C A P Í T U L O V I
De las primeras devociones
36. Desde muy pequeño me sentí inclinado a la piedad y a la Religión. Todos los
días de fiesta y de precepto oía la santa Misa; los demás días siempre que podía; en los
días festivos comúnmente oía dos, una rezada y otra cantada, a la que iba siempre con mi
padre. No me acuerdo de haber jamás jugado, enredado ni hablado en la iglesia. Por el
contrario, estaba siempre tan recogido, tan modesto y tan devoto, que, comparando mis
primeros años con los presentes, me avergüenzo, pues con grande confusión digo que no
estoy, ni aún ahora, con aquella atención tan fija, con aquel corazón tan fervoroso que tenía
entonces...
37. ¡Con qué fe asistía a todas las funciones de nuestra santa Religión! Las
funciones que más me gustaban eran las del Santísimo Sacramento: en éstas, a que asistía
con una devoción extraordinaria, gozaba mucho. Además del buen ejemplo que en todo me
daba mi querido padre, que era devotísimo del Santísimo Sacramento, tuve yo la suerte de
parar a mis manos un libro que se titula Finezas de Jesús Sacramentado. ¡Cuánto me
gustaba! De memoria lo aprendía. Tanto era lo que me agradaba.
38. A los diez años me dejaron comulgar. Yo no puedo explicar lo que por mí pasó
en aquel día que tuve la imponderable dicha de recibir por primera vez en mi pecho a mi
buen Jesús... Desde entonces siempre frecuenté los santos sacramentos de Penitencia y
Comunión, pero ¡con qué fervor, con qué devoción y amor!... Más que ahora, sí, más que
ahora. y lo digo con la mayor confusión y vergüenza. Ahora que tengo más conocimiento
que entonces, ahora que se ha agregado la multitud de beneficios que he recibido desde
aquellos primeros días, que por gratitud debería ser un serafín de amor divino, soy lo que
Dios sabe. Cuando comparo mis primeros años con los días presentes, me entristezco y
lloro y confieso que soy un monstruo de ingratitud.
39. Además de la Santa Misa, Comunión frecuente y funciones de Exposición del
Santísimo Sacramento, a que asistía con tanto fervor por la bondad y misericordia de Dios,
asistía también en todos los domingos sin faltar jamás ni un día de fiesta al Catecismo y
explicación del santo Evangelio, que siempre hacía el cura párroco por sí mismo todos los
domingos, y, finalmente, se terminaba esta función por la tarde con el santísimo Rosario.
40. Digo, pues, que además de asistir siempre mañana y tarde, allá, al anochecer,
cuando apenas quedaba gente en la iglesia, entonces volvía yo y solito me las entendía con
el Señor. ¡Con qué fe, con qué confianza y con qué amor hablaba con el Señor, con mi
buen Padre! Me ofrecía mil veces a su santo servicio, deseaba ser sacerdote para
consagrarme día y noche a su ministerio, y me acuerdo que le decía: Humanamente no veo
esperanza ninguna, pero Vos sois tan poderoso, que si queréis lo arreglaréis todo. Y me
acuerdo que con toda confianza me dejé en sus divinas manos, esperando que él
dispondría lo que se había de hacer, como en efecto así fue, según diré más adelante.
41. También vino a parar a mis manos un librito llamado El Buen Día y la Buena
Noche. ¡Oh, con qué gusto y con qué provecho de mi alma leía yo aquel libro! Después de
haberle leído un rato, lo cerraba, me lo apretaba contra el pecho, levantaba los ojos al cielo
arrasados en lágrimas y me exclamaba diciendo: ¡Oh, Señor, qué cosas tan buenas
ignoraba yo! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, amor mío! ¡Quién siempre os hubiese amado!
42. Al considerar el bien tan grande que trajo a mi alma la lectura de libros buenos y
piadosos es la razón por que procuro dar con tanta profusión libros por el estilo, esperando
que darán en mis prójimos, a quienes amo tanto, los mismos felices resultados que dieron
en mi alma. ¡Oh, quién mediera que todas las almas conocieran cuán bueno es Dios, cuán
amable y cuán amante! ¡Oh, Dios mío!, haced que todas las criaturas os conozcan os amen
y os sirvan con toda fidelidad y fervor ¡Oh, criaturas todas! Amad a Dios, porque es bueno,
porque es infinita su misericordia.
C A P Í T U L O V I I
De la primera devoción a María Santísima
43. Por esos mismos años de mi infancia y juventud profesaba una devoción
cordialísima a María Santísima. ¡Ojalá tuviera ahora la devoción que entonces! Valiéndome
de la comparación de Rodríguez, soy como aquellos criados viejos de las casas de los
grandes, que casi no sirven para nada, que son como unos trastos inútiles, que los tienen
en la casa más por compasión y caridad que por la utilidad de sus servicios. Así soy yo en
el servicio de la Reina de cielos y tierra: por pura caridad y misericordia me aguanta, y para
que se vea que es la verdad positiva, sin la más pequeña exageración, para confusión mía
referiré lo que hacía en obsequio de María Santísima.
44. Desde muy niño me dieron unas cuentas de rosario que agradecí muchísimo,
como si fuera la adquisición del mayor tesoro, y con él rezaba con los demás niños de la
escuela, pues al salir de las clases por la tarde todos formados en dos filas, íbamos a la
iglesia, que estaba cerca de allí, y todosjuntos rezábamos una parte de Rosario, que dirigía
el maestro.'
45. Siendo aún muy niño, encontré en mi casa un libro que se titulaba el Roser, o el
Rosal, en que estaban los misterios del Rosario, con estampas y explicaciones análogas.
Aprendí por aquel libro el modo de rezar el Rosario con sus misterios, letanías y demás. Al
advertirlo el maestro, quedó muy complacido y me hizo poner a su lado en la iglesia para
que yo dirigiera el Rosario. Los demás muchachos mayorcitos, al ver que con esto había
caído en gracia del buen maestro, los aprendieron también, y en adelante fuimos alternando
por semanas, de modo que todos aprendían y practicaban esta santísima devoción, que
después de la Misa es la más provechosa.
46. Desde entonces, no sólo lo rezaba en la iglesia, sino también en casa todas las
noches, como disponían mis padres. Cuando, concluidas las primeras letras, me pusieron
de fijo en el trabajo de la fábrica, como dije en el capítulo V, entonces cada día rezaba tres
partes, que también rezaban conmigo los demás trabajadores; yo dirigía y ellos respondían
continuando el trabajo. Rezábamos una parte antes de las ocho de la mañana, y después
se iban a almorzar; otra, antes de las doce, en que iban a comer, y otra, antes de las nueve
de la noche, en que iban a cenar.
47. Además del Rosario entero que rezaba todos los días de labor, en cada hora del
día le rezaba una Avemaría y las oraciones del Angelus Domini en su debido tiempo. Los
días de fiesta pasaba más tiempo en la iglesia que en casa, porque apenas jugaba con los
demás niños; sólo me entretenía en casa, y mientras estaba así, inocentemente entretenido
en algo, me parecía que oía una voz, que me llamaba la Virgen para que fuera a la iglesia, y
yo decía: Voy, y luego me iba.
48. Nunca me cansaba de estar en la iglesia, delante de María del Rosario, y
hablaba y rezaba con tal confianza, que estaba bien creído que la Santísima Virgen me oía.
Se me figuraba que desde la imagen, delante de la cual oraba, había como una vía de
alambre hasta el original, que está en el cielo; sin haber visto en aquella edad telégrafo
eléctrico alguno, yo me imaginaba como que hubiera un telégrafo desde la imagen al cielo.
No puedo explicar con qué atención, fervor y devoción oraba, más que ahora.
49. Con muchísima frecuencia, desde muy niño, acompañado de mi hermana Rosa,
que era muy devota, iba a visitar un Santuario de María Santísima llamado Fussimaña,
distante una legua larga de mi casa. No puedo explicar la devoción que sentía en dicho
Santuario, y aun antes de llegar allí, al descubrir la capilla, yo me sentía conmovido, se me
arrasaban los ojos en lágrimas de ternura, empezábamos el Rosario y seguíamos rezando
hasta la capilla. Esta devota imagen de Fussimaña la he visitado siempre que he podido, no
sólo cuando niño, sino también cuando estudiante, sacerdote y arzobispo, antes de ir a mi
diócesis.
50. Todo mi gusto era trabajar, rezar, leer y pensar en Jesús y María Santísima; de
aquí es que me gustaba mucho guardar silencio, hablaba muy poco, me gustaba estar solo
para no ser estorbado en aquellos pensamientos que tenía; siempre estaba contento,
alegre, tenía paz con todos; ni jamás reí ni tuve pendencias con nadie, ni de pequeño ni de
mayor.
51. Mientras estaba yo en estos santos pensamientos ocupado con grande placer de
mi corazón, de repente me vino una tentación, la más terrible y blasfema, contra María
Santísima. Esta sí que fue pena, la mayor que he sufrido en mi vida. Habría preferido estar
en el infierno para librarme de ella. No comía, ni dormía, ni podía mirar su imagen. ¡Oh qué
pena!. Me confesaba, pero como era tan jovencito, yo no me sabría explicar bien, y el
confesor desechaba lo que yo le decía, no le daba importancia, y yo quedaba con la misma
pena que antes. ¡Oh qué amargura!. Duró esta tentación hasta que el Señor se dignó por sí
mismo remediarme.
52. Después tuve otra contra mi buena Madre, que me quería mucho, y yo también a
ella. Me vino un odio, una aversión contra ella muy grande, y yo, para vencer aquella
tentación, me esmeraba en tratarla con mucho cariño y humildad. Y me acuerdo que
cuando me fui a confesar, al dar cuenta a mi Director de la tentación que sufría y de lo que
hacía para vencerla y superarla, me preguntó: ¿Quién te ha dicho que practicases estas
cosas?. Yo le contesté: Nadie, Señor. Entonces me dijo: Dios es quien te enseña, hijo;
adelante, sé fiel a la gracia.
53. Delante de mí no se atrevían a hablar malas palabras ni tener malas
conversaciones. En cierta ocasión me hallaba en una reunión de jóvenes, por casualidad,
porque yo regularmente me apartaba de tales reuniones, pues que (no) se me ocultaba el
lenguaje que se usa en tales reuniones, y me dijo uno de los mayores de aquellos jóvenes:
Antonio, apártate de nosotros, que queremos hablar mal. Yo le di las gracias por el aviso
que me daba y me fui, sin que jamás me volviese a juntar con ellos.
54. ¡Oh Dios mío! ¡Qué bueno habéis sido para mí! ¡Oh cuán mal he correspondido
a vuestras finezas! Si Vos, Dios mío, hubieseis hecho estas gracias que a mí a cualquiera
de los hijos de Adán, habría correspondido mucho mejor que yo. ¡Oh que confusión, qué
vergüenza es la mía! ¿Y qué podré responder, Señor, en el día del juicio cuando me diréis:
Redde rationem villicationis tuae?
55. ¡Oh María, Madre mía! ¡Qué buena habéis sido para mí y qué ingrato he sido yo
para Vos! Yo mismo me confundo, me avergüenzo. Madre mía, quiero amaros de aquí en
adelante con todo fervor; y no sólo os amaré yo, sino que además procuraré que todos os
conozcan, os amen, os sirvan, os alaben, os recen el Santísimo Rosario, devoción que os
es tan agradable. ¡Oh Madre mía!, ayudad mi debilidad y flaqueza a fin de poder cumplir mi
resolución.
http://www.latinamericanstudies.org/religion/claret.pdf
AVE MARIA PURISSIMA!