirch, que había conocido anteriormente
toda la comarca de los grisones, como superior de los misioneros capuchinos de
aquella región; y el Nuncio Apostólico monseñor Scappi le dio amplias facultades
de índole espiritual.
* * *
Por aquellos días, los grisones estaban bajo el
yugo de la dominación austríaca, lo que contribuía a hacer más delicada y
violenta la situación. Las tropas austríacas católicas reprimían, a veces
sangrientamente, todos los avances del Protestantismo; y los grisones,
exasperados por su fanatismo sectario y por el mal trato de los soldados
austríacos, declararon guerra a muerte a todos los enemigos de sus errores y de
su independencia. El historiador imparcial no puede aplaudir la conducta del
ejército católico; pero tampoco sería justo confundir los desordenados actos de
los subalternos con la recta y noble intención de sus jefes.
El padre Fidel, que lamentaba sinceramente los
abusos cometidos, se propuso remediarlos con su admirable espíritu de caridad y
con su intervención prudente y comedida. Anhelando con toda su alma la
conversión de los grisones, emprendió su último viaje favorecido con la
benevolencia de los caudillos austríacos y armado de facultades espirituales
extraordinarias como misionero de la Propaganda. El correo portador de los
documentos en que se nombraba al P. Fidel misionero y Prefecto dependiente de la
Congregación, no pudo llegar a tiempo: el apóstol se había apresurado a dar su
sangre y su vida por la fe.
El 14 de abril del mismo año, 1622, dejó su amada
ciudad de Feldkirch y partió para el cantón de los grisones; pero antes quiso
despedirse de sus amigos y de todo el pueblo. Subió al púlpito, alrededor del
cual se había congregado una inmensa multitud, y dijo con voz serena: «Esta es
la última vez que os predico; por voluntad de Dios debo ir a la Rezia, y allí
seguramente, y con gran placer mío, he de acabar mi vida, asesinado por los
herejes en odio a la fe católica». «Yo -dice un testigo- asistí a aquella última
predicación de Feldkirch, en la que declaró abiertamente que iba a predicar a
los herejes y que no volvería vivo».
A un compañero le dijo en el momento de la
despedida: «Sé que voy a morir asesinado». Las últimas cartas que escribió
terminaban con esta firma: «Fray Fidel, que pronto será pasto de
gusanos».
Al llegar a su destino, viendo ante sí el abrupto
valle del Pretigau, dijo a sus acompañantes en tono profético: «¡No saldré vivo
de esta comarca!»
* * *
Todas estas profecías tuvieron cumplimiento
rápido y exacto. Sólo diez días pasó el P. Fidel en la última excursión por
aquella tierra infestada de herejes, fanáticos discípulos de Lutero, Zwinglio y
Calvino. El valle del Pretigau es frío y desolado en extremo; «y el corazón de
sus habitantes -dice un escritor-, está en perfecta armonía con aquel clima y
con aquellas asperezas».
El día 23 de abril, una comisión de protestantes
se acercó al P. Fidel y le invitó hipócritamente a predicar en el pueblecito de
Seewis, añadiéndole con falso arrepentimiento: «Estamos avergonzados del
escándalo que promovimos en uno de vuestros sermones; os juramos tener más calma
y seros obedientes en lo sucesivo». Pero el misionero no se engañaba, y dijo a
uno de sus colegas: «No espero cosa buena de los habitantes de Seewis; no
obstante, iré para cumplir hasta el fin los deberes de mi cargo».
Al día siguiente, muy de madrugada, el siervo de
Dios se confesó, sabiendo que era la última vez que lo hacía, dijo devotamente
su misa, predicó e hizo después larga oración, aceptando gustoso la horrible
muerte que le esperaba y que Dios le había revelado; y se puso en camino para el
sacrificio.
La iglesia de Seewis estaba repleta; los enemigos
se habían apresurado a tomar todas las posiciones. El capuchino subió
serenamente al púlpito; pero luego palideció un instante; había encontrado allí
un papel con estas palabras: «Hoy predicarás; pero éste será tu último sermón».
Y predicó con inaudito valor, fustigando la incredulidad, el amor propio, las
pasiones y los vicios. De repente, sonó un estampido: una bala, dirigida contra
el orador, pegó en la pared del púlpito. El tumulto de la gente despavorida fue
espantoso; y en medio de una gritería ensordecedora, los herejes asesinaron a
los soldados austríacos que custodiaban las puertas de la iglesia. Mientras
tanto, el P. Fidel había descendido del púlpito y se postró ante el altar. El
sacristán se acercó para aconsejarle cautela; pero el capuchino le replicó:
«Estad tranquilo; no me importa la vida; ya la he puesto en manos de Dios y de
su Madre». Pocos instantes después, salió por la puerta de la sacristía. El
barón de Felds se acercó al misionero y le acompañó por las afueras de la
ciudad; así llegaron al vecino campo de Seljanas... Una turba de protestantes
cayó entonces sobre ellos. El barón fue conducido a un castillo cercano, y el P.
Fidel quedó solo en medio de sus enemigos... «¿Aceptáis nuestra fe?», le
dijeron. «Yo -repuso el santo- no he venido aquí para hacerme hereje, sino para
extirpar la herejía. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis». Una
espada que fulguró rápidamente vino a terminar aquel diálogo, cayendo con fuerza
sobre la cabeza del misionero. «¡Jesús, María, ayudadme!», exclamó; y se postró
de rodillas, mientras la sangre borboteaba en la herida. Pero la rabia satánica
de aquellas fieras no se saciaba tan fácilmente: palos, espadas y mazas de
hierro se ensañaron en la víctima que murmuraba sus últimas palabras: «Señor,
perdónalos. Jesús, tened piedad de mí. María, asistidme».
Eran las once de la mañana del 24 de abril de
1622. El P. Fidel contaba 45 años de edad y 10 de vida capuchina. El mártir, aun
con aliento, quedó tendido en medio del campo, cubierto de heridas y de sangre.
Dícese que en aquel mismo sitio brotó una fuente milagrosa que todavía existe,
«la fuente de San Fidel». Poco tiempo más tarde, unos soldados que fueron en
peregrinación al lugar del martirio, hallaron una flor desconocida, de color y
perfume deliciosos; los peritos botánicos que la vieron tuvieron que
clasificarla con este nombre: es una flor milagrosa y celestial.
San Fidel de Sigmaringa, el apóstol de los
grisones, fue beatificado por Benedicto XIII y canonizado por Benedicto XIV. Es
el protomártir de la Sagrada Congregación de Propaganda.
Su sepulcro, en la catedral de Coira, ha sido un
semillero de milagros y un caudal inagotable de gracias espirituales, no sólo
para los católicos, sino también para muchos protestantes que han reconocido la
verdadera fe junto a esa tumba gloriosa. El apóstol no ha terminado su misión:
como buen soldado, sigue en su puesto de avanzada.
Prudencio de Salvatierra, OFMCap,
San Fidel de Sigmaringa, en Ídem, Las grandes
figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 89- 104.
<<Cor Mariæ Immaculatum, intercede pro
nobis>>
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