LA PARÁBOLA DE LÁZARO
Y DEL RICO EPULÓN
Hubo un tiempo en que vivió un hombre muy rico. Los mejores vestidos eran los suyos. Por las plazas y por su casa se pavoneaba con sus vestidos de púrpura y lino. Sus conciudadanos le respetaban como al más poderoso de la región. Sus amigos le halagaban su ambición para recibir utilidades. Sus salones estaban abiertos cada día a los espléndidos banquetes en que la multitud de invitados, todos ellos ricos, y por lo tanto no necesitados, se morían de halagar al rico Epulón.Sus banquetes eran célebres por su abundancia de alimentos y de vinos.
En la misma ciudad había un mendigo, un verdadero mendigo. Era grande en su miseria, como el otro era grande en sus riquezas. Pero bajo la costra de la miseria humana del mendigo Lázaro, se ocultaba un tesoro todavía mayor que su miseria y que las riquezas de Epulón. La santidad de Lázaro era verdadera.Jamás había traspasado la Ley, ni siquiera bajo el pretexto del aguijón de la necesidad, y sobre todo había obedecido al precepto del amor para con Dios y el prójimo. Él, como siempre hacen los pobres, se acercaba a las puertas de los ricos para pedir limosna y no morir de hambre. Cada tarde iba a la puerta de Epulón, esperando recibir siquiera las migajas de los pomposos banquetes que se daban en las riquísimas salas.
Se tendía en la calle, cerca de la puerta, y pacientemente esperaba. Si Epulón lo veía, mandaba arrojarlo, porque aquel cuerpo cubierto de llagas, desnutrido, vestido de harapos, era un espectáculo muy desagradable para sus convidados. Esto decía Epulón, pero la realidad era que aquel espectáculo de miseria y de bondad era su continuo reproche. Más compasivos que Epulón eran sus perros, bien alimentados, con hermosos collares. Se acercaban al pobre Lázaro y le lamían las llagas, gruñendo de alegría por sus caricias, y hasta le llevaban lo que sobraba de las ricas mesas. Gracias a estos animales Lázaro sobrevivía a la desnutrición completa, pues de parte del hombre hubiera muerto, ya que este no le permitía ni siquiera entrar en las salas después de los banquetes para poder recoger las migajas caídas de las mesas.
Un día Lázaro se murió. Nadie en la tierra cayó en la cuenta. Nadie lo lloró. Epulón por su parte, se alegró de no ver aquel día ni los siguientes aquella miseria que llamaba, "oprobio" de sus umbrales. Pero en el cielo cayeron en la cuenta los ángeles. En su último aliento, en su lecho frío y pobre, estaban presentes las cohortes celestiales que en medio de un fulgor de luces recogieron su alma, y con cantos de hosannas la llevaron al seno de Abraham.
Poco tiempo después murió Epulón. Oh, ¡qué funerales fastuosos! Toda la ciudad, que ya de antemano sabía que estaba agonizando, se arremolinaba en la plaza donde estaba su casa, para que se le tomase como amiga del grande. Y por curiosidad o por interés con los herederos, se unió al cortejo, y los alaridos llegaron hasta el cielo y con ellos las alabanzas mentirosas al "grande", al "benefactor", al "justo" que había muerto.
¿PUEDE LA PALABRA DEL HOMBRE
CAMBIAR EL JUICIO DE DIOS?
¿Puede la palabra del hombre cambiar el juicio de Dios? ¿Puede la apología humana borrar cuanto está escrito en el libro de la Vida? No, no puede. Lo que está juzgado, queda juzgado, y lo que está escrito, escrito queda. No obstante los funerales solemnes de Epulón, su espíritu fue sepultado en el infierno.
En aquella cárcel horrorosa, en que bebía y comía fuego y tinieblas, en que encontraba odio y tormentos por todas partes y a cada momento de esa eternidad,levantó su mirada al cielo, al cielo que había visto en un instante de fulgor, en una fracción de segundo, y cuya indecible belleza le había quedado presente para ser atormentado entre las torturas atroces. Y vio a Abraham, lejano, pero radiante, feliz... y en su seno, radiante y feliz también estaba Lázaro, el pobre Lázaro despreciado de otro tiempo, el repulsivo, el miserable Lázaro ¿y ahora?... Y ahora bello con la luz de Dios y de su santidad, rico con el amor de Dios, a quien admiraban no los hombres sino los ángeles de Dios.
Epulón levantó el grito diciendo: "Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro a que moje la punta de su dedo en el agua y que la ponga en mi lengua, para refrescarla porque me muero en esta llama que me penetra continuamente y me quema!".
Abraham respondió: "Acuérdate, hijo, que tuviste todos los bienes durante tu vida, mientras Lázaro todos los males. El supo hacer del mal un bien, mientras tú no supiste hacer de tus bienes nada que no fuese malo. Por esto, justo es que él sea consolado y que tú sufras. Además no es posible hacerlo. Los santos están esparcidos sobre la tierra para que los hombres se aprovechen de ellos. Pero, cuando no obstante el estar cercano, el hombre se queda tal cual es -en tu caso, un demonio- es inútil recurrir a los santos. Ahora estamos separados. Las hierbas en el campo están mezcladas, pero una vez que se les siega, se separan las útiles de las no útiles. Así es entre vosotros y nosotros. Estuvimos juntos en la tierra. Nos arrojasteis. Nos atormentasteis por todos los modos. Entre vosotros y nosotros existe un abismo tal que los que de aquí quieren pasar, no pueden, ni vosotros, que estáis allí podéis salvar el abismo inmenso para venir a donde estamos".
PADRE SANTO, MANDA A LÁZARO
A LA CASA DE MI PADRE
Epulón en medio de un grito de dolor dijo: "Al menos, oh padre santo, manda, te lo ruego, manda a Lázaro a la casa de mi padre. Tengo cinco hermanos.Jamás conocí el amor, ni siquiera por mis parientes, pero ahora, ahora comprendo qué cosa terrible es el no ser amados. Y como aquí donde estoy, existe el odio, ahora entiendo, por el instante que mi alma vio a Dios qué cosa sea el amor. No quiero que mis hermanos sufran mis dolores. Tengo pavor por ellos que siguen mi mismo camino. Oh, manda a Lázaro que les advierta del lugar donde estoy, y por qué estoy, y que les diga que existe el infierno, que es atroz, y que quien no ama a Dios ni al prójimo viene acá. Mándalo. Que tomen sus providencias, para que no tengan que venir aquí, a este lugar de eterno tormento".
Abraham respondió: "Tus hermanos tienen a Moisés y a los Profetas. Que los escuchen".
Con un gemido de alma torturada replicó Epulón: "¡Oh padre Abraham! Les hará más impresión un muerto... ¡Escúchame! Ten piedad ".
Abraham dijo: "Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, mucho menos creerán a uno que resucite por una hora de entre los muertos para decirles las palabras de Verdad. Y por otra parte no es justo que un bienaventurado deje mi seno para ir a recibir ofensas de los hijos del Enemigo. Ya pasó el tiempo de las injurias, ahora está en paz y aquí se queda por orden de Dios que ve la inutilidad de una tentativa de conversión de los que ni siquiera creen en la palabra de Dios, ni la ponen en práctica".
Esta es la parábola, cuyo significado es tan claro, que no necesita explicación.