Obras de misericordia
en la Obra de Maria Valtorta
Dice Jesús:
“La paz sea con todos vosotros y la sabiduría sobre todos
vosotros.
Escuchad. Hace muchos días se me pidió que dijese hasta qué punto
Dios es misericordioso para con los pecadores. Quien me preguntaba esto era un
pecador perdonado que no lograba persuadirse del absoluto perdón de Dios. Con
palabras lo calmé, se lo aseguré, y le prometí que para él siempre hablaría de
misericordia para que su corazón arrepentido, que cual niño extraviado dentro de
él lloraba, se sintiese seguro de estar ya entre los que posee el Padre
celestial.
Dios es misericordia porque Dios es Amor.
El siervo de Dios debe ser misericordioso para imitar a
Dios.
Dios se sirve de la misericordia como de un medio para atraer a Sí a
los hijos desviados.
El siervo de Dios debe servirse de la misericordia como de un medio
para llevar a Dios los hijos desviados.
El precepto del amor es obligatorio a todos. Pero en los siervos de
Dios debe ser tres veces más.
No se conquista el cielo si no se ama. Esto basta a los creyentes. A
los siervos de Dios digo: “No se hace que los creyentes conquisten el cielo, si
no son amados con perfección”. Y vosotros ¿qué sois? ¿Vosotros que estáis a mi
alrededor? La mayoría de vosotros sois creaturas que tendéis a una vida
perfecta, a una vida bendita, llena de fatigas, de luz, propia de los siervos de
Dios, del ministerio del Mesías. ¿Y cuáles son los deberes que tenéis en esta
vida de siervos y ministros? Un amor total a Dios, un amor total al prójimo.
Vuestra meta: servir. ¿Cómo? Devolviendo a Dios lo que el mundo, la carne, el
demonio, le arrebataron. ¿De qué modo? Con el amor. El amor que tiene mil formas
de manifestarse y un único fin: hacer amar.
Pensemos en nuestro hermoso Jordán. ¡Qué imponente en Jericó! ¿Pero
era así en sus principios? No. Un hilito de agua, y así hubiera quedado, si
hubiera sido siempre solo. Pero de montes y collados, de una y de la otra parte
de los valles, descienden miles y miles de afluentes, unos que ya lo eran, otros
formados de cientos de riachuelos, y todos desembocan en su lecho que crece,
crece, crece, hasta convertirse de dulce arroyuelo plateado de azul que ríe y
juguetea en su niñez, en el grande, majestuoso río que pone una cinta azul
celeste entre las exuberantes orillas de esmeralda.
Así es el amor. Un hilito inicial en los párvulos del camino de la
vida que apenas saben salvarse del pecado grave por temor del castigo, y luego
siguiendo por el camino de la perfección, sucede que de las montañas de la
humanidad escabrosa, árida, soberbia, dura, brotan, por voluntad de amor,
riachuelos y riachuelos de esta virtud principal; y todo sirve para hacerla
surgir y desbordarse: dolores, alegría, así como en los montes sirven para
formar un río las eternas nieves y el sol que las derrite. Todo sirve para
abrirles camino: la humildad como el arrepentimiento. Todo sirve para escoltar
el río inicial. Porque el alma empujada por ese Camino ama las bajadas en el
aniquilamiento del “yo”, aspira a volver a subir, atraída por el Sol-Dios,
después de que se convirtió en poderoso, hermoso, bienhechor río.
Los riachuelos que nutren el río inicial del amor son, además de las
virtudes, las obras que las virtudes enseñan a realizar. Las obras que por ser
ríos de amor son obras de misericordia. Vamos a verlas en conjunto. Algunas las
conocía Israel, otras os las enseño porque mi ley es perfección de
amor.
Dar de comer a los hambrientos.
Deber de gratitud y amor. Deber de imitación. Los hijos agradan al
padre que les da el pan, y cuando llegan a ser adultos, lo imitan con dar pan a
sus hijos, y al padre, que ya no puede trabajar por su edad le dan pan con su
propio trabajo, restitución amorosa, restitución obligatoria por el bien que se
recibió. El cuarto precepto lo dice: “Honra a tu padre y madre”. Honrarlos
también es no hacer que mendiguen de otros el pan.
Pero antes que el cuarto precepto está el primero: “Ama a Dios con
todo tu ser” y el segundo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Amar a Dios por
sí mismo y amarlo en el prójimo es perfección.
Se le ama dando pan a quien tiene hambre, en recuerdo de las veces
que Él dio de comer al hombre por medio de milagros. Sin mirar tan sólo al maná
y a las codornices, miremos el milagro continuo del grano que germina por bondad
de Dios que dio tierras aptas para el cultivo, que regula los vientos, las
lluvias, calores, estaciones para que el grano se convierta en espiga y la
espiga en pan.
¿Y no ha sido milagro de su misericordia el haber enseñado con luz
que no se le debía al hijo culpable que esas hierbas altas y delgadas, que
terminaban en un florecer de granos de oro, con olor caliente de sol, encerradas
en dura cáscara de espinosas escamas, eran alimento que podía ser recogido,
desgramado, convertido en harina, en masa y que podía cocerse? Dios enseñó todo
esto. Cómo recogerlo, limpiarlo, machacarlo, amasarlo y cocerlo. Puso las
piedras cerca de las espigas, el agua cerca de ellas, encendió con reflejos de
agua y de sol el primer fuego sobre la tierra, y sobre el fuego el viento trajo
los granos que ardieron, arrojando un grato olor, para que el hombre entendiese
que es mejor así sacado de la espiga, como lo deshacen las aves, o mojado en
agua después de convertido en harina, haciendo de él un amasijo, que al fuego
cuece. ¿No pensáis, vosotros que ahora coméis el pan sabroso, cocido en horno de
casa, cuánta misericordia señala el haber llegado a este modo perfecto de
conocimiento, cuánto camino se recorrió para enseñar a los hombres el proceso de
la primera espiga masticada como lo hace el caballo al pan actual? ¿Y quién
enseñó? El dador del pan. Y de este modo el hombre ha logrado por luz
bienhechora conocer cada clase de alimentos entre las plantas y los animales con
que el Creador cubrió la tierra, después del castigo paterno con que castigó al
hijo culpable. Dar, pues, de comer a los hambrientos es una oración de
agradecimiento al Padre y Señor que nos quita el hambre, y es imitar al Padre,
cuya semejanza tenemos gratis, y que es menester hacerla crecer, imitando sus
acciones.
Dar de beber a los sedientos.
¿Habéis alguna vez pensado en lo que sucedería si el Padre no hiciese
llover? Si dijese: “Por vuestra dureza para quien tiene sed, diré a las nubes
que no bajen a la tierra” ¿podríamos protestar y maldecir? El agua, mucho más
que el grano, es de Dios, porque el grano lo cultiva el hombre, pero tan sólo
Dios cultiva los campos de las nubes que bajan en lluvia o rocío, como neblina o
nieve, y alimentan los campos y pozos, llenan ríos y lagos, dan refugio a los
peces y a otros animales que son comida del hombre. ¿Podéis decir a quien os
pide agua: “No, esta agua es mía y no te la doy”? ¡Mentirosos! ¿Quién de
vosotros ha hecho un solo copo de nieve o una sola gota de agua? ¿Quién ha hecho
aparecer diamantes de rocío a la luz solar? Nadie. Es Dios quien lo hace. Y si
las aguas bajan del cielo y a él tornan, es sólo porque Dios controla esta parte
de creación, como el resto de ella.
Dad, pues, al sediento agua fresca de las venas de la tierra, o la
pura de vuestro pozo, o la que llena vuestras cisternas. Es cosa tan pequeña,
que no os cuesta dinero, que no requiere fatiga alguna si no es la de extender
una taza o un cubo, os lo aseguro, tendréis recompensa en el cielo. Porque el
agua no es grande a los ojos y al parecer de Dios, sino el acto de
caridad.
Vestir a los desnudos.
Pasan por las calles del mundo miserias desnudas, vergonzosas, que
mueven a compasión: ancianos abandonados, inválidos por enfermedad o por
desgracia, leprosos que vuelven a la vida por bondad del Señor, viudas cargadas
de hijos, desafortunados que se han visto privados de bienestar, huérfanos
inocentes. Si pongo mis ojos sobre la extensa tierra, por todas partes encuentro
personas desnudas o cubiertas de harapos que apenas defienden el cuerpo del
frío, que apenas lo cubren. Y estos ven con ojos que se sienten humillados a los
ricos que pasan envueltos en vestidos suaves, calzados muellemente. ¿Por qué no
salís al encuentro de esta humillación, procurando que los buenos se hagan
mejores, y destruyendo el odio que existe en los menos buenos con vuestro
amor?
No digáis: “Solo tengo para mí”. Como sucede con el pan que siempre
sobra algo sobre la mesa, así también hay algo en los armarios que no es
absolutamente necesario. Entre los que me escuchan hay uno que supo, con un
vestido tirado porque ya estaba viejo, hacer un vestido para un huérfano, para
un niño pobre; con una sábana vieja hacer fajas para un inocente que no las
tenía. Y hay también uno que, siendo mendigo, supo dividir su pan que había
conseguido con grandes trabajos con uno que por la lepra no podía ir a extender
su mano hasta los umbrales de los ricos. En verdad os digo que no hay que buscar
estos misericordiosos entre los dueños de bienes, sino entre los ejércitos
humildes de pobres que por serlo, saben qué penosa es la pobreza.
También en este punto pensad que la lana y el lino, como el agua y el
pan, proceden de animales y plantas que fueron criadas por el Padre no para los
ricos solamente, sino para todos. Sólo ha dado una riqueza al hombre: la de su
gracia, de la salud, de la inteligencia; pero la sucia riqueza que es el oro,
que habéis exaltado como un bello metal más que los otros sin serlo, y menos
útil que el hierro con el que se fabrican asadas, arados, rastrillos, hoces,
escoplos, martillos, sierras, garlopas, los santos instrumentos del santo
trabajo. Elevasteis el oro a una nobleza inútil, mentirosa a instigación de
Satanás que de hijos de Dios os ha convertido en salvajes como fieras. La
riqueza de lo que es santo os permitía haceros siempre más santos. Pero no esta
homicida riqueza que exprime tanta sangre y tantas lágrimas. Dad como se os dio.
Dad en nombre del Señor, sin temer que os quedaréis desnudos. Es mejor morir de
frío por haberse despojado del vestido en favor del mendigo, que dejar que se
entumezca el corazón bajo muelles vestiduras, por falta de caridad.
Lo tibio del bien hecho es más acariciador que el que produce la lana
más pura, y las carnes cubiertas del pobre le hablan a Dios y le dicen: “Bendice
a quien nos ha vestido”.
El quitar al hombre la sed, el vestir al desnudo, son actos con los
que uno se desprende de algo para dar a otros, son actos en que la santa
templanza está unida a la santísima caridad, y muestran que existe en vosotros
la bienaventurada justicia, por la que santamente se cambia la suerte de
nuestros hermanos infelices porque se da de lo que se abunda. Iguales virtudes
resplandecen al “dar hospedaje a los peregrinos”, pues la caridad se
junta con la confianza y con la buena intención que tiene el prójimo en su
corazón. “El dar hospedaje” es también una virtud, una virtud que demuestra que
quien la posee, además de la caridad, posee la honradez. Pues quien es honrado
obra bien. Y como se suele obrar, se piensa que los demás obren así, entonces
nace esa confianza, esa simplicidad con que se cree a las palabras de los demás.
Esto muestra que quien las escucha es uno que dice la verdad en asuntos grandes
o pequeños, y que por lo tanto no desconfía de lo que otros le
cuenten.
¿Por qué pensar ante el peregrino que os pide refugio: “¿Y si es un
ladrón o asesino?” ¿Estáis tan arraigados a vuestras riquezas que tengáis miedo
de ellas a la presencia de algún extraño? ¿Tenéis tanto miedo por vuestra vida
que sintáis encogeros de horror pensando que se os quite? ¿Y qué? ¿Pensáis que
Dios no pueda defenderos de los ladrones? ¿Y qué? ¿Tenéis miedo de que el que
pasa sea un ladrón y no tenéis miedo del huésped tenebroso que os roba lo que no
tiene cambio? ¡Cuántos hay que dan hospedaje al demonio en el corazón! Podría
afirmar: todos hospedan el pecado capital, y sin embargo nadie tiembla ante
él.¿Es, pues, tan sólo precioso el bien de la riqueza y de la existencia? ¿No
será más preciosa la eternidad de que os dejáis robar y matar por el pecado?
Pobres, pobres almas, a quien se ha robado su tesoro, que están a merced de
manos asesinas, y eso las tiene sin cuidado; en cambio los hogares se defienden
con barricadas, con cerrojos, con perros y otros artificios con tal de salvar lo
que no llevaremos a la otra vida.
¿Por qué obstinarse en ver en cada peregrino un ladrón? Somos
hermanos. Las puertas se abren al hermano que pasa. ¿El peregrino no es acaso de
nuestra sangre? Sí que lo es. Es sangre de Adán y Eva. ¿No es hermano nuestro?
¡Y cómo no va a serlo! El Padre es uno solo: Dios que nos ha dado un alma igual;
así como los hijos de un mismo padre, tienen igual sangre. ¿Es pobre? Haced que
vuestro espíritu privado de la amistad del Señor no sea más obre que él. ¿Trae
vestidos rotos? Procurad que vuestra alma no sea harapos de pecado. ¿Sus pies
están sucios de lodo y fango? Haced que su sandalia sucia de tanto camino,
despedazada por el andar, no lo esté más que vosotros mismos con los vicios. ¿Es
de fea presencia? Procurad que no lo seáis más vosotros a los ojos de Dios. ¿Es
extraño su hablar? Tratad de que vuestro lenguaje no sea incomprensible en la
ciudad de Dios.
Ved en el peregrino a un hermano. Todos somos peregrinos en el camino
que va al cielo, y todos llamamos a las puertas que hay a lo largo de la senda
que va al cielo. Las puertas son los patriarcas y los justos, los ángeles y los
arcángeles, a quienes nos encomendamos para que nos ayuden y protejan, para que
podamos llegar a la meta sin caer agotados en la oscuridad de la noche, en el
rigor del invierno, presas de las asechanzas de lobos y chacales que son las
pasiones malvadas y de los demonios. Como queremos que ángeles y santos nos
abran su amor para hospedarnos, y devolvernos aliento para continuar el camino,
de igual modo tratemos a los peregrinos de la tierra. Y por cada vez que abramos
nuestra casa y brazos, saludando con el dulce nombre de hermano al desconocido,
pensando que Dios lo sabe, os digo que se habrán recorrido muchos kilómetros en
el camino que va al cielo.
Visitar los enfermos.
De verdad que así como todos los hombres son peregrinos, también
todos están enfermos. Las enfermedades mayores, las invisibles y morales son del
espíritu. Y con todo no causan ningún asco. No provoca repugnancia la llaga
moral. Ni náusea el hedor del vicio, ni miedo la locura demoníaca. No causa
vómito la gangrena de un leproso de espíritu. No hace huir el sepulcro lleno de
podredumbre de un hombre muerto y corrompido en el espíritu. No es anatema
acercarse a ninguna de estas impurezas. ¡Pobre estrechez del pensamiento humano!
Pero decidme: ¿tiene más valor el espíritu o la carne y espíritu? ¿Tiene poder
lo material para corromper con su cercanía lo incorpóreo? No. Os lo digo que
no. El espíritu respecto a la carne y sangre tiene un valor infinito; pero la
carne no es más poderosa que él. El espíritu puede corromperse no con cosas
materiales, sino espirituales. Si alguien cura un leproso, no se hace leproso su
espíritu, antes bien, por la caridad heroicamente practicada, que lleva a estar
en valles de muerte por compasión al hermano, cae de él toda mancha de pecado,
porque la caridad es absolución de pecado, y superior a las
purificaciones.
Partid siempre de este pensamiento: “¿Qué querría que se me hiciese a
mí si fuese como este?” Y como quisieseis, haced. Todavía Israel tiene sus
antiguas leyes, pero llegará un día, y su aurora no está muy lejana, cuando se
venerará como símbolo de absoluta belleza la imagen de Uno en quien se reflejará
materialmente el Hombre de los dolores del que habla Isaías. Y el Torturado del
salmo davídico. Aquel que por haberse hecho semejante a un leproso, se
convertirá en el Redentor del linaje humano, y a sus llagas correrán como los
ciervos sedientos a las fuentes, los enfermos, los agotados, los que lloran, y
Él les quitará la sed, los curará, restablecerá, consolará en el espíritu y
cuerpo, y para los mejores será un anhelo asemejarse a Él, verse cubierto de
heridas, desangrados, golpeados, coronados de espinas, crucificados por amor de
los hombres que hay que redimir, y que continuarán la obra del Rey de reyes y
del Redentor del mundo.
Vosotros que todavía sois Israel, pero que ya levantáis las alas para
volar hacia el reino de los cielos, tomad en vuestras manos este modo de pensar
y este modo de valuar la enfermedad, y al bendecir a Dios que os conserva sanos,
inclinaos sobre quien sufre y muere. Un apóstol mío dijo a un hermano suyo un
día: “No tengas miedo de tocar a los leprosos. Ningún mal acaecerá por voluntad
de Dios”. Y dijo bien. Dios cuida de sus siervos. Pero aunque os contagiaseis
curando a los enfermos, seréis colocados en las filas de los mártires del amor
en la otra vida.
Visitar a los encarcelados.
¿Creéis que en las galeras están sólo los delincuentes? La justicia
humana tiene un ojo tuerto y el otro medio nublado, por el que ve camellos donde
hay nubes o confunde una serpiente con un ramo florido. Juzga mal. Y todavía
peor porque frecuentemente quien la hace, forma a propósito neblinas de humo
para que no juzgue bien. Aun cuando los encarcelados fuesen todos ladrones y
homicidas, no es justo que nos hagamos ladrones y homicidas, quitándoles la
esperanza de perdón con nuestro desprecio.
¡Pobres prisioneros! No se atreven a levantar los ojos a Dios,
cargados como están con su delito. Las cadenas, en verdad, están más bien en el
espíritu que en los pies. Pero ¡ay de ellos si desconfían de Dios! Unen al
delito contra el prójimo el de la desesperación del perdón. La galera es
expiación, como lo es la muerte en el patíbulo. Pero no basta pagar la parte a
la que tiene derecho la sociedad humana por el delito cometido. Es menester
pagar también y sobre todo la parte que se debe a Dios, para poder expiar, para
tener la vida eterna. Quien es rebelde, quien se desespera no expía sino ante la
sociedad. Que el amor de los hermanos vaya al condenado o al prisionero. Será
luz en las tinieblas. Será una voz. Será una mano que señala lo alto, mientras
la voz dice: “Que mi amor te diga que también Dios te ama; Dios que me puso en
el corazón este amor por ti, hermano desventurado” y la luz permite entrever a
Dios, Padre piadoso.
Que vuestra caridad se dirija con mayor ahínco a consolar a los
mártires de la justicia humana. A los que en realidad no son culpables, o a los
que una fuerza cruel empujó a matar. No juzguéis allí donde ya se juzgó. No
sabéis que muchas veces el que asesina no es sino un muerto, un autómata privado
de razón, porque un asesinato incruento le quitó la razón con la vileza de una
cruel traición. Dios sabe y basta. En la otra vida se verán muchos de los que
estuvieron en las galeras, muchos de los que mataron y robaron, poseyendo el
cielo, porque en realidad los verdaderos ladrones de la paz de los demás, de la
honradez, de la confianza, los verdaderos asesinos de un corazón fueron ellos:
las pseudo–víctimas. Víctimas sólo porque fueron las últimas en recibir el
golpe. El homicidio y el hurto son pecados, pero quien mata y roba, porque fue
empujado por otro, y luego se arrepiente, y quien induce a otros al pecado y no
se arrepiente, será castigado menos duramente que el que lo empujó al pecado sin
sentir remordimiento.
Por lo cual, no juzgando jamás, sed compasivos para con los
encarcelados. Pensad siempre que si se debiese castigar a todos los homicidas y
ladrones, no pocos hombres ni pocas mujeres morirían en las galeras o en el
patíbulo. A esas madres que conciben y que luego no quieren dar a luz su fruto,
¿qué nombre se les dará? ¡Oh! no juguemos con las palabras. Digámoslas
claramente su nombre: “Asesinas”. Esos hombres que roban reputación y puestos,
¿cómo los llamaremos? Con lo que son: “Ladrones”. Esos hombres y mujeres que
siendo adúlteros o maltratando a sus familias y que por eso empujan al homicidio
o suicidio, o también los que siendo grandes de la tierra arrastran a la
desesperación a sus vasallos, y con la desesperación a la violencia, ¿qué nombre
se merecen? Este: “Homicidas”. ¿Huye alguien? Vosotros sois testigos de que
entre galeotes que escaparon de la justicia, que llenan casas y ciudades y se
topan con nosotros en las calles y duermen en los mismos albergues que nosotros
y con ellos condividimos la mesa, se vive sin preocupación alguna. Y sin embargo
¿Quién está sin pecado? Si Dios escribiese en la pared del lugar donde se reúnen
para su banquete los pensamientos del hombre, en la frente, las palabras
acusadoras de lo que fuisteis, sois o seréis, pocas frentes llevarían escrita
con letras luminosas la palabra: “Inocente”. Todas las demás con color de verde
como la envidia, negro como la traición, rojo como el crimen, llevarían las
palabras: “Adúlteros” “Asesinas” “Ladrones” “Homicidas”.
Sed, pues, misericordiosos sin soberbia para con los hermanos menos
afortunados, según la condición humana, que están en las galeras expiando lo que
vosotros no expiáis, por la misma culpa. Vuestra humildad sacará de ello
humildad.
Enterrar a los muertos.
La contemplación de la muerte es escuela de la vida. Querría llevaros
a todos de frente a la muerte y decir: “Sabed vivir como santos para alcanzar
esta muerte: separación temporal del cuerpo del espíritu a fin de resucitar
triunfalmente para siempre, reunidos, felices”. Todos nacemos desnudos. Todos
morimos convirtiéndonos en presa destinada a corrupción. Como se nace, reyes o
pordioseros, así se muere. Y si el fausto permite que el cadáver del rey se
preserve por largo tiempo, no por eso deja de ser carne muerta. ¿Qué cosa son
las mismas momias? ¿Carne? No. Materia fosilizada por las resinas, convertida en
madera. No se convierte en presa de gusanos porque está vaciada y preparada con
esencias, pero sí es presa de los comejenes como un viejo madero.
El polvo se convierte siempre en polvo porque así Dios lo dijo. Y sin
embargo sólo porque este polvo cubrió el espíritu y por él fue vivificado, por
esto, como algo que tocó la gloria de Dios –tal es el alma del hombre– es
necesario pensar que es polvo santificado no de otra manera que los objetos que
están en contacto con el Tabernáculo. Al menos hubo un momento en que el alma
fue perfecta: cuando el Creador la creó, mas si después la Mancha la ensucia, le
quita la perfección, sólo debido a su origen comunica belleza a la materia y por
esa hermosura que viene de Dios el cuerpo se embellece y merece respeto. Somos
templos y como tales merecemos honor así como siempre son honrados los lugares
donde reposó el Tabernáculo.
Dad, pues, a los muertos la caridad de un reposo honesto en espera de
la resurrección, viendo en la admirable armonía del cuerpo humano la mente y el
dedo divino que lo ideó y modeló con perfección, y venerando también en los
restos mortales la obra del Señor.
El hombre no es sólo carne y sangre. También es alma y pensamiento.
También estos sufren y merecen que se les socorra misericordiosamente. Hay
ignorantes que hacen el mal, tan sólo porque no conocen el bien. ¡Cuántos
hay que no saben o que no conocen bien las cosas de Dios y aun las leyes
morales! Como hambrientos languidecen porque no hay quien les dé de comer, y
caen en atrofia porque no hay quien los alimente en verdad. Id a instruirlos
porque por esto os acojo y os envío. Dad el pan del espíritu al hambre de los
espíritus. Instruir a los ignorantes corresponde en lo espiritual, a dar de
comer a los hambrientos y si se da un premio al que da un pan a quien está
muriendo para que no muera, ¿qué premio se dará al que sacia el espíritu con
verdades eternas, dándole la vida perenne? No seáis avaros de los que sabéis. Os
fue dado sin gastos de vuestra parte y sin medida, dad sin avaricia porque es
don de Dios el agua del cielo y se debe dar como se recibe.
No seáis avaros ni soberbios de lo que sabéis, sino dad con humilde
generosidad. Dad el refrigerio limpio y beneficioso de la oración a vivos y
muertos que tienen sed de gracias. No se debe negar el agua a las gargantas
sedientas. ¿Qué decir entonces de los corazones de los que viven angustiados, de
los espíritus en pena? Oraciones, oraciones fecundas porque llenas de amor y de
espíritu de sacrificio.
La oración debe ser verdadera, no mecánica como suenan las ruedas por
la calle. ¿Es el sonido o la rueda la que hace avanzar el carro? Es la rueda que
se gasta por arrastrar más allá el carro. La misma diferencia existe entre la
oración vocal y mecánica y la plegaria activa. La primera es sonido, no más; la
segunda es obra, en que se gastan las fuerzas y aumenta el sufrimiento, pero se
obtiene lo que se quería. Orad más con el sacrificio que con los labios y daréis
refrigerio a vivos y muertos, cumpliendo con la segunda obra de misericordia
espiritual. El mundo se salvará más con las oraciones de los que saben orar, que
con ruidosas, inútiles, mortíferas batallas.
Muchas personas del mundo saben, pero no saben creer con firmeza.
Como atrapadas en medio de dos campos opuestos, tambalean, sin dar un solo paso,
y se acaban las fuerzas sin lograr nada. Son los que dudan. Son los del
“pero”, los del “si”, los de “y después”. Son aquellos que hacen las preguntas:
“¿Será así después? ¿Y si no fuera? ¿Y podré yo? ¿Y si no lo logro?” Son cual la
flor campanilla que al no encontrar donde asirse no sube y si encuentra, cuelga
aquí y allí, y no sólo es menester darle sostén, sino guiarla a cada rato del
día.
Que si hacen ejercitar en verdad la paciencia y caridad más que un
muchachito tonto. Pero en nombre del Señor, no los abandonéis. Dad toda la fe
luminosa, la fortaleza ardiente a estos prisioneros de sí mismos, de su
enfermedad llena de niebla. Guiadlos al sol y a lo alto. Sed maestros y padres
para estos inseguros. Sin cansaros, sin impacientaros. ¿Hacen que se caigan los
brazos? Perfectamente bien. También vosotros me lo hacéis y más al Padre que
está en los cielos, que debe frecuentemente pensar que parece que fue en vano
que la Palabra se hizo Carne, porque el hombre está todavía lleno de dudas, aun
ahora que oye hablar al Verbo de Dios.
¿Queréis presumir que sois más de Dios y de Mí? Abrid las cárceles a
estos prisioneros del “pero” y del “sí. Soltad las cadenas de los que preguntan:
“¿Por qué?” “¿Y si no logro?” Persuadidles de que basta hacer todo lo mejor que
se pueda y que Dios se contenta con ello. Si veis que resbalan y que no están
asidos al sostén, no paséis adelante, volvedlos a levantar. Igual como hacen las
mamás que no pasan adelante si cae por tierra su pequeñuelo, sino que se
detienen, lo levantan, lo limpian, lo consuelan, lo sostienen hasta que le pasó
el miedo de que vuelva a caer. Y así hacen por meses y años si el niño es débil
de piernas.
Vestid a los desnudos del espíritu perdonando a quien os ofende.
La ofensa es anticaridad. La anticaridad despoja de Dios, por esto el
que ofende se desnuda y sólo el perdón del ofendido le vuelve a poner las
vestiduras, porque torna a llevarlo a Dios el cual está dispuesto a perdonar a
quien el ofendido haya perdonado. El ofendido, pues, debe perdonar, y el ofensor
espera el perdón tanto del hombre como de Dios. Oídlo bien, nadie hay que no
haya ofendido al Señor. Dios nos perdona si perdonamos al prójimo y perdona al
prójimo si el ofendido perdona a quien le ofendió. Se os tratará como tratéis.
Perdonad, por lo tanto si queréis que se os perdone y os alegraréis en el cielo
por la caridad que hayáis tenido, como de un manto de estrellas sobre vuestras
santas espaldas.
Sed misericordiosos con los que lloran. Son los heridos de la vida, los enfermos
del corazón en sus afectos.
No os encerréis en vuestra indiferencia como dentro de una fortaleza.
Aprended a llorar con quien llora, consolar al afligido, llenar el vacío de
quien se encuentra solo por la muerte de un familiar. Sed padres con los
huérfanos, hijos con los padres, hermanos unos con otros. Amad. ¿Por qué amar
sólo a los que son felices? Tienen ya su parte. Amad a los que lloran. Son los
que menos ama el mundo, porque no conoce el valor de las lágrimas. Vosotros lo
conocéis. Amad, pues, a quien llora. Amadlos si están resignados en su llanto.
Amadlos, todavía mucho más, si se rebelan en su dolor. No reproche sino dulzura
para persuadirles de la verdad de dolor y acerca del dolor. Pueden, entre el
velo del llanto, ver deformado el rostro de Dios, verlo reducido a una expresión
de un poder que no conoce más que la venganza. No. ¡No os escandalicéis! No es
sino alucinación que produce la fiebre del dolor. Socorredlos para que la fiebre
desaparezca.
Vuestra fe fresca sea como hielo que se aplica al que está delirando.
Y cuando la fiebre más terrible desaparece, y luego entra el abatimiento y
alelamiento del que vuelve de un trauma, entonces, como a los niños que una
enfermedad ha impedido el desarrollo intelectual, volved a hablar de Dios, como
de algo nuevo, con dulzura, con paciencia... ¡Oh! un hermoso cuento dicho para
distraer al eterno niño que es el hombre. Y luego callad. No impongáis... El
alma trabaja por sí. Ayudadla con las caricias y oración. Y cuando ella diga:
“¿Entonces no fue Dios?”, decid: “No. Él no quiso hacerte mal porque te ama aun
por quien no te ama porque está muerto o por otro motivo”. Y cuando el alma
diga: “Pero lo culpé”, decid: “Ya lo olvidó porque era fiebre la que hablaba”. Y
cuando diga: “Entonces querría”, decidle: “¡Míralo! está a la puerta de tu
corazón esperando a que le abras”.
Soportad a las personas molestas. Ellas entran a perturbar nuestra casita de
nuestro modo de ser, así como los peregrinos entran a perturbar la casa en que
habitamos. Pero así como os dije que acojáis a éstos, así también acoged a
aquéllos.
¿Os molestan? Si no las amáis, por el disturbio que provocan, ellas
más o menos os aman. Acogedlas en gracia de este amor. Y aunque vengan por
indagar, aunque vengan porque odian, o vengan a insultar, ejercitad la paciencia
y caridad. Podéis mejorarlas con vuestra paciencia. Podéis escandalizarlas por
vuestra falta de caridad. Que os duela que ellas pequen, pero que más os duela
que vosotros mismos las hagáis pecar. Recibidlas en nombre mío, si no las
podéis acoger por amor vuestro, y Dios os recompensará después, cuando venga a
pagar la visita, y a borrar el recuerdo desagradable con sus caricias
sobrenaturales.
!!!!!
En fin, procurad sepultar a los pecadores para preparar el regreso
a la vida de la gracia. ¿Sabéis cuándo lo hacéis? Cuando los amonestéis con
insistencia paternal, paciente, amorosa. Es como si enterraseis las fealdades
del cuerpo poco a poco antes de que lo depositéis en el sepulcro en espera de
que suene la orden de Dios: “Levántate y ven a Mí”.
Nosotros los hebreos ¿no purificamos acaso los muertos por respeto al
cuerpo que resucitará? Amonestar a los pecadores es como, purificarlos en
sus miembros, primer paso que se da para la sepultura. El resto lo hará la
gracia del Señor. Purificadlos con caridad, con lágrimas y sacrificios. Sed
heroicos en arrancar un espíritu de la corrupción. Sed héroes. Esta acción no
quedará sin recompensa. Porque si la hay por un vaso de agua dado al que tiene
sed en la garganta ¿cuál no será la que se dé a quien arranca de la sed infernal
a un espíritu?
He terminado de hablar. Estos son los actos de misericordia que se
refieren al cuerpo y al espíritu y que aumentan el amor. Id a ponerlas en
práctica, y la paz de Dios y mía esté ahora y siempre con vosotros.”
AMDG et B.V.MARIAE