venerdì 4 gennaio 2013

MARCELLINO PANE E VINO



MARCELLINO PANE E VINO 

 I momenti più toccanti (anno 1955)  



LAUDETUR  JESUS  CHRISTUS!
LAUDETUR  CUM  MARIA!
SEMPER  LAUDENTUR!

"La falsa alternativa della medicina della Misericordia" (Radicati nella fede 1/2013)




LA FALSA ALTERNATIVA DELLA MEDICINA DELLA MISERICORDIA
Pare che oggi sia scomparsa dalla Chiesa la condanna del peccato.
 Non diciamo che non si dichiari più che questo o quello sia peccato; diciamo solo che lo si fa così timidamente e dolcemente da sembrare, anche per la Chiesa, una questione non grave. Sì, generalmente oggi si fa così. Se si dice ancora che un'azione è peccato, parte subito tutta un’opera di addolcimento dell'accusa, per non spaventare il peccatore, per accoglierlo comunque, dicendo subito che la misericordia vince. Ma la misericordia di Dio la si comprende bene solo se si coglie tutta la gravità del peccato. Oggi ormai ha vinto questa linea nella Chiesa, disastrosa dal punto di vista della cura delle anime, disastrosa per la pastorale, come si suol dire oggi.
 Non è solo il mondo ad aver fatto il disastro morale di oggi, troppo comodo incolpare solo quelli di fuori! Siamo noi che non abbiamo più parlato con chiarezza della gravità del peccato, del peccato mortale, del pericolo dell'anima che muore in stato di impenitenza finale. Siamo noi che abbiamo “scherzato”, parlando di peccato e di misericordia (quasi fosse questa una concessione preventiva al tradimento di Dio), non aiutando le anime nel ravvedimento e nel vivere secondo Dio. Vivere nel peccato vuol dire perdere la vita. Non abbiamo più detto che il peccato dispiace a Dio, che rovina l'esistenza quaggiù e chiude il Paradiso. Non abbiamo più parlato di dolore del peccato, di contrizione, e poi ci stupiamo che non ci si confessi più!
 Il nuovo corso è iniziato quando si è cominciato a dire che la Chiesa (“moderna”) preferisce la medicina della misericordia a quella della condanna. Si è addirittura fatto un Concilio per dire che non si voleva condannare più l’errore. Si è d'autorità deciso, per esempio, di tacere sul male “religioso” del '900, il comunismo ateo con tutti i suoi errori ed orrori.
 Invece la Chiesa, nel passato, non distinse mai la misericordia dalla condanna del peccato! Sono entrambe azioni necessarie nell'opera di Dio, nell'opera di salvezza delle anime: la condanna seria del peccato apre l'anima alla possibilità del dolore che salva; la misericordia dona la grazia del perdono, a chi la domanda.
 Terminiamo con una pagina di J. H. Newman, dell'Apologia pro vita sua, dove, parlando dell'Infallibilità della Chiesa, la introduce così:
 “Anzitutto, la dottrina del maestro infallibile deve iniziare da una vibrata protestacontro lo stato attuale dell'umanità. L'uomo si è ribellato al suo Creatore. Questa ribellione ha provocato l'intervento divino; e la denuncia della ribellione dev'essere il primo atto del messaggio accreditato da Dio. La Chiesa deve denunciare la ribellione come il più grave di tutti i mali possibili. Non può scendere a patti; se vuole essere fedele al suo Maestro, deve bandirla e anatemizzarla. [...]
 La Chiesa cattolica pensa sia meglio che cadano il sole e la luna dal cielo, che la terra neghi il raccolto e tutti i suoi milioni di abitanti muoiano di fame nella più dura afflizione per quanto riguarda i patimenti temporali, piuttosto che una sola anima, non diciamo si perda, ma commetta un solo peccato veniale, dica una sola bugia volontaria o rubi senza motivo un solo misero centesimo.”
 Ecco come il beato Newman, erroneamente considerato come precursore del Vaticano II, fa eco alla grande Tradizione della Chiesa, che anche sugli aspetti morali è di semplice ed estrema chiarezza. Altro che le elucubrazioni pastorali di oggi che hanno prodotto parrocchie dove la maggioranza dei fedeli vive strutturalmente in peccato mortale.
 Ascoltiamo Newman, ascoltiamo la Chiesa: la Misericordia inizia con la denuncia del peccato, dicendone tutta la sua gravità.
AVE MARIA  IMMACOLATA!

giovedì 3 gennaio 2013

SAN BERNARDINO DE SIENA presbítero (+ 1404)




SAN BERNARDINO DE SIENA
presbítero (+ 1404)
San Bernardino nace en Siena en 1380. Hijo de noble familia, quedó muy
pronto huérfano. Tuvo buenos maestros y una vasta formación. Pero fue la
Virgen María la que sobre todo lo tomó desde niño bajo su protección.
"Nací en el natalicio de Nuestra Señora. En la misma festividad entré en el
convento, vestí el hábito franciscano, hice los votos, celebré la primera Misa
y prediqué el primer sermón. Ella me llevará a la gloria".
Su ardiente devoción a María hace que, a pesar de tener un carácter dulce y
sosegado, defienda su pureza con medios expeditivos. Un estudiante libertino
se atreve a insinuarle un día una proposición vergonzosa. Y Bernardino,
rápido, estampa en su rostro un sonoro bofetón.
Una tía monja le repite con frecuencia:—Ten cuidado. Tienes una cara
demasiado guapa y un corazón demasiado tierno, que pueden
perderte.—Llegas tarde, tía, le responde con gracia el mancebo. Estoy
locamente enamorado de la doncella más noble y más hermosa de Siena. No
hay otra igual. La tía se asusta, hasta que se entera que se refiere a la Virgen
María.
Había estudiado con ahinco a los clásicos. Serán para él un arma eficaz de
apostolado. A los veinte años deja los estudios para dedicarse a los apestados.
Pasa unos meses enfermo. Cuando se recupera, entrega todos sus bienes a los
pobres y toma el hábito franciscano.

Su ilusión era dedicarse a la predicación. Con San Vicente Ferrer y su
discípulo San Juan de Capistrano, formarán el trío de los grandes
predicadores de la primera mitad del siglo XV. Una pertinaz ronquera se lo
dificultaba, pero—otra vez la mano de la Virgen—se siente curado
totalmente.
Dios le había dotado de las mejores dotes para la predicación: amplia cultura,
noble ademán, palabra de fuego, dulzura y firmeza, don de milagros, fama de
santo. Las multitudes le siguen sin cansarse de oírle.
Empieza en Milán, luego toda Italia se lo disputa. Apacigua discordias,
despierta amor a la oración, les arrastra a la penitencia y reforma de
costumbres. "Toda Roma, escribe el futuro Pío II, acude a escucharle. E1
mismo Papa y los Cardenales son sus oyentes más asiduos".
Es el iniciador del culto al Santo Nombre de Jesús, cuyo anagrama extendió y
popularizó en cartas, carteles, estampas, banderas, fachadas de edificios.
Sobre el Nombre de Jesús, recordaba Juan Pablo II en su viaje a la India en
1986 que los cristianos de Kerala tienen esta bella costumbre: susurrar el
nombre de Jesús al oído de los recién nacidos. ¡ Santa costumbre, empezar así
la vida y terminarla pronunciando ese Nombre!
No fue bien interpretada al principio esta devoción. Fue acusado de hereje
ante Martín V, que lo manda recluirse en un convento. Esclarecida la verdad,
el Papa le da la razón, y le ofrece el obispado de Siena, al que renuncia el
Santo por humildad, como más tarde renunciará a los de Urbino y Ferrara. Lo
suyo era recorrer pueblos y ciudades, levantando fervores y encendiendo los
corazones en el amor a Jesús y a la Señora.
Le siguen llamando de todas partes y a todos los sitios acude sin tomarse
descanso alguno. En esta vida peregrinante le sorprende la muerte, exhausto
ya de fuerzas, en la ciudad de Aquila, camino de Nápoles. Era el 20 de mayo
de 1444, víspera de la Ascensión del Señor a los cielos.

Acababa de revisar sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. E1 buen operario ya
podía descansar. Y la Virgen María acompañaría en el tránsito a su fiel
amante. Nicolás V lo eleva a los altares el año 1450.






San Bernardino de Sena y el SS.mo Nombre de Jesùs



San Bernardino de Siena (1380-1444)
por Bernardino Llorca, s.j.
.
San Bernardino de Siena fue uno de aquellos predicadores de penitencia que en el siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron eficazmente a la reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y apostólico y su oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos vivientes del celo y de la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y otros.
Nacido en 1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de los Albiceschi, recibió Bernardino en Siena una educación completa en las ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito de San Francisco; en 1404 recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue destinado a la predicación.
Pero transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le ayudaban a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas como, por otra parte, se distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece el año 1417 como guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues, de una manera inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere que recibió la orden divina, transmitida por un novicio: «Hermano Bernardino, ve a predicar a Lombardía».
El hecho es que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y comienza aquella carrera de grandes misiones o predicaciones populares, cuya característica era un intenso amor a Jesucristo, que llegaba al interior de sus oyentes y arrancaba lágrimas de penitencia. Este amor a Jesucristo lo sintetizaba en el anagrama del nombre de Jesús, tal como, precisamente desde entonces, se ha ido popularizando cada vez más: I H S. Llevábalo a guisa de banderín y procuraba fuera grabado en todas las formas posibles, en estampas de propaganda, en grandes carteles y, sobre todo, en los testeros de las iglesias, casas consistoriales y domicilios particulares de las poblaciones donde misionaba. Aquello debía servirles de recuerdo perenne de las verdades predicadas y de las decisiones tomadas. De ello pueden verse, aun en nuestros días, multitud de ejemplos en los territorios donde él predicó.
Efectivamente, en 1418 predica la Cuaresma en la iglesia principal de Milán, donde el último de los Visconti daba el triste ejemplo de una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se revela un orador popular de cualidades extraordinarias. El pueblo se siente transformado por el fuego de su predicación. Vuelve al año siguiente y se repiten los mismos resultados de grandes conversiones y reforma de costumbres. De 1419 a 1423 recorre las poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces predica en la misa, otras durante el día; unas veces organiza una misión, otras es un sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación de las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza taumatúrgica. Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a conducirle al otro lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie sorprende tan estupendo milagro, pues todos son testigos de su ascetismo extraordinario y del abrasado amor de Dios que respira en su predicación.
Pero el fruto de su apostolado no se limita a la transformación de costumbres y reforma de vastos territorios. En Venecia, donde predica en 1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un hospital para infecciosos. Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos relatan los cronistas del tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando hace retornar a la vida a un hombre muerto en un accidente. La fama de su santidad y de la fuerza arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca oídas. A partir del año 1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores iglesias para contener las grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra ardiente de un santo. En Vicenza habla en la plaza pública a una multitud de veinte mil personas. En Venecia desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria y acude la población entera a las plazas públicas para escucharle. Los grandes carteles, en que ostenta el anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De allí pasa a Ferrara, donde consigue tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en masa al lujo y a las diversiones pecaminosas.
Parece imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un trabajo tan agotador, sobre todo si se tiene presente que lo acompaña con una vida extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos lo transmitieron los más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo del ascetismo más exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su obra apostólica. Predica la Cuaresma en Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el romano pontífice Martín V (1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo pintar el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y el mercader que se compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al fin, terminan todos por entusiasmarse con el invento, que trae consigo una transformación completa de la ciudad. Siguiendo la llamada de los florentinos, predica en Florencia durante el verano de 1424, y esta ciudad, prototipo de la elegancia y del lujo más exagerados, termina la misión organizando grandes hogueras, a las que las damas de la más elegante sociedad arrojan los objetos más preciados de sus vanidades. Más aún. Como recuerdo de tan importantes acontecimientos se hace pintar el anagrama de Jesús y se coloca en la fachada de la iglesia de la Santa Cruz.
En medio de esta carrera de predicación en grande estilo de San Bernardino no podía faltar su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después de predicar la Cuaresma en Prato, en 1425, llega a Siena a fines de abril, y allí derrocha tesoros de su más ardiente palabra apostólica durante cincuenta días. Entre sus oyentes se encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II (1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama de Jesús en el testero del Palazzo publico. En Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva todas las maravillas de su predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde predica la Cuaresma y ataca duramente la usura, una de las plagas del tiempo.
Esta campaña de 1418-1427, extraordinariamente fecunda en frutos de conversiones, renovación de costumbres y reforma fundamental de vida, constituye la primera etapa de la gran obra reformadora realizada por San Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las características de la predicación de este gran orador cristiano debemos poner a la cabeza de todas su eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a las multitudes y arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo que se refiere a la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como ejemplos los esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en sus obras, por ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha publicado en nuestros días. Porque su palabra viva y ardiente era completamente diversa de estos esbozos eruditos, a manera de tratados teológicos. De la verdadera elocuencia de su lenguaje popular y vivo nos dan una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus oyentes copió en su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente publicados. Aquí es todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el auditorio. El orador, sin perder de vista el objeto primordial de su discurso, sigue la inspiración del momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su discurso con frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes exclamaciones y apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y divino, que lleva la convicción a las almas y arranca de sus oyentes lágrimas de compunción y propósitos de reforma.
Es admirable la maestría de esta oratoria, eminentemente popular y profundamente teológica y cristiana. Conserva siempre la dignidad de la cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le es posible, a los oyentes que le escuchan y a las circunstancias del tiempo; fustiga las divisiones de partidos y los vicios más típicos de la época, sobre todo la usura, la sensualidad, el despilfarro, la vanidad, el espíritu pendenciero; pero siempre en una forma tan digna y elevada que aparecen su espíritu verdaderamente apostólico y las entrañas de misericordia de Dios, siempre dispuesto a acoger en sus brazos a los que de veras se arrepienten de sus vicios y pecados. En particular se observa que, a diferencia de Jerónimo Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda significación política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun civiles.
Esto no obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue citado y tuvo que presentarse en Roma ante el Papa Martín V. Habíase elevado una acusación contra él por la novedad que ofrecía su predicación sobre el nombre de Jesús y la propaganda que hacía de las estampas, tabletas e inscripciones de su anagrama. Al llegar a Roma se le prohibió subir al púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta que se examinara y decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde resignación y con la confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de resistencia. Pero entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo predilecto, San Juan de Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma que el Papa se convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía ninguna dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte eficaz para fomentar la devoción del pueblo. La respuesta a los acusadores se dio públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma durante ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce sermones.
Puesta así de relieve la santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente la popularidad y reputación de su compaisano, los sienenses suplicaron al Papa que nombrara obispo de Siena a San Bernardino. El Papa accedió a tan justificados ruegos, pero el Santo se resistió. En cambio, entonces precisamente dio él comienzo a la segunda etapa de su vida apostólica. Desde agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa campaña en Siena, desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los cuarenta y cinco sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un copista y publicados en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y aun mística de su predicación.
Luego siguió un amplio recorrido por la Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su criterio y experiencia, la eximia santidad de su vida y la aureola de reputación que lo acompañaba, todas estas circunstancias juntas producían un efecto sin precedentes. Nada se resiste a su arrolladora elocuencia. Así, con su palabra de fuego, consigue fácilmente detener a los sienenses en su ya iniciada guerra contra Florencia. Precisamente en esta ocasión el emperador Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la más íntima amistad, y en abril de 1433 le lleva consigo a Roma.
Desde 1433 se inicia la última etapa de la vida de San Bernardino. Retirado al convento de Capriola, se dedica tres años al trabajo de redacción de sus obras.
En 1436 dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es nombrado vicario general de los conventos de la observancia, y en inteligencia con Eugenio IV (1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde entonces en fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido, la carta dirigida el 31 de julio de 1440 a todos sus súbditos. Con la anuencia de Eugenio IV toma como ayudante en esta obra de reforma regular a San Juan de Capistrano, su más insigne discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la eximia santidad de su vida. En esta forma visita las provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un nuevo campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.
Finalmente, en 1442, admite el Papa su renuncia a este cargo. Parece que podía entonces dedicarse al descanso. Pero su espíritu apostólico no se lo permite. Agotado por las fatigas de tantos años de predicación y por una vida de continuas austeridades y la observancia más estricta de la disciplina religiosa, siente reanimarse su espíritu entregándose de nuevo a la predicación. Así lo vemos en Milán, en el otoño de 1442, donde combate la herejía de un tal Amadeo; predica en Padua en 1443 una serie de sesenta sermones, que, copiados literalmente por uno de sus oyentes, constituyen una de las mejores joyas de la elocuencia sagrada; tiene que negarse a predicar en Ferrara, y aparece luego en Vicenza. A principios de 1444 tiene un breve descanso en su querido convento de Capriola, donde acaba de revisar algunas de sus obras, en particular sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al exponer el Bienaventurados los que lloran da suelta a su tierno corazón por la honda pena que acaba de experimentar por la muerte del hermano Vicente, compañero suyo inseparable durante veintidós años. «Débil de cuerpo –exclama–, con frecuencia yo he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era imprevisor, olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado, oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?»
Tal es San Bernardino al final de su vida: el gran predicador popular, que ha transformado con su palabra y ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran propagador de la devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó escritos maravillosos; el gran entusiasta de la devoción a María; el gran reformador y defensor de la observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su padre, San Francisco de Asís. Es un sol que se halla en su ocaso. Todavía quiere predicar a Cristo. Sacando fuerzas de flaqueza, se decide a ir a predicar a Nápoles. En el camino predica en varios lugares; obra varios milagros; se detiene en Asís, en Santa María de los Angeles; pero, llegado a Áquila, rendido al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de la Ascensión. Seis años después, el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555), cediendo a los clamores del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.
San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del espíritu franciscano de todos los tiempos.
Bernardino Llorca, S. I., San Bernardino de Sena, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 436-443.

Beata Ángela de Foligno (1249-1309)


4 de enero
Beata Ángela de Foligno (1249-1309)
por Isaac Vázquez, o.f.m

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Ángela vino al mundo a mediados del siglo XIII, probablemente hacia el año 1249. La posteridad quiso inmortalizar con su nombre el de la bella ciudad que la vio nacer y que sesenta años después, en 1309, había de ser también el lugar de su sepultura. Si bien es cierto que los santos, ya en vida, son más moradores del cielo que de la tierra, no pueden, sin embargo, al igual que todos los mortales, sacudir del todo el lastre que los hace hijos de su tiempo y de su ambiente. La época en que vivió la beata Ángela presenta rasgos singulares, ricos en contrastes, como acontece siempre en toda época de transición.

Las grandes ideas características de la Edad Media brillan ya en la mitad del siglo XIII con luces de atardecer. Todos los sucesos de la sociedad de entonces nos hacen pensar en el ocaso, diríamos con Huizinga, en el otoño del medievo. La unidad de la «respublica christiana», que naciera del consorcio del sacerdocio y del imperio, quedaba gravemente lesionada, y prácticamente destruida, con Federico II, en lucha constante con el papado. Al lado del imperio pululaban en Alemania las ciudades libres, y en Italia los comunes, que luchaban unas veces contra la Iglesia en favor del emperador, y otras contra éste aliados con la Iglesia, según fuera su distintivo de gibelinos o güelfos. La fe operante y entusiasta que tantos cruzados empujara hacia el Oriente, languidecía con el postrer suspiro de san Luis; mientras las grandes síntesis escolásticas, expresión a la vez de la unidad y universalidad medievales, estaban perdiendo a sus geniales forjadores Alejandro de Halés, santo Tomás y san Buenaventura. 

En 1308, un año antes que la beata Ángela, muere Juan Duns Escoto. último gran escolástico. Pero entre las sombras crepusculares del medievo, se dibujan ya las luces del Renacimiento, con distintos cánones y nuevas ideas, que el Dante presiente y saluda en su Vita nuova. El geocentrismo, antropocentrismo e individualismo de la nueva era que nace, suplantan al teocentrismo y universalismo de la Edad Media que fenece. El pujante nacionalismo deshace en jirones la vieja túnica del Imperio. El Petrarca, tenido por muchos como el primer hombre moderno, canta las bellezas de su patria italiana y se inspira en la naturaleza y en el paisaje.

Ángela tuvo que vivir, pues, en una época fronteriza. Y en el drama de su vida, pecadora en un principio, santa después, no es difícil descubrir las huellas del ambiente en que se movió. De elevada posición, poseía riquezas, castillos, joyas y fincas. Se casó en temprana edad, y tuvo varios hijos. Tanto en sus años juveniles, como después en su estado de esposa y de madre, apuró pródiga la copa de los placeres que el mundo le brindaba. Ella misma confesará más tarde una y muchas veces sus graves desvaríos. Sin que nos veamos precisados a creer al pie de la letra la exactitud de estas confesiones, fruto más del arrepentimiento que de la verdad objetiva, no se pueden descartar tampoco los hechos que, por otra parte, están en conformidad con las circunstancias históricas que los rodean. 
En efecto, la cuna de Ángela fue mecida por aires nada saturados de clericalismo. Foligno, ciudad obstinadamente ligada al emperador, estaba siempre dispuesta a ponerse en pie de guerra contra cualquier pretensión del Papa. Pero la suerte de las armas muchas veces le era adversa, y uno de aquellos años sufrió una aplastante e ignominiosa derrota por parte de las fuerzas pontificias de Asís y de Perusa. ¿Quién duda de que entre la distinguida estirpe de Ángela no se encontrarían entonces rabiosos gibelinos, para quienes los nombres de curas, papas y frailes venían resultando sinónimos de declarados enemigos políticos? Nos dirá Ángela más tarde que en su madre encontraba gran obstáculo para la conversión.

Pero la gracia de Dios iba obrando en lo profundo de su alma. Las circunstancias han cambiado con el tiempo. Es hacia el año 1285. Foligno es ahora una ciudad súbdita del Papa y protegida por él. Ángela anda en sus treinta y cinco. Sus pecados de la juventud comienzan a producirle cierto escozor en la conciencia. Le llega también la prueba. En breve tiempo pierde a su madre, a su marido y a sus hijos. Huérfana de sus seres queridos, comienza a practicar la religión, pero en un principio sin apartarse del todo del pecado. Por eso hace comuniones sacrílegas, por no confesar sinceramente sus pecados. Es la hora de los confusos sentimientos: la lucha entre el espíritu y el cuerpo. Se halla sin luz, como Saulo en el camino de Damasco.

Pero allí cerca estaba Asís. «Oriente diré, que no Asís», cantó el Dante. El ejemplo de Francisco continuaba fascinando a muchas almas desde hacía casi un siglo. Para Ángela constituyó también un faro en esta noche oscura del espíritu. Un día en que se encontraba atormentada por remordimientos de conciencia, pidió a san Francisco que le sacara de aquellas torturas. 
Poco después entró en la iglesia de San Feliciano, donde predicaba a la sazón un religioso franciscano; se sintió tan conmovida que, al bajar el predicador, se postró ante su confesonario, y, con grande compunción, hizo confesión general de toda su vida, quedando muy consolada.

El fraile se llamaba Arnaldo, cuya vida, al igual que la de nuestra Beata, no ha podido ser hasta ahora suficientemente estudiada, por falta de datos. Parece ser, sin embargo, que pertenecía a la comunidad de Asís, y que en la Orden seguía la corriente de los llamados «Espirituales», grupo que hicieron célebre, entre otros, los nombres de Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno, Hubertino de Casale y el mismo Juan de Parma, general que fue de toda la Orden. Lo que sí sabemos ciertamente de fray Arnaldo es que, a partir de la conversión de Ángela, pasó a ser su confesor, su director y su confidente espiritual. 
 Gracias a sus ruegos y a su pluma de amanuense, la posteridad puede saborear la Autobiografía de la beata Ángela, conocida también con el nombre de Memorial de fray Arnaldo, verdadero tesoro de teología espiritual, donde se encierran las inefables experiencias místicas de esta alma, desde su conversión, en 1285, hasta el año 1296, en que se consuman sus admirables ascensiones hasta la contemplación del misterio de la Santísima Trinidad.

Pasman los prodigios que la divina gracia, en tan breve tiempo, ha obrado en esta alma privilegiada. Su trato íntimo con la divinidad, sus éxtasis escalofriantes, los secretos celestiales que en ellos se le confiaban, son más para admirados que para descritos. L. Leclève no duda en afirmar que Ángela de Foligno, por el crecido número de sus visiones, solamente admite parangón con Teresa de Avila; y a ambas llama reinas de la teología mística.
Nuestra pobre fraseología humana resulta inadecuada para captar los misteriosos coloquios entre Ángela y la divinidad. 
La misma Beata sufría y se lamentaba, porque después de escuchar la lectura de lo que acababa de dictar a fray Arnaldo, le parecía que allí no se contenían más que blasfemias y burlas. Así son de mezquinos nuestros conceptos humanos cuando se los quiere hacer pasar por vehículos de realidades divinas.

Si estas dificultades encuentran los santos para exteriorizar sus propias experiencias, ¿qué pasará cuando los hombres se afanan por querer clasificarlas y analizarlas desde afuera y a distancia? Dejemos a los santos saborear dulcemente las inefables dulzuras nacidas del contacto íntimo con la divinidad. 
Las flores de la vida mística crecen, como las estrellas alpinas, en las cumbres de las altas montañas, y no a todos es dado llegar a esas alturas para disfrutar de su aroma. Unos habrán de contentarse con acampar muy cerca de la cima; otros, a la mitad; algunos, tal vez los más, apenas si habrán caminado unos pasos hacia la cúspide de la montaña. 
Pero lo que sí es cierto es que todos deben intentar subir la cuesta de la montaña espiritual; diríase con otras palabras, todos están llamados a ejercitarse en la vida ascética, mediante la posesión de las virtudes cristianas y la práctica de la perfección, rastreando los senderos, a veces tortuosos y empinados, que conducen a las recónditas alturas de la mística. En electo, estas dos vías, ascética y mística, no se desenvuelven a manera de dos paralelas, sino que constituyen, en el pensamiento de la beata Ángela, las dos mitades, inicial y terminal respectivamente, de una misma vida espiritual. 

Así, pues, si no todos los cristianos podrán tocar con sus manos el término de esa línea ascendente, todos, sin embargo, están obligados a no desistir de lanzarse a la carrera espiritual. «Y que nadie se excuse –les advierte la Beata– con que no tiene ni puede hallar la divina gracia, pues Dios, que es liberalísimo, con mano igualmente pródiga la da a todos cuantos la buscan y desean».

Cosas admirables sobre la perfección ha dejado escritas la beata Ángela. En dieciocho etapas va describiendo, en el primer capítulo de su autobiografía, el laborioso proceso de su conversión, desde que comenzó a sentir la gravedad de sus pecados y el miedo de condenarse hasta el momento en que al oír hablar de Dios se sentía presa de tal estremecimiento de amor, que aun cuando alguien suspendiera sobre su cabeza una espada, no podía evitar los movimientos. 
A la beata Ángela se le atribuyen, además de la Autobiografía de fray Arnaldo, unas exhortaciones, algunas epístolas y un testamento espiritual, que han merecido a su autora ser considerada por algunos nada menos que como magistra theologorum. Sin ocultar el tono de exageración que el cariño de los discípulos ha puesto en este elogio hacia la madre espiritual, hay que reconocer que los opúsculos de la beata Ángela recogen lo mejor que de teología ascética habían escrito los grandes maestros de la escolástica; y colocada además providencialmente en los umbrales de una época nueva, logra trasvasar a los odres del Renacimiento los vinos añejos de la espiritualidad del siglo XIII. 
Los aires renacentistas de acercamiento al hombre, a lo individual y concreto, la mueven a abrazar el pensamiento franciscano que coloca a Cristo, Hombre- Dios, por centro de toda la vida espiritual, ejemplar de todas las virtudes y única vía para caminar hacia la perfección. Empapada en el espíritu de san Francisco, a cuya Tercera Orden de Penitencia se incorporó desde los primeros días de su conversión, e inspirada en el pensamiento bonaventuriano, la beata Ángela es la gran mística de la humanidad de Cristo. La imitación de Cristo- Hombre, mediante el ejercicio de las virtudes, es la meta de la ascética, así como la unión con Dios, por medio de Cristo, es la consumación y remate de la mística.

Pero la espiritualidad de nuestra Beata recibe modalidades nuevas, dentro de lo franciscano; pues mientras el cristocentrismo de la escuela franciscana, en general, se orienta hacia la Encarnación, hay que reconocer que para la beata Ángela todo gira en torno a la cruz. La pasión y muerte de Cristo es la demostración más grande de amor que el Hijo de Dios ha podido dar a los hombres. 

Cristo desde la cruz es el Libro de la Vida, como lo llama ella, en el cual debe leer todo aquel que quiera encontrar a Dios. Era tal la devoción que sentía hacia la cruz que, si le cuadraba contemplar una estampa o un cuadro en que se representaba alguna escena de la pasión, se apoderaba de sus miembros la fiebre y caía enferma. Por eso la compañera procuraba esconderle las representaciones de la pasión, para que no las viese. Sus opúsculos fueron editados varias veces, en siglos pasados, con el título significativo de Theologia Crucis
En la meditación de la pasión era donde conocía con más viveza la gravedad de sus pecados pasados, y los lloraba con mayor dolor. 

Aquí es donde se decide a tomar resoluciones que dan nuevo rumbo a su vida. «En esta contemplación de la cruz –refiere ella– ardía en tal fuego de amor y de compasión que, estando junto a la cruz, tomé el propósito de despojarme de todas las cosas, y me consagré enteramente a Cristo.» La pobreza, la estricta pobreza de espíritu, era la contraseña que ella exigía para distinguir los verdaderos discípulos de Cristo. Muchos se profesan de palabra seguidores de Cristo; pero en realidad y de hecho abominan de Cristo y de su pobreza. En las páginas de sus opúsculos el amante de la historia podrá descubrir las inquietudes en torno a la pobreza de Cristo que convivieron los espirituales franciscanos y nuestra Beata de Foligno.

Junto a la cruz, la beata Ángela aprendió a ser la gran confidente del Sagrado Corazón de Jesús, muchos siglos antes que santa Margarita María recibiera los divinos mensajes. «Un día en que yo contemplaba un crucifijo, fui de repente penetrada de un amor tan ardiente hacia el Sagrado Corazón de Jesús, que lo sentía en todos mis miembros. Produjo en mí ese sentimiento delicioso el ver que el Salvador abrazaba mi alma con sus dos brazos desclavados de la cruz. Parecióme también en la dulzura indecible de aquel abrazo divino que mi alma entraba en el Corazón de Jesús.» 
Otras veces se le aparecía el Sagrado Corazón para invitarla a que acercase los labios a su costado y bebiese de la sangre que de él manaba. Abrasada en esta hoguera de amor, nada tiene de extraño que se derritiese en ardientes deseos de padecer martirio por Cristo.

El amor que Cristo nos demostró en la cruz, se perpetúa a través de los siglos de una manera real en el sacramento de nuestros altares. La devoción a la Eucaristía, tan característica de los tiempos modernos, tiene una eminente precursora en la beata Ángela. Fueron muchas las visiones, con que el Señor la recreó en el momento de la consagración, o durante la adoración de la sagrada hostia. Siete consideraciones dedica a la ponderación de los beneficios que en este sacramento se encierran. 

El cristiano debe acercarse con frecuencia a este sacramento, seguro de que, si medita en el grande amor que en él se contiene, sentirá inmediatamente transformada su alma en ese mismo divino amor. La Beata exhorta, sin embargo, a cada cristiano a que se haga, a modo de preparación, las siguientes consideraciones: ¿A quién se acerca? ¿Quién es el que se acerca? ¿En qué condiciones y por qué motivos se acerca?

Abrazada con Cristo en la Cruz, arrimada a su costado y confortada con el Pan de Vida, la beata Ángela recibió la visita de la hermana muerte. Eran las últimas horas del día 4 de enero de 1309 cuando esta privilegiada mujer, rodeada de un gran coro de hijos espirituales, entregaba plácidamente su alma al Redentor. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del convento franciscano de Foligno. Sobre su sepulcro comenzó Dios a obrar en seguida muchos milagros. El papa Clemente XI aprobó el culto, que se le tributó constante, el día 30 de abril de 1707.

Isaac Vázquez Janeiro, OFM, Beata Ángela de Foligno, en Año Cristiano, T. I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 27-33.

AVE MARIA!